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21 mayo 2018 • Tienen auténtica fobia a la comunicación entre los seres humanos

Manuel Parra Celaya

Fobia a los raíles

Hace algunos días, un buen amigo de Madrid se preguntaba, en el curso de una apacible tertulia, si iban a ser rentables las inversiones para extender la Alta Velocidad a muchos lugares previstos de nuestra geografía; tercié para afirmar, casi de forma apasionada, que esa rentabilidad, que yo defendía a capa y espada, debía medirse en términos políticos más que económicos, pues se trataba de acercar entre sí todos los puntos de la Rosa de los Vientos de España, como uno de los mejores antídotos para los nacionalismos, manifiestos o larvados.

En efecto, podríamos establecer una ecuación casi matemática: acercamiento equivale a conocimiento mutuo, y este, a comprensión y solidaridad; y, a la inversa, a más dificultad en los desplazamientos, mayor grado de cerrazón y de aldeanismo. En términos de román paladino: el nacionalismo -todo nacionalismo- abomina de todo aquello que represente proximidad en el espacio y en el tiempo, porque elimina fronteras mentales, rompe muros imaginarios y deshace mitos preconcebidos.

Recordemos , por ejemplo, la inquina, en forma de explosiones y atentados, de ETA y sus allegados para impedir la llegada del AVE a tierras vascas; como los luditas de la primera revolución industrial, aquellos chicos -en recordada expresión del inefable Arzallus- se empeñaban contra vías y estaciones de control; claro que las nueces las siguen recogiendo ahora los dignos diputados del PNV en el Congreso de manos del Gobierno español…

Estos días ha saltado la noticia en Cataluña de la detención de cinco personas identificados como aquellos que, en la sediciente y fracasada huelga general del pasado otoño caliente, se lanzaron como posesos a obturar las vías de la barcelonesa estación de Sans; añaden los medios lo habitual en estos casos: Se han acogido a su derecho a no declarar y han sido puestos en libertad con cargos, timito periodístico aplicado ad nauseam a la relación de los persistentes golpistas con los tribunales de justicia.

Y otra noticia de la semana pasada que no sé si ha trascendido en estos lares, pero sí que fue compartida por muchísimos indignados italianos y que a un servidor le pilló por aquellas tierras: con ocasión del multitudinario encuentro que cada año se celebra en Italia, conocido como la Adunata de los Alpini (tropas de montaña de esa nación, verdadera institución cívico-militar que integra abuelos, padres e hijos), y que se realizó concretamente en Trento, en la región del Alto Adige, fue saboteada una central eléctrica de un tren repleto de asistentes al acto, con el fin de imposibilitar su asistencia puntual.

Solo lograron los terroristas (así los llamaba el Corriere del Véneto sin embozo) causar unos pequeños desperfectos -que fueron rápidamente reparados-, un ligero retraso en los trenes y la animadversión unánime de los miles de italianos que se enteraron del hecho. Me encontraba cenando con algunos amigos alpini y, al preguntarles por los autores de la fechoría, se sonrieron despectivos y contestaron: Son los separatistas de aquí; contesté rápidamente: Se ve que en todos los lugares crecen habas… A continuación, brindamos con una excelente grappa por la unidad de Italia, la de España y la de Europa, como es de rigor.

Es evidente que los nacionalistas de cualquier lugar de esta sufrida, escéptica y aburrida Europa se parecen entre sí como un huevo a otro huevo; así lo demostraban también algunas pintadas en la ciudad de Trento, cuya originalidad era nula y su mensaje totalmente estúpido. Y todos los nacionalismos demuestran su profunda animadversión a los medios de transporte -cuanto más rápidos, con mayor motivo para ellos- que unen ciudades, regiones y naciones, y, por lo tanto, hacen compartir razones y sentimientos.

El aislamiento es el sueño dorado de los separatistas; representa freudianamente la regresión a una quimérica Aldea donde ríos y montañas son fronteras inexpugnables y donde han volado, con la dinamita de su mala uva y de su cretinez, todos los puentes posibles.

Se ha dicho que el nacionalismo es una enfermedad que se cura viajando; se podría argüir en contra lo felices que son quienes, en tierras de Flandes, de Alemania o de Suiza, han montado allí sus reales. Pero todos ellos no se han movido, de hecho de su pequeño mundo mental, y transitan por esos lugares -que llaman pomposamente exilio– para aprovechar sus laxas y melifluas legislaciones y los servicios de los sagaces abogados que antaño lo fueron de etarras, también acogidos a sagrado.

Esos supuestos viajeros no han abierto sus inteligencias a las realidades de la historia, porque su estrechez de miras  es idéntica y cómplice de la de los saboteadores de raíles en Barcelona o en el Trentino: tienen auténtica fobia a la comunicación entre los seres humanos.