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15 mayo 2018 • Europa es el resultado de la más fecunda aventura del espíritu humano iniciada en Grecia hace dos mil quinientos años

Angel David Martín Rubio

Una Europa en la que podemos creer

Diversos intelectuales y académicos como los franceses Rémi Brague o Chantal Delsol, el polaco Ryszard Legutko, el inglés Roger Scruton, el alemán Robert Spaemann o el español Dalmacio Negro Pavón han hecho público el llamado “Manifiesto de París” al que se ha adherido en España una nómina de firmantes entre los que se cuenta el autor de estas líneas (Puede verse el texto en este enlace). Su origen es un encuentro que tuvo lugar el pasado mes de mayo en París. Allí se expresó la común preocupación por el estado actual Europa y se acordó hacer un llamamiento público para salir de esa situación.

El texto promueve la verdadera idea de una Europa en la que podemos creer ya que no sería el resultado distópico de una ofensiva ideológica sino la consecuencia de unas raíces históricas profundas y de una honda rectificación de la deriva que amenaza con distorsionar irreversiblemente una referencia europea que es mucho más que una simple afirmación geográfica sino el resultado de la más fecunda aventura del espíritu humano iniciada en Grecia hace ahora dos mil quinientos años en la estela de Sócrates, Platón y Aristóteles. Esta Europa real está en riesgo por factores endógenos antes que exógenos: «La mayor amenaza para el futuro de Europa no es ni el aventurismo ruso ni la inmigración musulmana. La verdadera Europa está en riesgo por la asfixiante presión que la falsa Europa ejerce sobre nuestras imaginaciones. Nuestras naciones y cultura están siendo vaciadas por ilusiones y autoengaños de lo que Europa es y debería ser» (nº 4). El Manifiesto contiene no solamente una aguda descripción del actual escenario europeo sino que apunta acertados criterios para revertir tan dramático panorama.

Entre sus aspectos más positivos, resaltamos la adecuada atención a las raíces cristianas de Europa no como una simple referencia del pasado sino con la capacidad de alentar la obra ahora propuesta desde la teología y la espiritualidad. También es muy acertada la lectura crítica que se hace de la actividad de las llamadas “instituciones europeas” responsables en buena medida de la construcción de una falsa Europa utópica, tiránica y desdeñosa con el discrepante. Esta contraposición entre la falsa y la verdadera Europa la estimamos especialmente relevante a la hora de una adecuada perspectiva histórica y de marcar distancia con otros proyectos que se adjetivan con la etiqueta europeísta. Afirmamos por último la importancia de haber reivindicado las identidades nacionales de una Europa que se debate entre los micro-nacionalismos periféricos y la globalización comunitaria. El estado-nación, esa «forma política que une personalidad con soberanía» debe prevalecer en el tiempo frente a las ensoñaciones mundialistas: «La verdadera Europa es una comunidad de naciones. Tenemos nuestras lenguas, tradiciones y fronteras. Sin embargo, siempre hemos reconocido un parentesco común (…) El estado-nación se convirtió en el distintivo de la civilización europea» (nº 7).

Nuestro apoyo al Manifiesto no es sin matices. Así hubiera sido de desear una más afinada descripción del proceso histórico de demolición de la verdadera Europa (es decir, de la Cristiandad medieval) a partir del proceso revolucionario que da paso a la modernidad desde el nominalismo y pasando por la reforma, el racionalismo, el liberalismo, el socialismo… Dicha exposición habría evitado la ambigüedad del apoyo que a veces se da a ciertas manifestaciones que se estiman positivas en dicho proceso como las “vigorosas democracias” nacidas de la II Guerra Mundial (nº 28). Probablemente en aras del consenso, tampoco se afirma con claridad la incidencia de las reformas protestantes en la construcción de la falsa Europa y la necesaria superación de los presupuestos teológicos y antropológicos del luteranismo, calvinismo, anglicanismo… tan presentes en determinados ámbitos europeos. El resultado de esa imprecisión provoca, además, que el cristianismo se difumine en unas fórmulas que tienen más de cultural e histórico que de adhesión a un contenido objetivo revelado, quedando también al margen su identificación con la Iglesia Católica. Una institución, por cierto, cuya propia crisis no se aborda, resultando difícil de entender qué puede aportar a la tarea de renovación que empieza con la reflexión teológica (nº 24) un catolicismo oficial instalado en la deriva mariteniana en lo que a su Doctrina Social se refiere. Es más la intervención de numerosos eclesiásticos a la hora de promover, por poner dos ejemplos, la inmigración indiscriminada o los separatismos regionalistas, les convierte en activistas de lo que en el manifiesto se califica de falsa Europa. Por último, hablar de “liberalismo” (nº 25) para definir el compromiso con un intenso debate público libre de toda amenaza de violencia y coerción sirve para reivindicar la protección «a aquellos que hablan razonablemente, incluso si pensamos que sus opiniones son erradas». Fórmulas de este tipo parecen revelar una concesión a las ideologías de la modernidad que va mucho más allá del empleo desafortunado de un término prostituido como lo es el adjetivo “liberal”.

Reiteramos, desde esta Tribuna, nuestro respaldo a la construcción de una Europa en la que creemos y el agradecimiento a quienes han hecho posible este Manifiesto y lanzamos desde aquí una sugerencia. Que intelectuales, teólogos y otras instancias político-culturales del mundo hispánico aborden la redacción de un texto análogo para una actualizada Defensa de la Hispanidad en el momento histórico en que nos encontramos.

Publicado en Afán, nº 7. Edita: Producciones Armada

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