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28 julio 2017 • Los muertos en el nombre de España no pueden descansar en paz

Manuel Parra Celaya

Una comparación inevitable

Los muertos siguen molestando. Por lo menos, es lo que se desprendía de la fugaz noticia de que unos radicales incontrolados habían asolado las sencillas muestras de homenaje a Miguel Ángel Blanco, asesinado por ETA hace ahora veinte años, en la localidad de Getafe. Entre estos incontrolados, los que hace unas semanas ultrajaban con sus orines el mausoleo de los muertos el 3 de mayo de 1808 y los habituales controladores de sepulturas, parece evidente que los muertos en el nombre de España no pueden descansar en paz.

Del asesinato de Miguel Ángel Blanco guardo fieles recuerdos en mi memoria próxima, unos quizás compartidos y otros rigurosamente personales. Entre los primeros, por supuesto, el dolor y la estupefacción ante el crimen, no sorpresa, pues se añadía a la lista lista de los cometidos por la banda etarra, aquella que había nacido en un Seminario, estaba siendo justificada por ciertos sectores de la izquierda y no excesivamente condenada por ciertos prelados para quienes en cualquier familia es natural que unos hijos sean más queridos que otros. Inconvenientes de gozar de buena memoria y una no menos buena hemeroteca…

Entre otros recuerdos -estos acaso intransferibles- está la rotundidad con que respondí  una propuesta buenista de celebrar un acto por la paz en la localidad en que estaba de vacaciones; creo que dije algo como que aquel día se terciaba más una declaración de guerra contra los asesinos y sus cómplices; la opinión pública estaba acostumbrada, hasta aquel momento, a las rutinarias expresiones de rechazo y de condolencia, a los minutos de silencio (sin que nadie alzara la voz) y a los entierros de las víctimas de madrugada y por la puerta de atrás; también, a las conversaciones oficiosas con los representantes de la banda.

Me agradó y enardeció especialmente la reacción de aquellos mozos pamplonicas que llegaron a las manos con los abertzales en medio de los sanfermines; critiqué duramente que la Policía Nacional se hubiera interpuesto entre los contendientes, pues estaba seguro de que en aquellas bofetadas callejeras los pro-etarras iban a llevar las de perder y, de haberse tolerado y prolongado el enfrentamiento, otro gallo le hubiera cantado a la bella tierra navarra.

Me parece recordar que se llegó a asaltar alguna sede del PNV, que era -recordémoslo- quien recogía las nueces cuando el nogal era agitado la colocación de bombas y tiros en la nuca. Tampoco me pareció mal aquello, porque uno, aunque sea de natural pacífico, estaba harto del panorama.

Coincido con la mayoría de comentaristas actuales en que el asesinato de Miguel Ángel representó un antes y un después en la población española que podríamos llamar decente. Fue un revulsivo frente a la cobardía generalizada, frente al mirar hacia otro lado democrático, frente a la indiferencia ante asesinatos de militares, taxistas, obreros y policías que mantenía una sociedad domesticada y narcotizada por las glorias políticas de la Transición.

Pero -también se ha señalado en estos días últimos- el espíritu de Ermua duró poco, y las manos alzadas y pintadas de blanco fueron arriándose y lavándose progresivamente, y España volvió a entrar en la somnolencia frente a sus enemigos del terrorismo separatista.

Este sopor continúa actualmente, ya sea contra un terrorismo armado, cuyo protagonismo está en otras manos igualmente peligrosas, ya sea ante el terrorismo de las sonrisas, las desconexiones y los anuncios de golpe de estado secesionista.

Escribo como catalán que soy: ¿cuántas manifestaciones se han realizado, fuera de Barcelona, para expresar el apoyo a la integridad nacional? ¿Cuántos ciudadanos tienen hoy en día entre sus preocupaciones perentorias la amenaza de que se desgaje un pedazo de tierra española?

¿No sería el momento de invocar un esplendoroso y valiente espíritu por una Cataluña española en todas y cada una de nuestras ciudades y pueblos?

Aquel crimen separatista de hace veinte años se sumó a muchos del mismo tipo que tuvieron lugar entre la indiferencia y la cobardía. El crimen que se está perpetrando ahora -de momento sin pistolas- nos sorprende con parecidas dosis de apatía, sordera, trivialidad y pusilanimidad generalizadas.