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12 julio 2017 • Especiales de Cristiandad • Fuente: Radio Cristiandad

Padre Juan Carlos Ceriani

Teología de la Historia: Formación de la Civilización Cristiana. La Revolución Anticristiana (2)

Con autorización de Radio Cristiandad, continuamos la publicación de esta serie de artículos sobre Teología de la Historia pertenecientes a los Especiales de Cristiandad que dirige el padre Juan Carlos Ceriani. Iremos poniendo a disposición de nuestros lectores los audios de la emisión radiofónica así como los textos para el estudio y la reflexión personal

Escuchar Audio Mp3 Primera Parte

Escuchar Audio Mp3 Segunda Parte

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Este programa se dedicó en abril de 2015 como un homenaje a Radio Cristiandad en su 11º aniversario, y especialmente a la memoria de Don Mario Fabián Vázquez, que consagrara gran parte de estos años a la defensa y divulgación de los valores constitutivos de la Civilización Cristiana, así como a combatir el proceso revolucionario anticristiano.

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Valorización de una civilización

Dios constituye el principio del perfeccionamiento esencial del hombre. El hombre se perfecciona, adquiere acrecentamiento de su ser en cuanto hombre, cuando progresa en ese camino de la posesión de Dios.

Cuando se aparta de Dios, podrá, sí, adquirir perfecciones accidentales. El hombre fuera de Dios puede progresar en las técnicas y en las ciencias. Pero entonces ese progreso no es del hombre en cuanto hombre; antes bien, sucederá que esos perfeccionamientos accidentales, no ordenados a la perfección esencial del hombre, le han de disponer para acelerar un proceso de apartamiento de Dios y, por lo mismo, de regresión y abyección.

Este principio regulador establece una jerarquía en todas las actividades humanas. Si el fin supremo del hombre lo constituye la contemplación de Dios, la función más alta de la vida humana ha de corresponder al sabio que está sumergido en esta divina contemplación.

Y detrás del sabio, todos los que de él participan, que son aquellos que contemplan la verdad en sus grados más imperfectos, propios de la Filosofía y de las ciencias particulares.

Detrás de éstos han de venir los que llevan a la práctica esta verdad, ya en sus propias vidas, ya en la colectividad social: verdad realizada que constituye el dominio de la virtud y, por ende, del político.

Detrás ha de venir el dominio de lo económico, esto es, de los requisitos materiales de la existencia sujeta a las condiciones de necesidad.

La naturaleza de estos dominios determina una ordenación jerárquica ineludible. Lo económico o dominio de la necesidad debe someterse a las regulaciones de la virtud; y la virtud, a su vez, a las exigencias de la verdad.

La necesidad no puede lograr categoría humana si no recibe la regulación de la virtud; y ésta no puede constituirse en carácter de tal si no surge como una ordenación de la razón; y la razón carece de fundamento sólido si no es afirmada por la Verdad subsistente.

Una civilización que merezca el nombre de tal se constituye por la subordinación jerárquica de los tres valores mencionados: el sabio que considera la verdad; el político que se propone imponer la virtud; el económico que cuida del bienestar del cuerpo. Y los tres símbolos que encierran todo lo humano son: el Saber, el Poder y la Riqueza.

La cultura, el humanismo, merece el nombre de tal sólo si culmina en la posesión del Soberano Bien.

Esta verdadera cultura está por encima de la política, la presupone necesariamente y la dirige como la contemplación dirige y gobierna la acción.

La política presupone la economía y también la dirige como la ética regula las fuerzas mecánicas e instintivas del hombre.

En esta subordinación jerárquica estriba la salud de estos valores y de toda civilización. Si la cultura rompe el lazo que la une con Dios, se constituye en fin de sí misma, y se profana, llevando la rebelión y la anarquía al dominio del Saber.

La civilización queda entonces entregada a la pura fuerza del Poder. El poder político pierde su razón de instrumentalidad y se convierte en fin en sí mismo, y como erigido en valor absoluto, el poder político, cuya esencia es servir, no puede mantenerse, es necesariamente suplantado por las fuerzas inferiores de lo económico y la sociedad, presa del materialismo, camina hacia la desintegración.

Si la Verdad no logra mantener el centro de la unidad en el conjunto social, pronto se constituirá otro principio de unidad, que será el Poder, o el Dinero, o el Placer o el Trabajo. Pero esa sociedad descentrada de su verdadero fin quedará a merced de rebeliones profundas que acabarán por fragmentarla y disolverla en un proceso sin fin de anarquía y tiranía.

Las tres revoluciones posibles

Tomado del libro del Padre Meinvielle: El comunismo en la Revolución Anticristiana

Un orden normal de vida es un orden esencialmente jerárquico, una jerarquía de servicios. Y el orden jerárquico integra en la unidad lo múltiple: las familias se integran en la unidad de las corporaciones; las corporaciones en la unidad de la nación bajo un mismo régimen político; las naciones en la unidad de la Cristiandad por la adoración del mismo Dios.

Si el orden normal es jerarquía, la anormalidad es violación de la jerarquía y, al mismo tiempo, atomización, porque al romper la jerarquía se rompe el principio de unidad y se deja libre expansión a las causas de multiplicación, que son las inductoras de la muerte.

¿Cuántos y cuáles tipos de anormalidad son esencialmente posibles?

Tres y sólo tres son las revoluciones posibles, a saber:

1ª) Que lo natural se rebele contra lo sobrenatural, o la aristocracia contra el sacerdocio, o la política contra la teología = REVOLUCION PROTESTANTE

2ª) Que lo animal se rebele contra lo natural, o la burguesía contra la aristocracia, o la economía contra la política = REVOLUCION FRANCESA

3ª) Que lo algo se rebele contra lo animal, o el artesanado contra la burguesía = REVOLUCION COMUNISTA

En la primera revolución, si lo político se rebela contra lo teológico, ha de producirse una cultura de expansión política, de expansión natural o racional monárquica y al mismo tiempo de opresión religiosa.

Es precisamente la cultura que se inaugura con el Renacimiento, y que se conoce con los nombres de:

  • Humanismo
  • Racionalismo
  • Naturalismo
  • Absolutismo.

En la segunda revolución, si lo económico-burgués se rebela contra lo político, ha de producirse una cultura de expansión económica, de expansión animal, de expansión burguesa, de expansión de lo positivo y de opresión de lo político y racional.

Es precisamente la cultura que se inaugura con la Revolución Francesa, y que se conoce con los nombres de:

  • Economicismo
  • Capitalismo
  • Positivismo
  • Animalismo
  • Siglo Estúpido
  • Democracia
  • Liberalismo.

En la tercera revolución, si lo económico-proletario se rebela contra lo económico-burgués, ha de producirse una cultura de expansión proletaria, de expansión materialista y de opresión burguesa.

Es precisamente la cultura que se inaugura con la Revolución Comunista, y que se conoce con los nombres de:

  • Comunismo
  • Materialismo dialéctico
  • Guerra al capitalismo
  • Guerra a la burguesía.
  • Revolución última y caótica, porque el hombre no afirma cosa alguna, sino que se vuelve y destruye.
  • Destruye la religión, el Estado, la propiedad, la familia, la Verdad.
  • Destruye y va al nihilismo…

Para comprender cómo se opera el paso de la sociedad cristiana a la nueva sociedad universal debemos considerar el punto de partida, el punto de llegada, el proceso intermedio y el instrumento que opera la transformación.

El punto de partida lo constituye la sociedad asentada sobre los valores esenciales de toda sociedad, perfectamente diferenciados y jerárquicamente subordinados: la autoridad de la Iglesia, el poder político, las clases económicas.

Los cuatro estados del antiguo régimen: clero, nobleza, burguesía y artesanado.

Cuatro estados esencialmente diversos entre sí porque responden a cuatro funciones esencialmente diversas, unidas por una común cooperación.

El punto de llegada ha de constituirlo una sociedad universal sin diferencias religiosas, nacionales, económicas y de sexos.

Un igualitarismo universal en una común participación de bienes materiales, como vivienda, confort, alimentos, vestidos y placeres.

Una común participación hacia la universal y absoluta desintegración.

El proceso de la transformación está señalado por las tres revoluciones: religiosa, política y económica.

Es decir por la destrucción de la supremacía sobrenatural de la Iglesia en la Reforma; por la destrucción del Poder Político operada por la Revolución Francesa; por la eliminación de la burguesía de la vida social por la Revolución comunista.

El instrumento de la transformación es la trilogía libertad, igualdad y fraternidad.

Si se aplica esta trilogía a una sociedad cristiana que comporta desigualdades económicas, políticas y religiosas, en virtud de su acción desaparecerá primero la jerarquía religiosa y quedará una sociedad de libre examen, secularizada, entregada al absolutismo del poder público.

Si a esta sociedad absolutista y autoritaria se la aplica la trilogía, desaparecerá el poder público y quedará entregada al dominio teórico de las muchedumbres, pero efectivo y práctico de las oligarquías adineradas, es decir, de la burguesía.

Le llega entonces el turno a la clase proletaria, es decir, a una nivelación más universal, universalización de naciones, profesiones, sexos y condiciones, esto es, a la supresión teórica de toda autoridad, lo que significa en la práctica el reinado legal de la astucia y de la fuerza en manos de una camarilla internacional que prepara la entronización, a su vez, del amo del mundo.

Misa de un sacerdote refractario durante la persecución religiosa de la Revolución Francesa

La actitud oficial de la Iglesia frente a la revolución

Tomado del libro del Padre Meinvielle De Lamennais a Maritain

¿Cuál ha sido la actitud de la Iglesia frente al proceso Revolucionario?

Podemos sintetizar dicha actitud en la siguiente proposición, que iremos documentando por parte:

a) Existe un proceso histórico, esencialmente anticristiano, que tiene por objetivo destruir la Civilización Cristiana.
b) Civilización Cristiana formada por la Iglesia y que alcanzó su esplendor en la Europa cristiana.
c) Para substituirla por una civilización anticristiana que pisotea los principios del Derecho público eclesiástico —el Evangelio auténtico y no el pseudo-evangelio masónico— y erige los principios del Derecho Nuevo o Derechos del Hombre.
d) Derecho Nuevo, que proviene de los errores del naturalismo, largamente condenados.
e) Civilización anticristiana, cuyos jalones lo señalan la Reforma, el Filosofismo, la Revolución Francesa, el Liberalismo, el Socialismo y el Comunismo, obra de los francmasones.
f) La Revolución Francesa representa en la historia cristiana una gran conversión de las cosas que removió los fundamentos de la Sociedad Cristiana.

De acuerdo a las enseñanzas pontificias, que abarcan una serie continuada de documentos públicos del Alto Magisterio eclesiástico, exponemos lo siguiente:

a) Existe un proceso histórico esencialmente anticristiano que tiene por objetivo destruir la Civilización Cristiana.

La Iglesia ha gustado colocar esta lucha, en una grandiosa perspectiva de la historia universal.

Por esto León XIII en la célebre Encíclica Humanum Genus, contra los francmasones, escribe:

El humano linaje, después de haberse, por envidia del demonio, miserablemente separado de Dios, creador y dador de los bienes celestiales, quedó dividido en dos bandos diversos y adversos, de los cuales el uno combate asiduamente por la verdad y la virtud y el otro por cuanto es contrario a la virtud y a la verdad.

El uno es el reino de Dios en la tierra, es decir, la verdadera Iglesia de Jesucristo, a la cual quien quisiese estar adherido de corazón y según conviene para la salvación necesita servir a Dios y a su unigénito Hijo con todo su entendimiento y toda su voluntad; el otro es el reino de Satanás, bajo cuyo imperio y potestad se encuentran todos los que, siguiendo los funestos ejemplos de su caudillo y de nuestros primeros padres rehúsan obedecer a la ley divina y eterna y acometen empresas contra Dios y prescindiendo de Dios.

Agudamente conoció y describió Agustín estos dos reinos a modo de dos ciudades de contrarias leyes y deseos, comprendiendo con sutil brevedad la causa eficiente de una y otra con estas palabras: “Dos amores edificaron dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios edificó la ciudad terrena; el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo, la celestial”.

Después de demostrar la trascendencia histórica de esta lucha verdaderamente universal que se conecta con el primer origen del mal en la Creación, prosigue el Pontífice:

Durante toda la continuación de los siglos contienden entre sí con varias y múltiples armas y peleas, aunque no siempre con igual ímpetu y ardor.

En nuestros días, todos los que favorecen la peor parte parecen conspirar a una y pelear con la mayor vehemencia, siéndole guía y auxilio la sociedad que llaman de los masones, extensamente dilatada y firmemente constituida. Sin disimular ya sus intentos, audazmente se animan contra la majestad de Dios, maquinan abiertamente y en público la ruina de la Santa Iglesia, y esto con el propósito de despojar, enteramente, a los pueblos cristianos de los beneficios que les granjeó Jesucristo, nuestro Salvador.

No obstante la Iglesia, con el favor indefectible de Jesucristo que le ha prometido su asistencia hasta el fin de los siglos, no subestima el peligro de esta lucha, y así escribe Benedicto XV:

Después de los tres primeros siglos, en los que el orbe fue regado con la sangre de los cristianos, nunca se halló en tanto peligro la Iglesia como ha comenzado a estarlo a fin del siglo XVIII.

Y prosigue León XIII en Humanum Genus:

Así que en espacio de siglo y medio la secta de los masones se ha apresurado a lograr aumentos mayores que cuanto podía esperarse, y entrometiéndose por la audacia y el dolo en todos los órdenes de las repúblicas, ha comenzado a tener tanto poder que parece haberse hecho casi dueña de los Estados.

De tan rápidos y terribles progresos se ha seguido en la Iglesia, en la potestad del príncipe y en la salud pública la ruina prevista muy de atrás por nuestros predecesores, y esto ha llegado a punto de temer grandemente para el venidero, no ciertamente por la Iglesia, cuyos fundamentos son bastante firmes para que puedan ser socavados por esfuerzos humanos, sino por aquellas mismas naciones en que logra grande influencia la secta de que hablamos u otras semejantes que se agregan como auxiliares y satélites.

Que esta lucha se entable no sólo contra la Iglesia, sino contra la Civilización Cristiana, lo declara San Pío X en Il Fermo Proposito:

La civilización del mundo es civilización cristiana; tanto es más verdadera y fecunda en preciosos frutos, cuanto es genuinamente cristiana; tanto más declina, con daño inmenso del bienestar social, cuanto más se substrae a la idea cristiana… No hace falta decir qué linaje de prosperidad y bienestar de paz y concordia, de respetuosa sumisión a la autoridad y de acertado gobierno se lograría y florecería en el mundo si pudiera efectuarse por entero la cabal idea de la civilización cristiana. Mas una vez admitida la guerra continua de la carne contra el espíritu, de las tinieblas contra la luz, de Satanás contra Dios, no es de esperar tamaña fortuna, al menos en su plenitud. Pues a la pacífica conquista de la Iglesia se van haciendo infracciones continuas tanto más dolorosas y funestas cuanto la humana sociedad propende más a regirse por principios adversos al concepto cristiano, hasta apostatar totalmente de Dios.

b) Civilización Cristiana formada por la Iglesia, que alcanzó su esplendor en la Europa cristiana.

Y Benedicto XV, en su magnífica encíclica sobre la paz, Pacem Dei Munus, dice:

Y así, por la historia sabemos que los antiguos pueblos bárbaros de Europa, desde que en ella penetró el espíritu de la Iglesia, suavizándose poco a poco las múltiples y máximas diferencias entre ellos mismos, y desapareciendo sus discordias, se unieron para la formación de una sociedad homogénea, y nació la Europa cristiana que, guiada y bendecida por la Iglesia, reteniendo la variedad de naciones, arribó a una unidad fomentadora de prosperidad y grandeza. Preclaramente dice a este propósito San Agustín: “Esta celeste ciudad, mientras peregrina por la tierra, llama a los ciudadanos de todas las naciones y forma una peregrina sociedad con variedad de lenguas, no preocupándole la diversidad de costumbres, leyes e instituciones con que la paz terrena se logra o se sostiene, sin rescindir nada de esto ni destruirlo, antes conservándolo y continuándolo, pues lo que es diverso en las diversas naciones se ordena al mismo fin de la terrena paz, siempre que no estorbe a la religión que enseña a adorar a Dios, uno, sumo, y verdadero”.

Y así, el mismo Santo Doctor habla a la Iglesia: “Tú unes ciudadanos con ciudadanos, naciones con naciones y a todos los hombres, recordando a sus primeros padres, no sólo en sociedad, sino en cierta fraternidad”.

Y Pío XII, en Summi Pontificatus:

Ciertamente que cuando Europa fraternizaba, en idénticos ideales recibidos de la predicación cristiana, no faltaron disensiones, sacudimientos, y guerra que la desolaran; pero, tal vez, jamás se experimentó más penetrante el desaliento de nuestros días, sobre la posibilidad de arreglo; estando viva entonces aquella conciencia de lo justo y de lo injusto, de lo lícito y de lo ilícito, que posibilita los acuerdos, mientras referían el desencadenarse en las pasiones y dejar abierta la vía a una honesta inteligencia.

En nuestros días, por el contrario, las disensiones no provienen únicamente del ímpetu de pasiones rebeldes, sino de una profunda crisis espiritual, que ha trastornado los sanos principios de la moral privada y pública.

Ya León XIII, explicando los principios rectores de la ciudad cristiana que hoy, como en la Edad Media, han de sostener y a los cuales han de ajustar su acción los católicos que no se fundamentan precisamente sobre la libertad y la fraternidad universal, sino sobre la concordia del sacerdocio y del imperio, sobre la Iglesia y el Estado, felizmente concertados, escribe en Inmortale Dei:

Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. Entonces aquella energía propia de la sabiduría cristiana, aquella su divina virtud, había compenetrado las leyes, las instituciones, las costumbres de los pueblos, infiltrándose en todas las clases y relaciones de la sociedad; la religión fundada por Jesucristo, colocada firmemente sobre el grado de honor y de altura que le corresponde, florecía en todas partes, secundada por el grado y adhesión de los príncipes y por la tutelar y legítima deferencia de los magistrados; y el sacerdocio y el imperio, concordes entre sí departían con toda felicidad en amigable consorcio de voluntades e intereses.

Organizada de este modo la sociedad civil, produjo bienes muy superiores a toda esperanza.

Todavía subsiste la memoria de ellas, y quedará consignada en un sinnúmero de monumentos históricos, ilustres e indelebles, que ninguna corruptora habilidad de los adversarios podrá nunca desvirtuar ni obscurecer.

Si la Europa cristiana domó las naciones bárbaras y las hizo pasar de la fuerza a la mansedumbre, de la superstición a la verdad; si rechazó victoriosa las irrupciones de los mahometanos, si conserva el cetro de la civilización, y ha sabido ser maestra y guía del resto del mundo para descubrir y enseñarle todo cuanto podía redundar en pro de la humana cultura; si ha procurado a los pueblos el bien de la verdadera libertad en sus diferentes formas; si con muy sabia providencia ha creado tan numerosas y heroicas instituciones para aliviar a los hombres en sus desgracias, no hay que dudarlo, todo ello lo debe agradecer grandemente a la religión, que le dio para excogitar e iniciar tamañas empresas, inspiración y aliento, así como auxilio eficaz y constante para llevarlas a cabo.

c) Una civilización anticristiana que pisotea los principios del Derecho público eclesiástico —el Evangelio auténtico y no el pseudo-evangelio masónico— y erige los principios del derecho nuevo o Derecho del Hombre.

Después de exponer León XIII, en Inmortale Dei, en forma magistral, los grandes principios de la ciudad cristiana, en que eran primera y públicamente reconocidos los derechos de Dios, cuya representación en la tierra ejerce por disposición divina, la Santa Iglesia, pasa a exponer los principios del Derecho Nuevo que rige la ciudad moderna anticristiana y escribe:

Pero las dañosas y deplorables novedades promovidas en el siglo XVI, habiendo primeramente trastornado las cosas de la religión cristiana, por natural consecuencia vinieron a trastornar la filosofía, y por ésta, todo el orden de la sociedad civil.

De aquí, como de fuente, se derivaron aquellos modernos principios de libertad desenfrenada inventados en la gran revolución del pasado siglo y propuestos como base y fundamento de un derecho nuevo, nunca jamás conocido, y que disiente en muchas de sus partes no solamente del derecho cristiano, sino también del natural.

Cuáles sean estos principios, los puntualiza a continuación el Pontífice:

Supremo entre tales principios es el de que todos los hombres son iguales; que cada cual es dueño de sí mismo; que pueden pensar libremente lo que quieran; que nadie tiene derecho de mandar sobre los demás; que no hay más origen de autoridad que la voluntad del pueblo; que el Estado no es más que una muchedumbre maestra y gobernadora de sí misma; que no profesa públicamente ninguna religión; que ha de haber la libertad de conciencia, la libertad de culto, la libertad de pensar, y la libertad de imprenta.

d) Derecho Nuevo que proviene de los errores del naturalismo, largamente condenados.

Un grueso volumen sería menester para contener los documentos de la Cátedra Romana que, en forma ininterrumpida, viene condenando los errores del Derecho Nuevo, desde Clemente XII (In Eminenti), denuncia a los franc-masones y sus teorías naturalistas, Benedicto XIV, Pío VI que, en reiterados documentos reprueba la impiedad de la Revolución Francesa, Pío VII, León XII, Gregorio XVI, el gran Pío IX, con medio centenar de encíclicas o alocuciones condenatorias de los errores modernos, catalogados luego en el famoso Syllabus de 1864, León XIII en sus magistrales encíclicas, San Pío X en la Pascendi y en el Sillon, Benedicto XV, Pío XI en documentos recientes hasta Pío XII en su gran encíclica Summi Pontificatus y en sus no menos valiosas alocuciones.

Estos errores, en lo que se refiere al derecho público, pueden resumirse con las palabras de León XIII (en Humanus Genus) contra los franc-masones:

Vienen en seguida los principios de ciencia política. En este género estatuyen los naturalistas que los hombres todos tienen iguales derechos y son de igual condición en todo; que todos son libres por naturaleza; que ninguno tiene derecho para mandar a otro, y el pretender que los hombres obedezcan a cualquiera autoridad que no venga de ellos mismos es propiamente hacerles violencia. Todo está, pues, en manos del pueblo libre; la autoridad existe por mandato o concesión del pueblo: tanto que, mudada la voluntad popular, es lícito destronar a los príncipes aún por fuerza. La fuente de todos los derechos y obligaciones civiles está o en la multitud o en el Gobierno de la nación, informado, por supuesto, según los nuevos principios. Conviene, además, que el Estado sea ateo; no hay razón para anteponer una u otra entre las varias religiones, sino todas han de ser igualmente consideradas.

Y que todo esto agrade a los masones del mismo modo, y quieran ellos constituir las naciones según este modelo, es cosa tan conocida que no necesita demostrarse. Con todas sus fuerzas e intereses lo están maquinando así hace mucho tiempo, y con esto hacen expedita el camino a otros más audaces que se precipitan a cosas peores, como que procuran la igualdad y comunión de toda la riqueza, borrando así del Estado toda diferencia de clases y fortunas.

Iniciación masónica

e) Civilización anticristiana, cuyos jalones lo señalan la Reforma, el Filosofismo, la Revolución Francesa, el Liberalismo, el Socialismo y el Comunismo.

LA REFORMA. “… las doctrinas inventadas por los modernos…, como otros tantos acicates, estimulan las pasiones populares, que se engríen y se insolentan precipitándose por fácil pendiente a los ciegos movimientos y abiertas sediciones, amenazando la vida misma de los Estados. Lo cual se comprueba con lo que sucedió en los tiempos de la llamada Reforma…” (Diuturnum illud).

FILOSOFISMO. “Pero después que aquellos que se gloriaban con el nombre de filósofos atribuyeron al hombre cierta desenfrenada libertad y se empezó a formar y sancionar un Derecho Nuevo, contrario a la ley natural y divina” (Quod Apostolici Muneris).

REVOLUCIÓN FRANCESA. “De aquí, como de fuente, se derivaron aquellos modernos principios de libertad desenfrenada, inventados en la gran revolución del pasado siglo…” (Inmortale Dei).

LIBERALISMO. “Hay muchos imitadores de Lucifer, cuyo es aquel nefando grito no serviré, que con nombre de libertad defienden una licencia absurda… Y quieren ser llamados liberales” (Libertas).

SOCIALISMO Y COMUNISMO. “De aquella herejía nació en el pasado siglo el filosofismo, el llamado derecho nuevo, la soberanía popular y, recientemente, una licencia, incipiente e ignara, que muchos califican sólo de libertad; todo lo cual ha traído estas plagas, que se llaman comunismo, socialismo y nihilismo, tremendos monstruos de la sociedad civil, cuyos funerales parecen. Y sin embargo muchos se esfuerzan por extender y dilatar el imperio de tantos males, y so color de favorecer los intereses de las muchedumbres, promovieron no pocos incendios de calamidades” (Diuturnum illud).

Podríamos contentarnos con esto para nuestros propósitos. Pero es menester, en estos momentos en que la lucha alcanza su punto culminante y en que la impiedad, dueña casi absoluta de todo el poder universal, está a punto de entronizar la ciudad anticristiana universal, preparada desde los días de Caín, tomar conciencia de este momento dramático de expectación entre las potestades aéreas, de que habla el apóstol (Efesios, II, 2), no sea que esta hora de tinieblas sea interpretada por algunos como de esplendor cristiano.

Hoy la lucha, tiene como objetivo inmediato la dominación de la ciudad temporal, para hacerla entrar bajo el poder del Anticristo. Es una lucha por el desorden anticristiano que hoy tiene su expresión concreta máxima en el Comunismo y en aquellos movimientos que llevan a él, como el liberalismo y socialismo.

Esta es una verdad que no se puede desconocer después que Pío XI la ha puesto de manifiesto en las encíclicas Caritate Christi del 3 de mayo de 1932 y en Divini Redemptoris del 19 de marzo de 1937.

Célebre es la enseñanza del Papa:

“Procurad —dice—, venerables hermanos, que los fieles no se dejen engañar. El comunismo es intrínsecamente perverso y no se puede admitir que colaboren con él en ningún terreno los que quieren salvar la civilización cristiana”.

Y como alguien, valiéndose de sutiles distinciones pudiera desvincular la idea comunista del estado bolchevique, el Papa tiene la precaución de identificarlos y así habla en repetidos pasajes del comunismo soviético o bolchevique, o moscovita.

Es decir que, en concreto, la lucha se entabla hoy entre la Civilización Cristiana, reino de la Iglesia, y el comunismo ateo bolchevique, con su cabeza, por ahora, en Rusia, reino del Anticristo.

Por esto Pío XI aplica al comunismo, a quien llama el mal más tremendo de nuestros tiempos (Caritate Christi) los caracteres propios del Anticristo.

Así dice en la Caritate Christi: “… ese odio satánico contra la religión, que recuerda el mysterium iniquitatis de que nos habla San Pablo” (II Tes. II, 7).

Y en la Divini Redemptoris escribe: “Y es esto, lo que por desgracia, estamos viendo: por la primera vez en la Historia, asistimos a una lucha fríamente calculada y cuidadosamente preparada «contra todo lo que es divino»”, aludiendo al pasaje de la IIª Carta de San Pablo a los fieles de Tesalónica donde el apóstol se refiere al Anticristo, con estos términos: “Nadie os engañe en ninguna manera: porque si no viniere primero la apostasía, y se descubriere primero el hijo de perdición, el que lucha contra todo lo que es divino…”.

El parentesco del comunismo con el liberalismo lo apunta el Pontífice en la misma carta cuando escribe: “Y para explicar cómo ha conseguido el comunismo que las masas obreras lo hayan aceptado sin examen, conviene recordar que éstas estaban ya preparadas por el abandono religioso y moral en que las había dejado la economía liberal… Ahora pues, se recogen los frutos de errores tantas veces denunciados por nuestros predecesores y por Nos mismos, y no hay que maravillarse de que en un mundo tan hondamente descristianizado desborde el error comunista”.

Estas autorizadas consideraciones que podrían ser más documentales y precisas si lo permitiera la estrechez de este estudio, nos muestran que hay una continuidad en la acción de los que a través de los siglos combaten contra la Civilización Cristiana.

Esto es ya suficiente para pensar que hay un centro de actividad común que dirige esta lucha.

La Cátedra Romana no ha dejado de denunciarlo con toda claridad.

Así dice Pío XI (Divini Redemptoris): “Además esta difusión tan rápida de las ideas comunistas que se infiltran en todos los países, lo mismo grandes que pequeños, en los cultos como en los menos desarrollados, de modo que ningún rincón de la tierra se ve libre de ellas, se explica por una propaganda verdaderamente diabólica, cual el mundo tal vez jamás ha conocido: propaganda dirigida desde un solo centro y adaptada habilísimamente a las condiciones de los diversos pueblos”.

Es este centro el que ha sometido a Rusia bajo el yugo comunista como lo declara el Pontífice: “Pero con esto no queremos en modo alguno condenar en masa a los pueblos de la Unión Soviética, por los que sentimos el más vivo afecto paterno. Sabemos que no pocos de ellos gimen bajo el duro yugo impuesto a la fuerza por hombres en su mayoría extraños a los verdaderos intereses del país, y reconocemos que otros muchos han sido engañados con falaces esperanzas. Condenamos el sistema y a sus autores y fautores, las cuales han considerado a Rusia como terreno más apto para poner en práctica un sistema elaborado desde hace decenios, y de allí siguen propagándolo por todo el mundo”.

De aquí que sería grave error considerar el comunismo bolchevique como un sistema erróneo y peligroso —uno de tantos— desvinculado de otros…; es el peligro más grave y fundamental porque es el sistema excogitado para ser opuesto a la Civilización Cristiana, por aquellos que controlan y dirigen la lucha secular contra la Iglesia y la Civilización Cristiana.

De aquí que el mismo Pío XI en su Divini Redemptoris tenga especial cuidado en vincular el comunismo bolchevique con el comunismo que aparece en 1846 y aún con las otras fuerzas descristianizadoras.

Dice así Pío XI:

Desde los tiempos en que algunos círculos ocultos pretendieron libertar la civilización humana de las cadenas de la moral y de la religión, nuestros Predecesores llamaron abierta y explícitamente la atención del mundo sobre las consecuencias de la descristianización de la sociedad humana. Y por lo que hace al comunismo, ya desde 1846 nuestro Predecesor Pío IX, de santa memoria, pronunció una solemne condenación, confirmada después en el Syllabus, contra «la nefanda doctrina del llamado comunismo, tan contraria al mismo derecho natural; la cual, una vez admitida, llevaría a la radical subversión de los derechos, bienes y propiedades de todos, y aún de la misma sociedad humana».

Más tarde otro Predecesor nuestro de inmortal memoria, León XIII, en la encíclica Quod Apostolici Muneris, lo definía «mortal pestilencia que se infiltra por las articulaciones más íntimas de la sociedad humana y la pone en peligro de muerte»; y con clara visión indicaba que las corrientes ateas entre las masas populares en la época del tecnicismo, traían su origen de aquella filosofía, que de siglos atrás trataba de separar la ciencia y la vida de la fe y de la Iglesia.

Resulta entonces que, de acuerdo a las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia, el comunismo ateo moscovita, enemigo número uno de la Civilización Cristiana, está vinculado con el comunismo que hace su entrada en la historia en 1846 con los conatos revolucionarios de entonces y con la justificación científica que le buscan Marx y Engels.

Está vinculado asimismo con el liberalismo y el filosofismo, que trabajan desde los primeros años del siglo XVIII en esta obra de destrucción de la Civilización Cristiana.

Y aquí uno se pregunta: ¿puede explicarse esta campaña sistemáticamente continuada contra la Iglesia y la Civilización Cristiana, a través de centurias, si no hay un mismo y continuado cerebro que excogita y una misma y continuada mano que ejecuta?

Para develarnos este misterio fue escrita por León XIII la Humanum Genus, donde nos dice:

Durante la continuación de los siglos contienden entre sí con varias y múltiples armas y peleas aunque no siempre con igual ímpetu y ardor. En nuestros días, todos los que favorecen la peor parte parecen conspirar a una y pelear con la mayor vehemencia, siéndoles guía y auxilio la sociedad que llaman de los masones, extensamente dilatada y firmemente constituida.

Y para que nadie pueda imaginar que el Pontífice se refiere a enemigos momentáneos de la Iglesia y no a enemigos continuados que llevan su labor a través de una acción perseverante de siglos y en las más diversas situaciones y lugares, invoca León XIII los Documentos de sus Predecesores diciendo:

Los Romanos Pontífices nuestros antecesores, velando solícitos por la salvación del pueblo cristiano, conocieron bien pronto quién era y qué quería este capital enemigo apenas asomaba entre las tinieblas de su oculta conjuración; y como declarando su santo y seña, amonestaron con previsión a príncipes y pueblos que no se dejaran prender en las malas artes o asechanzas preparadas para engañarlos.

Dióse el primer aviso del peligro el año 1738 por el Papa Clemente XII, cuya constitución confirmó y renovó Benedicto XIV.

Pío VII siguió las huellas de ambos, y León XII, incluyendo en la Constitución Apostólica Quo Graviora lo decretado en esta materia por los antecesores, lo ratificó y confirmó para siempre.

Pío VIII, Gregorio XVI y Pío IX, por cierto repetidas veces, hablaron en el mismo sentido.

Destaca a continuación el Pontífice el poderío que ha alcanzado esta secta, “entrometiéndose por la audacia y el dolo en todos los órdenes de la república hasta el punto que parece haberse hecho casi dueña de los Estados”, y explica luego cómo se ayuda en su labor de otras sociedades.

Hay varias sectas que, si bien diferentes en nombre, ritos, formas y origen, unidas entre sí por cierta comunión de propósito y afinidad entre sus opiniones capitales, concuerdan de hecho con la secta masónica, especie de centro de donde todas salen y adonde vuelven. Estas, aunque aparenten no querer en manera alguna ocultarse en las tinieblas, y tengan sus juntas a vista de todos y publiquen sus periódicos, con todo, bien miradas son un género de sociedades secretas, cuyos usos conservan… Con estas mentidas apariencias y arte constante de fingimiento, procuran los masones con todo empeño, como en otro tiempo las maniqueos, ocultarse y no tener otros testigos que los suyos. Buscan hábilmente subterfugios, tomando la máscara de literatos y sabios que se reúnen para fines científicos; hablan continuamente de su empeño por la civilización, de su amor por la ínfima plebe; que su único deseo es mejorar la condición de los pueblos y comunicar a cuantos más puedan las ventajas de la sociedad civil.

Debajo de estos títulos humanitarios y fraternales se esconden los malévolos intentos, como dice León XIII, de “acabar con la religión y la Iglesia conservada perennemente por el mismo Dios, y resucitar después de dieciocho siglos las costumbres y doctrinas gentílicas”.

Estas fuerzas ocultas son denunciadas también por Pío XI en importantes documentos, como promotoras de la destrucción de la Civilización Cristiana.

Hablando del comunismo en la Divini Redemptoris y examinando las causas de su propagación, añade:

Una tercera y poderosa ayuda de la difusión del comunismo es esa verdadera conspiración del silencio ejercida por una parte de la prensa mundial no católica. Decimos conspiración, porque no se puede explicar de otro modo el que una prensa tan ávida de poner en relieve aún los más menudos incidentes cotidianos, haya podido pasar en silencio durante tanto tiempo los horrores cometidos en Rusia, en México y también en gran parte de España y hable relativamente poco de una organización mundial tan vasta cual es el comunismo moscovita. Este silencio se debe en parte a razones de una política menos previsora y está apoyado por varias fuerzas ocultas que, desde hace tiempo, tratan de destruir el orden social cristiano.

A la luz de estas enseñanzas del alto Magisterio eclesiástico, aparece claro que existe una continuidad, a través de los siglos, en los agentes terrestres del diablo que ayer con el protestantismo y el filosofismo y la Revolución Francesa, luego con el liberalismo y el socialismo, hoy con el comunismo, trabajan por demoler la Ciudad Cristiana.

Se podría ahondar más profundamente la investigación e inquirir si detrás de las sectas masónicas no hay todavía la acción de agentes más secretos que trabajan contra Cristo desde que apareció sobre la tierra y fue colocado como signo de contradicción (Ver El judío en el misterio de la historia y El Comunismo en la revolución anticristiana).

Pero para el fin de nuestro estudio, nos basta detenernos en la masonería y el comunismo que trabajan de consuno.

Advirtamos sí, cómo hay que denunciar francamente a los enemigos emboscados en los muros mismos de la Ciudad Cristiana, quienes, bajo las apariencias de un cristianismo desleído y dulzón, más compasivo con los no católicos que con los católicos, cargan a éstos las culpas de la descristianización de la vida.

Sin duda que todos tenemos culpa de que Jesucristo no sea más amado y glorificado. Pero ese afán sistemático, introducido por Berdiaeff, y continuado por Maritain, de echar las culpas a los católicos de los males del liberalismo y del comunismo, no deja de ser sospechoso; porque con esa táctica, típica del padre de la mentira, vestido de ángel de luz, se echa una cortina de humo sobre los verdaderos agentes de la disolución social que, así escudados, pueden trabajar más aceleradamente en la destrucción de la Cristiandad.

A nadie ha de admirar entonces que la Iglesia venga repitiendo con Benedicto XIV en Providas, Pío VII en Ecclesiam, León XII en Quo Graviora, Pío IX en Multiplices, León XIII en Humanum Genus, las terribles condenaciones contra los franc-masones, llevadas por Clemente XII, en In eminenti, del 28 de abril de 1738:

Por esto, Nos prohibimos seriamente y en virtud de santa obediencia a todos y a cada uno de los fíeles de Jesucristo de cualquier estado, grado, condición, rango, dignidad y preeminencia, que sean, laicos o eclesiásticos, seglares o regulares, hasta aquellos de quienes se deba hacer específica e individual mención, el atreverse o presumir entrar bajo cualquier pretexto, o bajo cualquier color, en las predichas sociedades de franc-masones, o llamadas con otro nombre, o propagarlas, favorecerlas, recibirlas en sus casas, o darles asilo y ocultarlas en otra parte, estar inscripto en las mismas o agregado, o asistir en ellas, o bien darles poder y medios de reunirse, facilitarles cosa alguna, darles consejo, favor o ayuda pública o secretamente, directa o indirectamente, por sí o por otros, de cualquier manera que sea, como también exhortar a otros, inducirlos, provocarlos, o persuadirlos, a que se hagan inscribir en esta clase de sociedades, hacerse miembros suyos, y asistir a las mismas, ayudarlas, favorecerlas, de cualquier modo que sea: y les ordenamos absolutamente, que se abstengan del todo de estas sociedades, asambleas, reuniones, agregaciones o conventículos bajo pena de excomunión por todos los contraventores (como se ha dicho arriba) en la que incurrirán ipso facto, y sin ninguna otra declaración, de la que (fuera del artículo de la muerte), sólo de Nos, o de los Romanos Pontífices, que existan en aquel entonces, podrá recibir la absolución.

Asesinato de Luis XVI en la Revolución Francesa

f) La Revolución Francesa representa en la historia cristiana una gran conversión de las cosas que removió los fundamentos de la sociedad cristiana.

La Ciudad de Dios — la Civilización Cristiana — y la ciudad del hombre — han coexistido durante los siglos cristianos como el trigo y la cizaña. Pero hasta la Revolución Francesa la norma pública de vida entre los pueblos cristianos era impuesta por la Ciudad de Dios.

Las herejías que no dejaron de acechar contra la Ciudad Cristiana y con grandes éxitos parciales, sólo lograron una gran victoria universal en la Revolución Francesa, cuando, reunidos los impíos en terrible conjuración contra Dios y contra Cristo, dijeran; “Rompamos sus ataduras y arrojemos de nosotros su yugo” y resolvieron destruir la antigua Ciudad Cristiana y reemplazarla por otra hecha a medida del hombre.

La impiedad, entonces, transformada en ángel de luz con el pomposo nombre de filosofía, hizo “blanco de sus odios a todos los gobiernos y a todas las instituciones de Europa porque eran cristianos y en la medida en que eran cristianos; un malestar de opinión y un descontento universal se apoderó de todas las cabezas.

En Francia, sobre todo, la rabia filosófica no conoció límites y pronto una sola voz formidable formada por tantas voces reunidas gritó a Dios en medio de la culpable Europa:

¡Déjanos! ¿Será preciso entonces temblar eternamente delante de los sacerdotes y recibir de ellos la instrucción que quieran darnos? La verdad está oculta en toda Europa por el humo del incensario, es tiempo que ella salga de esta nube fatal. No hablaremos más de ti a nuestros hijos. A ellos les tocará cuando hombres, saber si tú existes, quién eres tú y qué quieres de ellos. Todo lo que existe nos disgusta porque tu nombre está escrito sobre todo lo que existe. Queremos destruirlo todo y rehacerlo sin ti. Sal de nuestros consejos, de nuestras academias, de nuestras casas. La razón nos basta. ¡Déjanos! (De Maistre, Ensayo sobre el principio generador de las Constituciones).

El pretexto para instaurar el Nuevo Orden Social fue la libertad, el código, el contrato social; el medio, la demagogia; la razón última, la constitución del Estado ateo y coloso, supremo árbitro de todos los derechos, de todo lo lícito y lo ilícito, dictador omnipotente de lo permitido o prohibido bajo el cual el nombre y culto de Dios será abolido perpetuamente.

A este fin todo se endereza y todos los medios se ordenan; a éste, la destrucción de la familia; a éste, la destrucción de las libertades tanto municipales como provinciales para que sólo quede la potestad del Estado impío sin cuyo imperio no puede mover nadie ni pie ni manos en todo el ámbito del universo.

Este es el fin del intento y no la libertad civil. La libertad es un pretexto, la libertad es un ídolo para seducir al pueblo, ídolo que tiene manos y no palpa, tiene pies y no camina, numen inánime bajo el cual Satanás se prepara a reducir a las gentes a una servidumbre mucho peor que aquella en que se las tuvo en la antigüedad con los ídolos materiales del paganismo (Billot, De Ecclesia Christi).

Y poco hace respecto a este resultado final de la secularización absoluta de la vida las diferencias de medios que pueden emplear los totalitarismos llamados antidemocráticos o democráticos porque la impiedad anida igualmente en las entrañas de unos y de otros y no son sino dos caras —Gog y Magog— de un solo y único personaje, el gran Seductor.

La Revolución Francesa fue la primera gran batalla, de proyección universal, perdida por la Iglesia.

Con ella, por vez primera, se implanta en el corazón de la Cristiandad y en el mundo una civilización anticristiana.

La dirección civilizadora del mundo queda, desde entonces, en manos de la Contra-Iglesia y, desde entonces, se erige como norma de vida civilizadora, un ideal anticristiano.

Antes de 1789 había muchos desvaríos de la inteligencia y gran corrupción de las costumbres, pero los valores sociales erigidos como normas de vida eran católicos y también lo eran las instituciones.

Por el contrario, desde entonces se erigen públicamente como ideal, normas anticristianas y si la verdad y el bien continúan perseverando por la influencia de la Iglesia, ni pueden alcanzar sino una proyección restringida que apenas traspasa la esfera individual.

De aquí que el juicio de la Iglesia sea muy severo respecto a la Revolución Francesa.

Benedicto XV le juzga así, el 7 de marzo de 1917:

Después de aquellos tres primeros siglos en los que el orbe fue regado con la sangre de los cristianos, nunca se halló en tanto peligro la Iglesia como ha comenzado a estarlo a fin del siglo XVIII. Porque infatuadas las inteligencias del pueblo, por obra de la filosofía necia, originada de la herejía y rebelión de los Novadores prorrumpió aquella gran conversión de las cosas que llegó a remover los fundamentos de la sociedad cristiana no sólo en Francia, sino poco a poco en todos los pueblos.

Porque rechazada públicamente la autoridad de la Iglesia, cuando dejó de tenerse a la Religión por guardadora y vindicadora del derecho, del deber y del orden en la ciudad, plugo hacer derivar del pueblo toda autoridad, como de Dios; que todos los hombres son iguales tanto por naturaleza como por derecho; que era lícito lo que a cada cual le pluguiese, con tal que la ley no lo prohibiera; que nada tuviese fuerza de ley sino lo que mandase la multitud; que las libertades sobre todo de opinar respecto a la religión, o de divulgar lo que a uno le agradase no estaban ceñidos por ninguna limitación mientras no se perjudicase a otro. Estos son como los principios en los que, desde entonces, se funda el orden de las ciudades.

Empero cuan perniciosas sean a la sociedad humana nunca se mostró tan claramente como cuando fueron declarados en que, con ellos, las pasiones ciegas y las divisiones de partidos armaron a la multitud.

Ya Pío VI (Breve al Cardenal de la Rochefoucault) había denunciado que lo que pretendía la Asamblea nacional:

… por medio de su Constitución, era aniquilar la Religión Católica y con ella la obediencia debida a los Reyes. A este fin se establece que el hombre puesto en sociedad debe gozar de una libertad absoluta, la que no sólo le da el derecho de no ser jamás inquietado por sus opiniones religiosas, sino que además le concede la facultad de pensar, de decir, de escribir, y hasta de hacer imprimir impunemente en materia de religión todo lo que pueda sugerir una imaginación la más extraviada: derecho monstruoso, que no obstante parece a la Asamblea resultar de la igualdad y de la libertad natural del hombre… Mas para desvanecer a los ojos de la sana razón este fantasma de libertad ilimitada, bastará que digamos, que éste fue el sistema de los valdenses, y de los begardos condenados por Clemente V con aprobación del Concilio Ecuménico de Viena; sistema que más adelante siguieran los wiclefistas y finalmente Lutero, como se desprende de aquellas palabras suyas: Nosotros somos libres de toda especie de yugo.

Y en el Breve del 23 de abril de 1791 el mismo Pontífice condena los famosos Derechos del Hombre con aquella sentencia lapidaria: “Jura illa religioni et societati adversantia. Aquellos Derechos contrarios a la religión y a la sociedad”.

Después de considerar estos graves testimonios del Magisterio de la Iglesia, únicos que deben regular la conducta privada y pública, individual y social de los católicos, cabe preguntarse, ¿cómo es posible que los católicos, y algunos de ellos en los que es lógico suponer conocimiento de esta invariable posición de la Santa Iglesia, que la han defendido en libros que aún circulan como Antimoderne y Théonas, cómo es posible que defiendan hoy otra posición, haciendo escolta a la Revolución?

El Concilio Vaticano da respuesta a esta cuestión cuando en su Constitución Unigenitus Dei Filius, dice:

Por el hecho de esta impiedad que se ha propagado por todas partes, desgraciadamente ha sucedido que aún muchos hijos de la Iglesia Católica se han extraviado del camino de la verdadera piedad y se ha disminuido en ellos el sentido católico con una paulatina disminución de las verdades. Porque arrastrados por varias y peregrinas doctrinas, haciendo una mala mezcla de la naturaleza y de la gracia, de la ciencia humana y de la fe divina, resulta como los hechos lo demuestran, que han depravado el sentido genuino de los dogmas y ponen en peligro la integridad y sinceridad de la fe.

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Entradas anteriores:

Teología de la Historia: Formación de la Civilización Cristiana. La Revolución Anticristiana (1)