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28 junio 2017

Manuel Parra Celaya

Del lenguaje al pensamiento

A veces las asociaciones de ideas son caprichosas: hoy he recordado una pequeña anécdota de mis años de Facultad, allá por los primeros años 70 del siglo pasado. Un profesor de Filología Románica, sacerdote por más señas, estaba explicando la evolución de no sé qué término del latín a las lenguas romances; sin venir mucho a cuento, al tratar de la derivación en italiano, comentó, como entre paréntesis, que Mussolini le había dado cierto giro en su significado para que fuera más acorde con la propaganda del momento; con una sonrisa pícara y cómplice, el catedrático en cuestión dijo algo así como solo las dictaduras se atreven a manipular el lenguaje.

Como ya estábamos en el momento en que una parte del clero entendía que era importante hacer la cusqui al Régimen que le había salvado la existencia y restituido con creces el patrimonio, guiñó el ojo y comentó aspectos lingüísticos tan trascendentes como que, en la inmediata posguerra, había que rotular restaurante en vez de restaurant y poner en las cartas ensaladilla nacional en vez de ensaladilla rusa. Algunos compañeros, recién deslumbrados por el mayo del 68, compartieron el guiño con risitas…

Pasados los años, recapacito acerca de la razón que tenía aquel profesor metido a progre con alzacuellos: solo las dictaduras interfieren y manipulan el lenguaje. Y, en el caso actual, con la clara intención de modificar el pensamiento.

Posiblemente, mi profesor no había leído a Gramsci porque no figuraba como libro de consulta en los Seminarios, los que luego se despoblaron; por lo tanto, no estaba al tanto de esa deconstrucción lingüística que lleva a la deconstrucción del pensamiento, tal y como proponía el pensador italiano, ni del importante papel que signaba a los intelectuales orgánicos y a los que, sin serlo, entraban en la consideración de compañeros de viaje o tontos útiles, en castizo.

Todo esto viene a cuento -ya he dicho que las asociaciones de ideas son caprichosas- con las noticias que me van llegando acerca de los ucases que los legisladores de opereta de las CCAA dictan sobre los modos de expresión en cada uno de las áreas profesionales bajo su jurisdicción (creo que la penúltima es sobre la medicina en Valencia). Todo, según parece, para erradicar toda forma de machismo en la sociedad tradicional.

Estos dictámenes se van uniendo a la selva de disposiciones de rango superior que se ciernen sobre el Código Civil o los Registros administrativos, y, en general, sobre cualquier relación entre el ciudadano y su comunidad.

Son numerosos los artículos que académicos, escritores y periodistas de nivel han vertido sobre esta descarada, estúpida y cursi manipulación de las formas de lenguaje, para que este se acomode a un ideario político y consiga modificar el pensamiento de los humanos; la RAE también ha salido repetidas veces al paso de estos desafueros, pero es inútil: la apisonadora de lo políticamente correcto no piensa ni por asomo respetar ni la norma lingüística ni el sentido común. Y el motivo -repito- es el que desconocía mi profesor de Universidad: no es el pensamiento el que crea el lenguaje, sino este el que conforma a aquel.

Cambiemos los modos de expresión, los sentidos de las palabras, y, paulatinamente, se irán modificando los criterios sobre las cosas de las gentes, tan influidas -según Gramsci- por le cultura heredada que hacen imposible la revolución; dicho en términos rigurosamente marxistas, ataquemos la superestructura y caerá la estructura, y no al revés, como pretendían los ingenuos discípulos de Lenin.

Estas estrategias ya son de aplicación general, y de ellas han hecho abundante uso los nacionalismos, secundados por la escasa inteligencia o la cobardía de sus teóricos opositores. No hace mucho nos hemos enterado del rapapolvo que recibió una locutora de TV3 por proferir la palabra España, en lugar de su obligado sustituto Estado español, aunque la existencia de un manual de estilo separatista ya era sobradamente conocido.

De hecho, toda Administración -local, provincial o autonómica- que se precie se apresura a redactar el susodicho manual de obligado cumplimiento, rompa o no con las reglas lingüísticas académicas; su redacción suele estar a cargo de indocumentados y necios, pero fanáticos, a los que les importa muy poco caer en ridículo porque saben que, bajo ellos, tienen una población sumisa y acrítica, deformada en las aulas invisibles de los medios de difusión y propaganda y, a veces, por desgracia, en otras aulas más formales regidas por esos intelectuales orgánicos.

Por eso no estoy de acuerdo con el gran periodista Carlos Herrera, quien considera que las imposiciones lingüísticas, rayanas en la ridiculez, son un caso de imbecilidad idiomática (El Semanal.18-24 de junio); lo que pasa es que aplicarles su verdadera definición es muy feo de decir en público.

Como antiguo profesor de Lengua me permito un consejo al lector: que haga mangas y capirotes de las normativas políticamente correctas y normas de estilo al uso; que se exprese como mandan otros cánones distintos a los políticos, y que sea capaz de arrugar la nariz y de levantar la voz cuando le intenten imponer ridículos pero intencionados ucases lingüísticos.