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6 marzo 2017 • Prosigue la confusión entre adhesión a una Patria y los cicateros límites de los sentimientos nacionalistas

Manuel Parra Celaya

«…La extensión no importa»

José Ortega y Gasset

Todo nacionalismo es un separatismo, dejó dicho Eugenio d´Ors, y completó el aforismo con las palabras que encabezan este artículo. El filósofo catalán comenzó su andadura pública precisamente en los estrechos límites del catalanismo, que no estaba entonces tan lejano de un regeneracionismo español. Pronto despertó de lo que el poeta Maragall ya había calificado de un hermoso ensueño, que había que vencer para que el catalanismo derivara en españolismo.

Ors centró entonces su aspiración en un término entonces en boga, el imperio, esto es, afán de traspasar fronteras en incesante labor cultural y espiritual. Así, no dudó en sumarse a toda aquella generación del 14 encabezada por Ortega y Gasset para calificar a la Guerra Europea del 14 de contienda civil. Su posterior evolución le adhirió a las tesis joseantonianas, tanto en lo referente al sindicalismo como en el rechazo frontal al nacionalismo, a toda forma de nacionalismo -catalán o supuestamente español-, amplio o estrecho.

Lector incansable de Eugenio d´Ors, de Ortega y Gasset y de José Antonio Primo de Rivera, entre otros, uno se sorprende de que prosiga actualmente la confusión espuria entre adhesión a una Patria como proyecto histórico de universalidad y los cicateros límites de los sentimientos nacionalistas; sorpresa que se entrelaza con el temor ante el reverdecer de estos últimos a lo largo y ancho del mundo, sean reivindicados para pequeñas o grandes extensiones.

Creen los valedores del nacionalismo que con ello hacen frente a la Mundialización, uniformadora, agobiante en su dirigismo sin medida, que desarraiga al hombre de su entorno y, por medio de la Globalización económica del capitalismo, lo aliena y deshumaniza; cuando el mejor antídoto de ese mundialismo es, por el contrario, el anhelo de Universalidad, que viene representado por los proyectos históricos de las Patrias. Esa fue la constante de aquella Monarquía Católica hasta que degeneró en un exótico nacionalismo español, incapaz de superar las tensiones de los territorios que la componían armónicamente.

En efecto, España, en su esencia y en su identidad real, nunca fue nacionalista, sino que su grandeza estribó en lo contrario: cuando se abrió y dio al mundo; como dijo Julián Marías, España -con Portugal- es el único país que ha querido ser europeo, occidental. Los demás lo son, simplemente; España optó por serlo, decidió serlo y persistió en esta decisión sin desmayos. Por eso, al mismo tiempo, quiso ser americana, y asiática, y africana.

Cada vez tengo más claro que la unidad europea, como ultranación, es un objetivo irrenunciable de este momento; con una forma de unificación, como sigue diciendo Marías, abierta hacia Occidente y hacia lo otro; y esto debe estar configurado en un proyecto histórico resultante de la integración de los respectivos proyectos internos de las naciones que la componen, sin que existe incompatibilidad entre estos y aquel.

Es decir, lo contrario de las numerosas tentaciones de brexit que ganan adeptos por doquier a modo de rechazo del Sistema globalizador. Pero, para ello, tanto los proyectos nacionales como el proyecto ultranacional europeo deben estar inspirados en parámetros diferentes de los que están provocando este retroceso histórico de vuelta a los nacionalismos – sean desde la perspectiva de la Unión Jack, desde la añoranza de la grandeur francesa, desde un neo-zarismo ruso, desde la Valonia segregacionista, desde el orgullo del anglosajón-blanco-protestante…o desde los etnicismos vascongados o las esteladas catalanistas; bastaría con que los proyectos abiertos y generosos se sustentaran e inspiraran en las verdaderas raíces -filosóficas, religiosas, culturales, antropológicas, morales- de Occidente, y no en falsificaciones.

La Aldea Global no puede ser contrarrestada por el retorno a lo espontáneo de la Pequeña Aldea, a riesgo de desandar lo recorrido en la búsqueda de la armonía del hombre con su contorno, a riesgo de recaer en los nocivos y siempre nebulosos senderos del nacionalismo, que siempre es expresión de separatismo.

Debe ser superada, por el contrario, con los conceptos, difíciles y bellos, de la Ciudad, del Estado, del Derecho (y del Imperio, que añadiría Ors en la terminología de comienzos del siglo pasado), que configuran los amplios caminos occidentales de la Universalidad.