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1 marzo 2017 • Aunque alguien disfrute disfrazándose de mamarracho, hay líneas rojas que no deben consentirse

Gabriel García

Sentido común contra las imposiciones del lobbie LGTB

La decadencia de Occidente no es ningún tópico, tampoco una obsesión reaccionaria. Sólo el progre alienado hasta el límite es incapaz de percibirlo. Pero esta decadencia se ha institucionalizado y, lo que es peor, asimilado por buena parte de la sociedad. Esa buena parte ni siquiera es mayoritaria, por fortuna queda mucha gente a la que ciertas consignas le producen estupor, cuando no rechazo; pero esta minoría considerable sí es ruidosa y, entre otros aspectos, termina imponiendo a la larga qué es lo políticamente correcto y qué no. Sólo hay que ver la última caza de brujas tuitera y la enésima falta de respeto a nuestra tradición religiosa para comprobarlo.

Los niños tienen pene. Las niñas tienen vulva. Que no te engañen. Si naces hombre, eres hombre. Si eres mujer, seguirás siéndolo”.

Esta campaña de HazteOír (asociación que no me gusta nada, por sus postulados liberales y por su presunta vinculación con la secta de El Yunque) ha desatado la indignación del lobby LGTB. A los representantes de este grupo de presión les ha parecido indignante esta elemental lección sobre anatomía humana y biología. Recuerdo que a los siete años me explicaron esta lección en el colegio y todos sabíamos de antemano lo que cada sexo tenía entre las piernas. Nadie se traumatizó ni se sintió indiscriminado. Pero a algunos les ofende por supuestamente discriminar a niños y niñas que, confundidos y hormonados, puedan formar parte de su núcleo de adeptos. Porque esos niños y niñas, realmente, les importan tan poco como la opinión de sus padres, que les resbala y por ello justifican que se puedan hormonar sin el consentimiento de quienes ostentan la patria potestad sobre dichos menores; estas asociaciones necesitan un caladero con el que justificar las subvenciones que reciben como parte del proyecto de ingeniería social que une por igual a Partido Popular, Partido Socialista, Podemos, Izquierda Unida y Ciudadanos.

Que un hombre o una mujer quiera cambiar de sexo, cual prenda de vestir o equipo de fútbol, es su problema. Sí, has leído bien, es su problema; a mí, por ejemplo, me gustaría medir veinte centímetros más y no padecer miopía, pero tengo que conformarme con lo que la genética me ha dado. No obstante, si ese señor o señora es mayor de edad y con su dinero (¡nunca con el de todos los contribuyentes!) desea quitarse o ponerse lo que sea, allá él o ella. Lo que no puede normalizarse, por más leyes y censuras políticamente correctas que pretendan imponer, es que uno puede ser lo que le viene en gana o siente. Un hombre que se sienta mujer no es una mujer, igual que una mujer que se sienta un hombre no es un hombre, porque eso sería como decir que la suma de dos y dos es cinco.

“Se llama disforia de género”, han insistido en una conocida serie televisiva que se ha posicionado en la vanguardia de esta ofensiva transexual; y, como no dudo que sea eso, sugiero que esas personas sean respetadas en su dignidad pero tratadas por profesionales de la psicología antes que impuesta su situación al resto en pos de una normalización imposible.

Ahora bien, a los personajes (o personajas, que uno ya no sabe lo que son) que se burlan de la religión católica, por falta de testículos o de ovarios para mofarse del islam o del judaísmo, les recomiendo una temporadita aislados del resto de la humanidad y bajo la supervisión de un psiquiatra. Porque, por mucho que alguien disfrute disfrazándose de mamarracho o mamarracha (en su problema, insisto), hay líneas rojas que no deben consentirse. O que al menos una comunidad sana no permitiría, descripción que no puede atribuirse a este régimen político que nos desgobierna desde 1978.