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13 febrero 2017 • La historia como materia de conocimiento y estudio se nos ha venido hurtando sistemáticamente a los españoles desde hace décadas

Manuel Parra Celaya

La historia como arma arrojadiza

Homenaje a Rafael Casanova (1936)

Continuamente me llegan anécdotas de desatinos en las respuestas de alumnos, vía Internet o por desesperadas lamentaciones de mis antiguos compañeros, y la mayoría dejan en pañales aquellas antologías del disparate que leíamos con regocijo años atrás. Corresponden a cualquier asignatura, pero las más llamativas se refieren al ámbito de la historia, dejando aparte esa ortografía que impide aprobar las plazas para bomberos de Burgos, con gran escándalo progre.

Así que hoy nos centramos en la historia, esa materia de conocimiento y estudio que se nos ha venido hurtando sistemáticamente a los españoles desde hace décadas. Alguien puede sostener que este escamoteo no es más que un reflejo del rechazo postmodernista a los grandes relatos. No es del todo cierto, tanto por las características del robo como por sus dimensiones, que exceden a lo que ocurre en otras naciones de nuestro entorno cultural; yo lo achaco más bien a razones, en primer lugar, de intencionalidad sociológica y, en segundo pero relacionado íntimamente con lo anterior, de búsqueda de objetivos políticos.

Las razones sociológicas obedecen a una intención de conseguir un desarraigo tendente a minar la identificación nacional y la aceptación de la herencia de muchas generaciones; si a este intento de extirpación del alma de un pasado común se le une la invitación a no pensar en futuros más prometedores, nos hallamos con el imperativo del carpe diem, con toda su carga de relativismo, de fugacidad y de irresponsabilidad.

Las segundas -las políticas- persiguen la renuncia a tener referencias molestas de cara al presente; si antiguamente se decía que la historia era la maestra de la vida, ahora se trata de lograr que este influjo pseudopedagógico esté teledirigido. Nihil nuovo sub sole: la famosa novela de Orwell ya nos refería las atribuciones y tareas de aquel Ministerio de la Verdad, así como sus estrategias y recursos. La realidad, aquí y ahora, supera a la ficción.

El hurto va acompañado del delito de adulteración. Las épocas, los personajes y sus mentalidades, los propios hechos, se filtran en función de la Ideología Única Oficial y nos son presentados desde esa perspectiva anacrónica y totalmente acientífica; los juicios de valor que acompañan inevitablemente los relatos provienen de una interpretación acomodada a los cánones de lo establecido.

Esta es la norma general, que adopta, además, otros rasgos tanto o más demenciales cuando la historia es presentada desde la óptica de los particularismos autonómicos secesionistas allí donde manos irresponsables pusieron en sus manos la educación. Destacan, por ejemplo, la mitologización, con la que se da un papel preponderante a hechos que jamás tuvieron lugar o sucedieron de forma totalmente distinta a cómo nos la narran. Le sigue, claro, la parcialización, propia de todo nacionalismo, mientras que la tergiversación sistemática en textos y clases de su influencia ponen los pelos como escarpias.

Cuando los programas se aproximan a la época contemporánea, suele surgir, incluso, un factor más espeluznante: la inculcación del odio hacia todo lo que representa la encarnación de todos los males, en este caso, España. Pruebas suficientes han corrido por los medios en forma de vídeos.

La historia, con todos estos elementos, es utilizada como arma arrojadiza, como instrumento para perpetuar un pensamiento único y para que no se apaguen los rescoldos del encono histórico entre los españoles; además, para poner una infranqueable barrera entre ellos, los que el insigne catalanista Almirall consideraba semitas, y nosotros, que, naturalmente, somos los arios. Así fueron las cosas y, más disimuladas en la terminología, lo siguen siendo.

La historia de una nación debe ser, en primer lugar, íntegra, total; en segundo lugar, veraz y todo lo objetiva que permiten las humanas y lógicas valoraciones de cada historiador. Pero, sobre todo, debe ser lugar de encuentro, no motivo de discordia, y, otra vez, maestra de la vida, para no estar obligados a repetirla.