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10 diciembre 2016 • El antimilitarismo ha sido tenazmente inculcado en la sociedad española

Manuel Parra Celaya

Idos a trabajar

Este es el improperio que recibieron no hace mucho unos soldados, por parte de unos presuntos jovencitos abertzales; concretamente, la Unidad regresaba de unas durísimas maniobras por los montes del Pirineo navarro, con lo que solo la notable disciplina de los Cazadores de Montaña evitó que los imbéciles en cuestión obtuvieran respuesta alguna y la cosa derivara en un incidente de esos que tanto gusta de magnificar y tergiversar a determinada prensa.

Que no se escandalice nadie por mis palabras: ya sé que lo cívico y democrático hubiera sido dialogar con los jovenzuelos y hacerles ver que la defensa de un territorio, de unas gentes y de una Patria es un trabajo, tan digno y meritorio como el que más, pero más arriesgado, porque, en el caso límite, el soldado se juega, no un simple salario, ni una colocación, ni una duración más o menos larga de la jornada laboral, ni unos pluses, sino su propia vida. Pero estas palabras hubieran caído en saco roto en cabezas embotadas por la propaganda política, acaso por la Enseñanza manipuladora y por las condiciones propias de los interesados, si es que hacemos caso del clásico quod natura non dat, salmantica non praestat… Acaso otro tipo de respuesta hubiera solucionado mejor la situación.

Es cosa sabida que la profesión militar no acaba de estar bien vista por algunos sectores de nuestra sociedad, especialmente los que hacen gala de progresismo, tan unido a cierto pacifismo desde que aquel hombre de paz llamado Stalin dictó esta consigna como idea-estrella de su agit-prop y medio Occidente -el tonto- se lo creyó. Este pacifismo, a su vez, se subdivide en varias clases, desde el ya casposo de aquellos antiguos hippies del haz el amor y no la guerra (cuya traducción castiza omito por pudor) al cursi de los claveles en la boca de los fusiles portugueses de su agitada Transición; pero cobra más carácter actual y saña en la España actual, en concreto en aquellos lugares donde impera el nacionalismo separatista o donde este va del bracete con el populismo rampante.

Uno de los casos extremos es el de Barcelona, donde al parecer ya se ha obedecido el ucase de la Sra. Colau acerca del que el stand del Ejército desaparezca del otrora concurrido Salón de la Infancia y de la Juventud; otro lugar es el área de expansión y colonización del separatismo vasco, aquella Navarra denominada antiguamente la Esparta de Cristo, donde tuvo lugar la escena que he descrito al principio, narrada por un testigo de primera mano.

Varias pueden ser las causas del antimilitarismo tenazmente inculcado en la sociedad española y que, de cuando en cuando, repunta con brotes virulentos: en primer lugar, la aversión a algunos valores que representa la profesión militar y que están en las antípodas de los que se enseñorean en los ámbitos más influidos por la corrección al uso; me refiero a la disciplina, al sentido del deber, al concepto del honor, a la valoración del compañerismo y del trabajo en equipo…

Luego estaría el rechazo a cualquier noción que implique esfuerzo y tensión del ejercicio de la voluntad, como el que acababan de realizar aquellos soldaditos de Montaña objetos de la agresión verbal de los mencionados estúpidos; posiblemente, la máxima aspiración de estos sea un puesto bien remunerado de funcionario o de asesor en un Ayuntamiento regido por Bildu u otras instancias próximas.

No descarto que también subyazga en el subconsciente la envidia -defecto paradójicamente tan español- al contemplar jóvenes que vocacionalmente visten un uniforme digno, no para ejercer de burócratas a la sombra de los poderes establecidos sino para ejercitarse entre riscos y vaguadas por si algún día deben defender a quienes ahora los menosprecian e insultan.

Pero, más que todo ello, hay un impulso ciego de negación de España y de su integridad; es evidente que el Ejército es, ante todo, la salvaguarda de lo permanente, y a esta categoría no pertenecen los partidismos, los soberanismos de la Pequeña Aldea, los trapicheos y enjuagues políticos y económicos, y todo aquello que -Dios lo quiera- es efímero por definición, porque no entra entre los valores permanentes de razón y espíritu que aseguran la supervivencia de las patrias y de los pueblos.

En suma, los niñatos que increparon a los componentes de la Unidad en maniobras no sabrán la verdad que encierra aquella frase, un tanto añeja pero certera, de Oswald Spengler de que en definitiva siempre un pelotón de soldados ha salvado la civilización.