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3 noviembre 2016 • El fantasmal y a todas luces trotskista Sindicato de Estudiantes ha convocado jornadas de lucha, huelgas y manifestaciones

Manuel Parra Celaya

La rebelión de los estudiantes

Siempre he considerado lógica, natural y, en ocasiones, necesaria socialmente hablando, la protesta estudiantil: está en consonancia con una edad, unas expectativas de vida y con un idealismo privativo de los jóvenes. Claro que valen aquí aquellas palabras, atribuidas a Churchill, que vienen a recordarnos, en clave de sorna británica, que es extraño que un joven no sea revolucionario y que es igualmente raro que un anciano no se sienta conservador.

Por otra parte, existen suficientes razones objetivas en el sistema educativo español para una vindicación constante de sus protagonistas y afectados, los alumnos… y los profesores. Desde la Primaria hasta la Universidad, se adolece del necesario equilibrio entre comprensividad y calidad; entre garantías para una verdadera igualdad de oportunidades y niveles de exigencia; entre derechos y obligaciones (esto último, común al resto de la sociedad)…, por no hablar, más técnicamente, del estrepitoso fracaso del constructivismo educativo y de la deriva actual, injusta a todas luces, de la reducción de la pedagogía a la economía. Todo ello sin meternos en disquisiciones filosóficas acerca de la alargada sombra de Rousseau, que sigue planeando sobre los educadores de gabinete.

Sentada la legitimidad de la rebelión de los estudiantes, de forma genérica, no se puede obviar la pregunta de si, actualmente, existe como tal o estamos ante una clara degradación del concepto, de sus formas, de sus inspiraciones y de sus alcances. La cosa viene de bastante más atrás, de aquellas postrimerías dl franquismo, en las que, junto a reclamaciones de democracia formal y de libertades políticas, se nos invitaba a los entonces universitarios a constantes huelgas, por ejemplo, para protestar por la guerra del Vietnam; recuerdo aquellas interminables y soporíferas asambleas de Facultad donde se terminaba votando si se debía o no votar, como muestra de bizantinismo o, mejor, de recurso explícito de manipulación de masas.

Viene todo esto a cuento porque, cuando escribo estas líneas, el fantasmal y a todas luces trotskista Sindicato de Estudiantes ha convocado jornadas de lucha, huelgas y manifestaciones, que, según parece, son obedecidas sin que medie votación alguna de los luchadores, huelguistas y manifestantes, que acuden a la llamada en un porcentaje, más alto o más bajo según las fuentes, de alumnos inquietos, desde los últimos cursos de la E.S.O. (13 o 14 años, ¡angelitos!), pasando por el Bachillerato y la Formación Profesional, hasta llegar a la Universidad.

Nihil nuovo sub sole: estas fechas y las de mediados de febrero, casualmente cuando se acusa el cansancio de un prolongado trimestre y aún están lejanos los paréntesis de las vacaciones de Navidad y Semana Santa, son las adecuadas para una situación que se viene repitiendo, cansinamente, curso tras curso.

Así ha venido ocurriendo hasta donde me alcanza la memoria de mi profesión de docente –casi recién abandonada por jubilación-; solía enterarme de una jornada de huelga por la pregunta inocente de algún alumno: ¿Hay huelga el miércoles? Mi respuesta era indefectible: Yo no estoy de huelga; tú sabrás si la has votado o no; ante lo cual, mi estudiante ponía cara de estupefacción porque no se le había ocurrido que, cuando los trabajadores de una fábrica van a la huelga, antes se procede a un escrutinio de votos, según la libre opinión de cada cual y tras haber sopesado las diferentes propuestas. Últimamente, ya no intentaba siquiera hacer razonar sobre que, en todo caso, quien podía ir a la huelga era el profesor, que prestaba un servicio profesional remunerado, no el alumno, que era el beneficiario de ese servicio y cuyos emolumentos eran abonados por la sociedad.

También solían –y suelen, por lo que he comprobado desde la barrera forzosa- aparecer unos pasquines en los tablones de anuncio, con el logo habitual de un puño cerrado, donde se declara, a modo de edicto inapelable, la huelga en cuestión. Las reivindicaciones demagógicas se suelen repetir año tras año (“que los hijos de los obreros puedan estudiar”, por ejemplo manido) y, con afán de renovarse me imagino, se encabezan con algún tema-estrella, que, esta vez, consiste en “rechazar las reválidas franquistas”. ¡Pues sí que mantiene su influencia el Caudillo a los cuarenta y un años de su fallecimiento!

No entro ahora en la polémica de si las ya descafeinadas novedades de la LOMCE, en cuanto a exámenes externos o reválidas franquistas –comunes en muchos países europeos-,, son adecuadas o no; tengo para mí, por experiencia, que sí lo son, pero tampoco está en mi intención a estas alturas convencer a nadie, y menos ahora, cuando el PP parece que renuncia a ellas para ir hacia la investidura de Rajoy.

Me limito, por ello, a reflexionar en alta voz, si ha muerto o no definitivamente aquella rebelión de los estudiantes, y sobre si muchos de ellos no son más que la punta de lanza de una sociedad entera bobalicona, adocenada y vulgar, a la que se ha sustraído cualquier capacidad crítica.