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15 agosto 2016 • En esta solemnidad hemos de alegrarnos de su gloriosa Asunción y exaltación

Angel David Martín Rubio

Asunción de Nuestra Señora

AsuncionCada 15 de agosto celebramos la Asunción de Nuestra Señora, una de nuestras solemnidades litúrgicas más alegres. La Iglesia del Cielo y la de la tierra se unen a la dicha infinita de Dios que acoge y corona a su Madre. Los ángeles y los santos, celebran con amor la alegría de la Virgen María que entra, ya para siempre, en el mismo gozo de su propio Hijo.

El papa Pío XII definió «ser dogma divinamente revelado que la Inmaculada Madre de Dios siempre Virgen María, terminado el curso de su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial» (Munificentissimus Deus, 1950). Por tanto, hoy celebramos el triunfo de María, la glorificación a un mismo tiempo de su alma y su cuerpo. Además, la Asunción de la Santísima Virgen constituye una participación singular en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los demás cristianos.

1. En primer lugar, en la fiesta de la Asunción de la Santísima Virgen, la Iglesia celebra el fin de la vida mortal de la Virgen María y su gloriosa asunción al cielo.

Como sabemos, la Virgen María, por singular privilegio y por los méritos de Jesucristo Redentor, fue santificada con la divina gracia desde el primer instante de su concepción, y así preservada inmune del pecado original. Por eso no estuvo sujeta a la ley de permanecer en la corrupción del sepulcro, ni tuvo que esperar la redención de su cuerpo hasta el fin del mundo como el resto de los justos.

Además, porque es madre de Dios y la más humilde y santa de todas las criaturas, la Virgen María ha sido ensalzada sobre todos los coros de los Ángeles y sobre todos los Santos del Paraíso, como Reina de cielo y tierra. Por eso, siempre y de manera especial en esta solemnidad hemos de alegrarnos de su gloriosa Asunción y exaltación y reverenciarla como Señora y Abogada nuestra para con su divino Hijo.

2. En segundo lugar, Santa María es la criatura humana que realiza por primera vez el plan de la Divina Providencia, anticipando la plenitud de la felicidad prometida a los elegidos mediante la resurrección de los cuerpos. Cuando decimos en el Credo «Creo en la resurrección de la carne» estamos confesando que Dios ha dispuesto la resurrección de los cuerpos para que, habiendo el alma obrado el bien o el mal junto con el cuerpo, sea también junto con el cuerpo premiada o castigada. Tan funesto y erróneo resulta concebir la muerte como el final de todo, ante la que se estrellan todas las esperanzas como presentar la resurrección como equivalente a la participación en la felicidad eterna. El mismo Cristo establece la distinción: «Todos los que están en los sepulcros, oirán la voz del Hijo de Dios; y saldrán los que hicieron buenas obras, a resucitar para la vida eterna; pero los que las hicieron malas, resucitarán para ser condenados» (Jn 5, 28-29).

Por eso habrá grandísima diferencia entre los cuerpos gloriosos de los escogidos y los cuerpos de los condenados. Los primeros tendrán, a semejanza de Jesucristo resucitado y del cuerpo de María asunta al cielo, las dotes de los cuerpos gloriosos mientras que los segundos llevarán la horrible marca de su eterna condenación (Cfr. Catecismo mayor I, cap, 12).

La fiesta de la Asunción de la Virgen es para nosotros una invitación apremiante a vivir atentos siempre a los bienes celestiales, no dejándonos arrastrar por los halagos de la vida terrena. Por eso, hoy debemos pedirle nos alcance de Dios la gracia de llevar una vida santa y la de prepararnos de tal manera a la muerte que merezcamos su asistencia y protección en aquella hora, para tener parte en su gloria. En este Año de la Misericordia, también los pecadores deben confiar muchísimo en el patrocinio de la Santísima Virgen, y a Ella debemos encomendarles especialmente para alcanzarles de Dios la conversión, porque es Madre de gracia y misericordia y el refugio de los pecadores.
A Ella dirigimos nuestra plegaria:

«y desde esta tierra, por donde pasamos como peregrinos, confortados por la fe en la futura resurrección, miramos hacia vos, vida nuestra, dulzura nuestra, esperanza nuestra; atraednos con la suavidad de vuestra voz, para mostrarnos un día, después de este destierro, a Jesús, fruto bendito de vuestro seno, ¡oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen María!» (Pío XII).