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3 agosto 2016 • Continuamos la publicación de una serie de artículos sobre los Reyes de España

José Alberto Cepas Palanca

Crónicas reales (4): Felipe II

Felipe IIFelipe II, “el Prudente”. (1527-1598). Hijo de Carlos V y su esposa Isabel de Portugal, nació en Valladolid y falleció en San Lorenzo del Escorial, siendo enterrado en la Cripta Real del Monasterio del Escorial.

Aprendió de sus preceptores: religión, latín, griego, matemáticas, arquitectura, geografía, historia, equitación, esgrima y maneras cortesanas. También autocontrol y autodisciplina. No se le enseñó francés, italiano ni flamenco, jamás los habló, aunque llegó a entenderlos. Su madre ejerció una notable influencia inculcándole el sentido del deber y una profunda religiosidad. Su padre, “el César”, en sus famosas “Instrucciones” destacó: “Desconfía de tus consejeros y resérvate siempre la autonomía de tus resoluciones”. Consejo que Felipe lo tuvo in mente toda su vida, y que le liberaría de las miserias del mando y de las dependencias de los validos. Habló en repetidas veces con su padre confesándole – las “Instrucciones” así lo aclaran – “no haber tenido comercio carnal con ninguna mujer, y que estaba decidido a permanecer así hasta el día de su matrimonio”.

Felipe era de mediana estatura; miembros cortos pero bien proporcionados; el pelo rubio; los ojos grandes de color azul claro; tez blanca y rosada; el labio inferior carnoso y sensual; el mentón prominente, si bien el maxilar inferior era menos pronunciado que el de su padre, pero marcado por el inconfundible sello de los Habsburgo. Afable y atento, carácter reservado y poco comunicativo. Disfrutaba mucho con la música y era un consumado bailarín, aunque cantaba muy mal. Apasionado de la caza y la equitación. No desdeñaba echar una partida a las cartas después de la cena. Gran aficionado a la arquitectura (de la que llegó a tener grandes conocimientos), la pintura, la poesía y las matemáticas. El amor que sentía por las Bellas Artes le llevó a ser uno de los grandes mecenas de su siglo. En El Escorial reunirá una de las bibliotecas más importantes de la época, que pondrá al servicio de los estudiosos. Sintió, también, un gran amor por la naturaleza.

Felipe era paciente y tenaz, pero muy preocupado por los escrúpulos de conciencia, lo que le hacía titubear en tomar decisiones. Estas dudas e indecisiones, que a veces se eternizaban, llegarán a atormentarle de tal manera que perderá un tiempo precioso en consultas y deliberaciones, sufrirá molestias y hasta descomposición de vientre. Un claro ejemplo fue el asunto de su secretario para Italia, Antonio Pérez; la princesa de Éboli, Ana Mendoza de la Cerda; su hermanastro Juan de Austria y su secretario, Juan de Escobedo. Esta incapacidad de su naturaleza le hizo sentir aversión a la guerra, donde las decisiones han de ser tomadas resueltamente y con celeridad. Hablaba con lentitud y después de reflexionar, meditando y midiendo con parsimonia sus palabras que decía. Su natural reflexivo le inclinaba a expresar su pensamiento por escrito, por lo que sus secretarios dejaban anchos márgenes en el papel para que el monarca pudiera hacer anotaciones, comentarios o rectificaciones a los despachos que le enviaban. No es sorprendente que la mayor parte de su vida se sintiera agobiado por el trabajo, teniendo que decidir sobre cada uno de los asuntos de sus vastos dominios, por muy insignificantes que estos fueran, aunque dio muestras de un excelente juicio y de una gran disposición para los asuntos de Estado.

Siempre fue un acérrimo defensor de la unidad de la península Ibérica, demostrándolo con su boda en el palacio de María de Solís y Fonseca, con María Manuela de Portugal, hija del rey luso Juan III, hermano de la difunta emperatriz Isabel, y de Catalina, hermana de su padre. Era, por lo tanto, doble prima de Felipe. Una vez más las “Instrucciones” de su padre hicieron acto de presencia: “Te aconsejo que evites toda clase de excesos en tu vida conyugal”, por lo que una vez casado y finalizadas las ceremonias nupciales, separaron a los novios de vez en cuando para que no durmieran juntos. Así transcurrió su vida conyugal hasta que se decidió que María debía dar un heredero al trono; Carlos. Fallecida ésta al cabo de dos años después de dar a luz al problemático hijo, y después de la boda con la inglesa María Tudor, nieta de los Reyes Católicos e hija de Enrique VIII, que también falleció, y con ella la esperanza de unir Inglaterra, España y los Países Bajos, se volvió a casar con Isabel de Valois, muy querida por el monarca y por los españoles. Después del fallecimiento de la Valois, Felipe nunca más vistió alegres galas, sino las negras ropas que le darán el aspecto sombrío con que le recuerda la Historia. La última esposa que tuvo fue Ana de Austria, hija de su primo Maximiliano de Habsburgo, y de su hermana María de Austria y Portugal, por tanto, sobrina carnal suya por partida doble. También falleció Ana, pero el monarca no se volvió casar. Tenía 53 años. Fue el rey que más veces contrajo matrimonio y enviudó. Pero es de justicia comentar que Felipe intentó casarse ¡por quinta vez! La elegida era la archiduquesa Margarita de Austria, hermana de su difunta esposa, Ana, o sea, su cuñada, pero la boda no prosperó a causa de la negativa de la novia, alegando ésta que ella tenía 15 años y el novio 40 más que ella; podía ser su hija, incluso su nieta. La pretendida novia prefirió entrar en el claustro de las Descalzas Reales de Madrid.

Felipe conservaba la frente clara y espaciosa, los ojos grandes, despiertos, azulados, de mirar grave – su mediana estatura no impedía que su figura se conservara airosa y bien proporcionada -, los cabellos rubios, que ya empezaban a clarear por las sienes, la tez blanca y sonrosada, así como los signos exteriores de los Habsburgo; el labio inferior mayor que el superior y el ligero prognatismo.

Felipe II fue un rey que rigió los destinos de sus reinos con el más férreo absolutismo. La educación recibida del rígido latinista cardenal Silíceo, y su corta estancia en los Países Bajos, no le capacitaron para comprender la realidad y peculiaridades del pueblo flamenco, lo que acarreó para su monarquía gravísimos problemas en aquella parte de sus dominios, que andando el tiempo se perderían en su totalidad y para siempre.

Aunque Felipe II gozó de mejor salud que su padre, padeció con frecuencia de fiebres tercianas (malaria). La gota le atacó a partir de 1563, y sus ataques eran más frecuentes conforme pasaban los años. La artrosis le fue paralizando, hasta el extremo que no podía firmar con la mano derecha, teniendo que hacerlo su hijo Felipe III. Antes de cumplir los 70 no podía mantenerse, ni de pie, ni sentado. Su ayuda de cámara, Juan Lhermite, hombre habilidoso, construyó una silla-hamaca para aliviar los insoportables sufrimientos que sufría. Mediante un tosco, pero sencillo mecanismo, el rey podía estar tumbado, inclinado y sentado, pero con los pies extendidos, lo que le aliviaba los dolores de la gota. Viajar le resultaba doloroso. Todas sus dolencias se estaban agravando. Su vida se había convertido en un verdadero calvario.

San Lorenzo del Escorial

San Lorenzo del Escorial

La influencia de Carlos V sobre Felipe II fue muy importante. En las largas pláticas que mantuvieron, le fue educando en la política. En las “Instrucciones”, le dejó las pautas a seguir en el gobierno de sus Estados. Felipe siempre mostró una gran admiración por su padre, obedeció siempre sus órdenes puntualmente y sin discutirlas, por difíciles que éstas fueran. Reiteradamente, le exhortó a que no emprendiera una guerra sino como último recurso y a que se esforzara en mantener el “statu quo”. Si, ya por naturaleza, Felipe era lento en tomar decisiones, estos consejos le harían más precavido e indeciso. Estas continuas dudas le impedirán dar el golpe decisivo, llevándole a contentarse con resultados mediocres que no solucionaban los grandes problemas que tenían planteados. Sus enemigos, conscientes de su incapacidad de resolución, se aprovecharon de su idiosincrasia.

El 13 de septiembre de 1598, a las cinco de la madrugada, expiraba Felipe II en El Escorial. Antes de fallecer legó a su hijo Felipe III algunos sabios consejos: no abandonar nunca la fe católica, gobernar con justicia, permanecer en España y cuidar su prestigio en el extranjero. Lo cierto es que no confiaba en exceso en su primogénito: “Dios, que me ha dado tantos reinos, me ha negado un hijo capaz de gobernarlos. Temo que me lo gobiernen”.

Ningún rey ha despertado tantas controversias, tantos odios, y levantado tantas pasiones como Felipe II. Es el eje central de la “leyenda negra” levantada contra España que fue una consecuencia de los errores de Felipe II y de la propaganda partidista de sus enemigos. Dicha leyenda la inició Guillermo “el Taciturno”, con su célebre “Manifiesto”, y rápidamente la asimiló toda Europa. El protestante italiano Gregorio Leti, en su “Historia de Felipe II”, incrementó las increíbles patrañas contra el monarca español. Schiller con su “Don Carlos” – que influenció siglos después en Giuseppe Verdi a componer la ópera “Don Carlo” – y Víctor Alfieri con su “Philippo”, que aunque crearon obras maestras de la literatura, fantasearon perniciosamente con la figura de Felipe II.

También se le tachó de ignorante, verdugo del pensamiento y enemigo del saber, sin tener presente que fue un impulsor de las artes, las ciencias y las letras. En El Escorial reunió la más espléndida biblioteca de Europa, con códices y libros valiosísimos que hizo traer de todos los rincones del mundo, poniéndola a disposición de los estudiosos. Instaló en su propio palacio una academia de matemáticas Encargó a Diego de Álava y Esquivel el mapa estadístico y geopolítico de la Península. Costeó la “Biblia políglota”, conocida como la “Biblia Regia”. Promovió la enseñanza de la filosofía luliana (Raimundo Lulio). A Francisco Hernández le comisionó para que estudiara la fauna y flora de México. A Ambrosio de Morales le encargó que hiciera un registro de los archivos de iglesias y monasterios. Alentó los trabajos metalúrgicos de Bernal Pérez de Vargas. A Tiziano le encargó numerosas obras. Muchas más cosas hizo Felipe II, como se puede comprobar en la correspondencia que mantuvo con Benito Arias Montano, humanista, hebraísta, biólogo y escritor políglota.

A Felipe II le podemos condenar, alabar o compadecer. Gracias a su costumbre de anotar sus instrucciones y sus pensamientos en los márgenes de los documentos que despachaba para sus secretarios, nos es posible entrar en su intimidad y tratar de comprender su personalidad, su aislamiento y sus razones. Aquí radica su persistente atractivo y, aún hoy, sigue siendo un monarca lleno de controversias y fascinación.

Se podría decir de Felipe II que “con todas sus virtudes y defectos puestos en una balanza, daban por resultado un gran rey”. Felipe II encarnó el espíritu de España. Hasta el último instante de su vida, postrado, con las piernas gangrenadas, flaco de cuerpo, dolorido, consumido por la gota, llevará sobre sus débiles hombros todo el peso de los asuntos de sus reinos.

El mejor epitafio para Felipe II es que fue profundamente español, dirigiendo el Orbe desde su querida España. Su criterio se guió por miras puras y elevadas, sin mezclas de intereses bastardos.

Él realizó el sueño de los “Reyes Católicos”, la unidad ibérica, que los abúlicos de sus sucesores no supieron conservar.

Bibliografía

MANUEL RÍOS MAZCARELLE. Diccionario de los Reyes de España.

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Entradas anteriores de la serie:

[1] Isabel y Fernando

[2] Juana la Loca y Felipe el Hermoso

[3] Carlos I