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11 julio 2016 • Se tiene el derecho de amar al catolicismo por contraste y como refugio contra el siglo

Angel David Martín Rubio

San Benito, artífice y protector de la Cristiandad

Fray Juan Rizi: "San Benito diciendo Misa" (1650) Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (Madrid)

Fray Juan Rizi: «San Benito diciendo Misa» (1650) Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (Madrid)

En 1964, San Benito de Nursia (480-547) fue proclamado por Pablo VI patrono de Europa. Se reconocía así el extraordinario influjo que ejercieron en la formación de la Europa cristiana tanto su persona como el grupo de discípulos que se reunieron en torno a él, y los monjes que, a lo largo de siglos siguieron la Regla Benedictina.

San Benito vivió en una época en la que corrían peligro no solamente la Iglesia sino también la sociedad y la cultura. “Mundo revuelto y confuso”, como lo califica Luis Suárez en una caracterización que resumimos aquí.

La idea de que el Imperio romano desapareció como consecuencia de la invasión de los bárbaros resulta incompleta y distorsionada a no ser que se ponga en relación con otras dos cuestiones: solamente desapareció la mitad occidental de dicho Imperio porque en torno a Constantinopla se mantenía su otro brazo oriental, helenístico y, en realidad lo que ocurrió en Occidente no fue tanto el punto final del mundo romano cuanto su transformación: de la unidad a la pluralidad, del Imperio a las naciones. Desde el siglo VII se comenzó a designar con un término geográfico nuevo (Europa) a este conjunto que se prefería llamar como “Christianitas” o “Universitas Christiana”.

En este mundo en que los nuevos reyes de estirpe bárbara ejercían su oscilante autoridad en medio de un panorama confuso y violento, los obispos asumieron en sus ciudades las cargas propias de las demandas del bien común que antaño habían sido ejercidas por las desaparecidas instancias políticas así como responsabilidades nuevas como la ayuda y la beneficencia nacidas de la identidad cristiana y que nadie atendía en la Antigüedad.

Pero, al tiempo que los nacientes reinos hacían suyo el contenido dogmático y moral propio de la religión cristiana se daba un fenómeno curioso y era que los católicos más conscientes y coherentes llegaron al convencimiento de que era imposible vivir una vida plenamente cristiana en el seno del mundo y en las ocupaciones habituales. Y a pesar de vivir en un contexto histórico en el que los mandamientos de la ley de Dios y las prescripciones de la Iglesia habían empezado a ser principios constituyentes y nadie podía legislar en contra de las normas morales, los cristianos concluyeron que no se puede vivir con plenitud la fe en el corazón del mundo.

El monacato, reconocido de manera unánime como una de las raíces de la Europa cristiana se convirtió en lo que estaba llamado a ser cuando a la tendencia ascética se incorporó el “contemptus mundi”, término que define una de las aportaciones más relevantes y originales e irrenunciables de la espiritualidad cristiana, difícilmente expresable en nuestro lenguaje porque no es simple “desprecio del mundo” sino poner en su lugar a un mundo que vale muy poco en relación con las realidades sobrenaturales que están en juego. Precisamente por eso, y poor paradójico que pueda parecer, aquellos monasterios tenían también una impresionante fecundidad temporal: los monasterios se introducían como un fermento en la sociedad a la que transformaban mostrando a los fieles que su propio ritmo de vida: oración, trabajo y descanso era aplicable a todos con las debidas adaptaciones y reivindicando virtudes como la laboriosidad, el cumplimiento del deber y el cultivo de la sabiduría.

Abadía benedictina de Le Barroux (Francia)

Abadía benedictina de Le Barroux (Francia)

Hoy se dice que la vida monástica está en crisis. Como lo está la Europa que un día fue cristiana. No puede ser de otra manera cuando se vive zascandileando en torno al mundo, profesando una admiración simplista por la vida moderna, sin cansarse de insistir en la necesidad de vivir el catolicismo en medio de un mundo sobrevalorado.

“Los enamorados del pasado —concedía Paul Souday, crítico de “Le Temps”, en polémica con el modernista Fogarazzo— pueden caer en algún exceso” pero “sus prevenciones, por lo menos, se apoyan en una cultura seria, una imaginación vivaz y un sentido crítico aguzado que les ha permitido juzgar su siglo en contra de su instinto. Llegan a pensar que lo que es característico de un siglo, moderno o antiguo, tiene poco valor y que lo importante es lo que dura. El catolicismo tiene la superioridad de sus mil novecientos años de existencia sobre las ideas de las que Fogarazzo está tan satisfecho por ser modernas y que acaso mañana habrán pasado. Lejos de querer modificarlo para ponerlo a la moda, se puede pensar que su principal atractivo reside, por el contrario, en una inmutable perennidad. Lejos de subordinarlo al siglo, se tiene el derecho de amarlo por contraste y como refugio contra el siglo” (cit. por J. Ploncard d’Assac, La Iglesia ocupada, 1974)

La historia de la Iglesia es el relato de una larga confrontación con el mundo. Como recordaba Romano Amerio:

“Frente al Paganismo, el Cristianismo sacó a relucir una virtud opuesta, rechazando el politeísmo, la idolatría, la esclavitud de los sentidos, o la pasión de gloria y de grandeza: en suma, sublimando todo lo terrestre bajo una mirada teotrópica, ni tan siquiera barruntada por los antiguos […] De modo similar, ante los bárbaros la Iglesia no asumió la barbarie, sino que se revistió de civilización; y en el siglo XIII, contra el espíritu de violencia y de avaricia, asumió el espíritu de mansedumbre y de pobreza con el gran movimiento franciscano; y no aceptó el renaciente aristotelismo, sino que rechazó con energía la mortalidad del alma, la eternidad del mundo, la creatividad de la criatura y la negación de la Providencia, contraponiéndose así a todo lo esencial de los errores de los Gentiles […] Y más tarde no se acomodó al subjetivismo luterano subjetivizando la Escritura y la religión, sino reformando, es decir, dando nueva forma, a su principio de autoridad. Finalmente, no se amilanó ante la tempestad racionalista y cientificista del siglo XIX diluyendo o cercenando el dato de fe, sino que, al contrario, condenó el principio de la independencia de la razón. Tampoco acogió el impulso subjetivista renacido en el modernismo, antes bien lo contuvo y lo castigó” (Iota unum, cap 1, 5).

Hoy, por el contrario, concluye el mismo filósofo y teólogo citando un texto publicado en “L’Osservatore Romano” (25 julio 1974) la Iglesia contemporánea “va buscando algunos puntos de convergencia entre el pensamiento de la Iglesia y la mentalidad característica de nuestro tiempo”.

San Benito y sus hijos espirituales resolvieron satisfactoriamente el conflicto sin traicionar a la verdad bajo el señuelo de una caridad que deja de serlo si se falta a la primera porque el servicio de veracidad propio de la Iglesia radica en su misión de caridad hacia el género humano.

Durante siglos, los benedictinos se acercaron a la humanidad no para secundar su movimiento sino para invertirlo, para reconducirlo hacia Dios. No parece tan seguro que el actual discurso oficialmente católico sea capaz de alcanzar este objetivo cuando se instala en el fin último propio de la visión antropológica y humanista: el triunfo y endiosamiento del hombre.

“Omnipotente y eterno Dios, que en este día [*], libre de las ataduras de la carne, llevaste al cielo a tu santísimo confesor Benito: concédenos a todos los que celebramos esta fiesta el perdón de nuestros pecados; para que cuantos nos congratulamos de su gloria, mediante su poderosa intercesión,logremos también asociarnos a sus méritos. Por nuestro Señor Jesucristo…” (Misal Romano, ed. 1962, Missae pro aliquibus locis, 21-marzo)

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[*]: En el rito romano tradicional se celebra la fiesta de San Benito Abad el 21 de marzo, día de su muerte y entrada al cielo (así como en otros monasterios benedictinos). En el novus ordo fue fijada el 11 de julio, día que recuerda la Traslación de las reliquias de San Benito desde Montecassino hasta el monasterio de Fleury, en Francia.