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18 mayo 2016 • Jurar o prometer ante la bandera no está de moda y por eso tiene ahora más valor

Manuel Parra Celaya

Ante la bandera

Himno a la banderaHe sido testigo en Barcelona del juramento o promesa ante la bandera de España de más de quinientos catalanes civiles, en lo que constituye ya una ceremonia habitual en muchas ciudades españolas. Por supuesto, algunos medios se limitaron a despachar la noticia con una breve nota de circunstancias; eso los que se dignaron incluirla, pues la mayoría temían que les falta espacio para comunicar a sus lectores que un número parecido de personas se había manifestado, el mismo día por la tarde, a favor de la desobediencia a la sentencias del Tribunal Constitucional y, por supuesto, del separatismo.

Pero vuelvo al acto del juramento civil, que es lo que me importó ese día. Bajo una lluvia constante, aguantaban a pie firme el momento de besar la bandera adultos y jóvenes, hombre y mujeres, de toda edad y procedencia social; frente a ellos, los soldaditos y mandos, igualmente calados, y todos, sin estridencia alguna, con la seriedad propia del acto; la mayoría de los civiles no sabían llevar un paso marcial –ni falta que hacía-, pero observé lágrimas de emoción en muchos rostros. Seguramente, algunos ya habrían jurado en su día –y un juramento no precisa renovación, puesto que tiene vigencia para toda una vida e imprime carácter- pero acaso querían dar testimonio, en este momento preciso de la vida catalana, de su fidelidad a la patria común de todos los españoles y recordar, de paso, un momento lejano en que marcaron el caqui.

Yo también evoqué mi juramento, en el lejano 1973, en los campos de San Gregorio, y sentí igual emoción que entonces, puesto que el patriotismo no tiene fecha de caducidad; diría, incluso, que se acrecienta cuando la circunstancia pretende hacerlo impopular, dentro del marco de escepticismo o de negación que se ha impuesto por doquier. Jurar o prometer ante la bandera no está de moda, para qué nos vamos a engañar, y por eso tiene ahora más valor; es decir, que esos casi quinientos cincuenta ciudadanos barceloneses no precisan que en su cartilla se escriba aquello de que el valor se le supone, ya que lo han demostrado en ese sábado lluvioso y magnífico.

Por supuesto, el acto no contó con representación oficial ni de la Generalidad ni del Ayuntamiento de Barcelona; hubiera sido inaudito y, perdónenme la licencia, hubiera supuesto algo así como una especie de profanación o, sencillamente, de escarnio e hipocresía por su impostura; ni estaban ni se les esperaba, ni seguro que nadie deseaba su presencia por parte de los jurandos ni de los soldados. Acudiendo a una cita histórica, allí se estaba al aire libre, sin que importara la lluvia, mientras que los ausentes representantes de las instituciones permanecían –como siempre- al resguardo, en la atmósfera turbia de sus aposentos.

En algunas películas he visto el acto que se celebra en los Estados Unidos para adquirir la ciudadanía, y h sentido un ramalazo de envidia ante el rigor y la solemnidad que encierran dichas ceremonias. Se me ocurre la idea disparatada de que algo por el estilo debiera implantarse en las naciones europeas y, más concretamente, en nuestra España. Incluso, rozando el desatino, pienso que tales actos de compromiso no solo fueran preceptivos para inmigrantes, sino para todo ciudadano que llega a la edad de abandonar la toga praetexta y vestir la toga viril. Claro que, para ello, se precisaría inexcusablemente, que, desde las primeras aulas, se educara y se instruyera en y por el concepto de España.

De momento, y diciendo en catalán aquello de “pisar de peus a terra” (pisar con los pies en el suelo), me felicité de que aquellos más de quinientos hombres y mujeres hubieran dado voluntariamente el paso al frente ante la bandera de todos, aparte de constatar que en mi corazón y en mi inteligencia sigue vigente el juramente que, como tantos españoles de bien, asumí hace bastantes años.

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