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18 abril 2016 • Continuamos la publicación de una serie de artículos sobre los Reyes de España

José Alberto Cepas Palanca

Crónicas reales (2): Juana, la Loca; Felipe, el Hermoso

MAESTRO DE LA VIDA DE JOSÉ: Juana la Loca (1504-1506)

MAESTRO DE LA VIDA DE JOSÉ: Juana la Loca (1504-1506)

Juana I de Castilla, «la Loca» (1479-1555)

Tercera de los hijos de Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón; los Reyes Católicos. Nació en Toledo y fue bautizada con el nombre del patrón de su familia, al igual que su hermano mayor, Juan. Falleció en el Palacio Real – actualmente desaparecido – de Tordesillas (Valladolid) a la edad de 75 años.

Poco se sabe de su infancia, aunque se puede asegurar que recibió una esmerada educación. Dotada de una excelente cultura, Juana estudió comportamiento religioso, urbanidad, buenas maneras propias de la corte, sin desestimar artes como la danza y la música, el entrenamiento como amazona y el conocimiento de lenguas romances propias de la península Ibérica, además del francés y del latín. No es de extrañar que, rodeada de clérigos y severos educadores, sintiera deseos de ser monja. Al menor descuido de sus ayas, dormía en el suelo o se flagelaba. Ya en 1495, Juana daba muestras de escepticismo religioso y poca devoción por el culto y los ritos cristianos. Este hecho alarmaba y descomponía a su madre Isabel, que ordenó que se mantuviese en secreto. No quería firmar documento alguno, ni prestar juramentos, ni ser responsable de nada. Deseaba ser reina, pero no quería asumir el peso del gobierno, aunque se daba perfecta cuenta de todo: se negó a recibir el juramento de fidelidad de las Cortes, alegando que España no podía ser regida por un flamenco ni por la mujer de un flamenco, siendo su voluntad que su padre se encargara del gobierno hasta la mayoría de edad de su hijo Carlos V. Tampoco quiso firmar nada ni con los partidarios del rey, ni con los comuneros. Seguía sin permitir que en su séquito hubiera una sola mujer, fuera de la vieja aya. Sus habitaciones estaban enlutadas, y vestía de riguroso luto, pasando los días sumida en un profundo letargo.

Con el transcurrir de los años, iría cayendo en la soledad, en el retraimiento y en la abulia, desarrollando un carácter taciturno y obcecado. En su juventud, poseía un rostro atrayente y gran simpatía. En lo físico, tenía la cabeza un poco alargada, achatada transversalmente, la mandíbula inferior sobresalía de la superior, el labio inferior grueso, la nariz alargada, y los ojos sobresalientes, un poco rasgados, lo que le daba un aire exótico que la hacía atrayente. El parecido de Juana con su abuela paterna, Juana Enríquez, hizo que su madre la llamara humorísticamente “mi suegra”, y su padre, “madre”. Fiel expresión del estado de Juana, pasado algún tiempo desde su boda con Felipe el Hermoso, es la descripción que Valentín de Carreras dejó de un retrato de la Archiduquesa, pintado posiblemente por el maestro Michel: “La cabeza baja, los párpados túmidos y enrojecidos por el llanto, velando casi por completo las grandes pupilas de sus empañados ojos, y la incierta y vaga mirada, pintan su espíritu agitado por los celos o abatida por la pérdida del objeto amado”. Su estado mental empeoró, posiblemente a causa de los justificados celos generados por su marido o bien por su forma de proceder, totalmente desproporcionado actuando en ocasiones como una persona que no regía mentalmente bien, hasta el punto que en Flandes la llamaban “la terrible”.

Su situación mental degeneró al no querer ocuparse de los asuntos del gobierno y su despreocupación por los actos oficiales. En el testamento que su madre Isabel hizo, poco antes de morir, dejaba bien claro que “dejaba por gobernador de sus reinos a su marido Fernando en ausencia de su hija, la reina doña Juana, y que no queriendo o no pudiendo gobernar, gobernase su marido el rey don Fernando”. El fallecimiento de su marido Felipe la trastornó totalmente. Su vida se convirtió en una desdicha infinita. El juicio de Juana se iba oscureciendo. En sus accesos de repentina cólera, arrojaba a sus camareras cualquier utensilio que tuviera a mano, y ellas tenían que huir en busca de refugio. Pasaba las semanas sin cambiarse de vestido ni de ropa interior. Fue el único caso que en España hubo tres reyes a la vez: la reina Juana, la Loca, su marido, Felipe, el Hermoso, y su padre Fernando, el Católico, aunque las decisiones las tomaba Fernando.

Cuando falleció su marido, comenzó un camino itinerante dirección Granada, donde teóricamente se iba a enterrarle, que nunca se materializó. Finalmente, su padre, Fernando, tomó la decisión de encerrarla en el castillo-fortaleza de Tordesillas de donde nunca saldría, estando encerrada durante 46 años. Estuvo recluida con su hija la pequeña Catalina. Su hijo Carlos V nombraría al marqués de Denia, Bernardo de Sandoval y Rojas, que confundió el cargo de mayordomo de Juana con el de su carcelero. A pesar de sus extravagancias, Juana se conservaba sana de cuerpo.

El aislamiento, su naturaleza mórbida y abúlica, contribuyeron de una forma decisiva a concentrarla cada vez más en sus obsesiones, lo que resultó totalmente pernicioso para su estado mental. Aparecieron las alucinaciones; tanto en sus pesadillas como en estado de vigilia, Juana veía a un gato negro que arañaba a su padre y a su marido (ya enterrado en Granada). En su desvarío, creía que ese gato se había comido a su hija Catalina (que ya no vivía con ella pues se había casado con Juan III de Portugal) y estaba preparado a devorarla a ella también. Se imaginaba que los que la rodeaban, la perseguían con toda clase de burlas y, para mortificarla, escondían sus libros de oraciones. Las dueñas eran almas muertas que tomaban la figura de tal o cual personaje y, la insultaban. En ciertos momentos, daba terribles aullidos y, en otros, presentaba claros signos de manía persecutoria. Los últimos años de su vida fue de un gran sufrimiento físico. Se le declaró una parálisis parcial en una pierna y como consecuencia no podía ni levantarse de la cama. Su cuerpo se llenó de úlceras purulentas. Hubo que recurrir a la violencia para lavarla y cauterizar las pústulas. No controlaba sus evacuaciones. Al final, recuperó algo la lucidez. Pidió un confesor que le administró los sacramentos. Dispuso que su cuerpo fuera cubierto con un hábito, de la misma orden que había llevado su madre y que la enterraran junto a su esposo en Granada.

MAESTRO DE LA VIDA DE JOSÉ: Felipe el Hermoso (1504-1506)

MAESTRO DE LA VIDA DE JOSÉ: Felipe el Hermoso (1504-1506)

Felipe I, el Hermoso (1478-1506)

El 22 de junio 1478, en la ciudad de Brujas (Bélgica), María de Borgoña, duquesa de Borgoña y de Brabante, esposa de Maximiliano I, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, alumbraba un hijo, que recibió el mismo nombre que el de su bisabuelo Felipe, apodado el Bueno. Su nacimiento fue recibido con gran alegría en los Países Bajos; por primera vez tendrían un señor natural. Falleció, con 28 años, en la Casa del Cordón, en Burgos. Está enterrado en la Capilla Real de la Catedral de Granada.
A la edad de cuatro años, Felipe III de Borgoña, perdió a su madre a consecuencia de una caída de caballo que le produjo la rotura de varias costillas. Las provincias borgoñonas – el ducado de Borgoña correspondía aproximadamente con la región actual francesa de Borgoña, en el centro-noreste del país – de las que Felipe tuvo que hacerse cargo (su padre Maximiliano fue llamado a gobernar el Imperio) disfrutaban de un gran descentralización que no conocía capitalidad, ni un ideal común, rigiéndose cada una de ellas por sus propias leyes y gobernadores. Por eso Felipe, obligado a mantener el peso de las tradiciones, después de la Alegre Entrada, ceremonia con la que tomó posesión de sus Estados, confirmó los Privilegios de las ciudades, reforzó los vínculos con las familias dirigentes y respetó la pluralidad de la federación democrática que gobernaba.

Los pueblos que gobernaba Felipe III de Borgoña eran ricos, sus ciudades industriosas y sus gentes vivían holgadamente. Un informe de aquella nos informa que, en general, eran “buenos mozos, tienen bellas pantorrillas, son trabajadores, industriosos, imitan con gusto y tienen grandes dotes musicales; pero también son avaros, charlatanes, ávidos de noticias, recelosos, desagradecidos, crédulos, inmoderados en la bebida y poco a propósito para esfuerzos corporales y trabajos intelectuales. Beben cerveza, y con esta bebida se emborrachan”. La población era alegre y bulliciosa. Cualquier festejo era aprovechado para organizar francachelas y desordenadas orgías. Sus costumbres eran relajadas y la relación entre los sexos no estaba sancionada por leyes severas, como ocurría en España. Los burdeles eran visitados tanto por hombres como por mujeres. Era frecuente que las muchachas del pueblo pasaran una temporada en las casas de mancebía para ganarse su dote. Tal era la sociedad y el país en el que se había educado Felipe III de Borgoña, al que sus conciudadanos empezaron a llamar el Hermoso por sus bellas prendas físicas.

Las relaciones de Castilla con Flandes se remontaban al siglo XIII. Una vez al año, una gran flota castellana llevaba a los puertos de Flandes un cargamento de lanas, hierro, vino y otras mercaderías, que eran permutadas por tejidos y obras de arte.

Las ambiciones hegemónicas de Francia, sobre el centro de Europa y sus intenciones de expansión mediterránea, llevaron a los Reyes Católicos a establecer un sistema de alianzas matrimoniales que englobaban a Portugal y a Inglaterra, potencias atlánticas, y a los Habsburgo, potencia centroeuropea, con el objeto de aislar a Francia. Uno de los frutos de esta política fue el matrimonio entre Felipe III de Borgoña y la infanta Juana, la Loca que se celebró por poderes en Worms (Alemania).

Tras largos preparativos, se organizó una flota de 130 navíos con 15.000 hombres, que zarpó de Laredo (Cantabria) para trasladar a Juana a los Países Bajos. Juana desembarcó en Arnemuiden, en la isla de Walseren. Felipe, que se hallaba en Innsbruck (Austria) con su padre, no pudo ir a recibirla, lo que causó una decepción a la joven desposada. Juana, acompañada por su cuñada Margarita de Austria, casada con Juan, también hijo de Fernando e Isabel, y como ella casada por la política matrimonial española, continuaron viaje a Amberes.

Felipe era un año mayor que su esposa, bien proporcionado de cuerpo, ágil y vigoroso, de tez blanca, cabellos rubios, ojos de dulce mirar, agraciado de rostro, pero no tanto como la leyenda ha transmitido, de estrechas y hermosas manos y dotado de una gran virilidad. Tenía una detestable dentadura, plagada de caries, algo normal en aquella época. Excelente deportista, practicaba todos los deportes al uso de su época, destacando en el juego de pelota, del que era un consumado maestro. De vez en cuando solía desencajársele la rótula de la pierna derecha, que él mismo se volvía a encajar, con su propia mano.

Acompañado de su escolta, Felipe se encontró con Juana, de noche, el 19 de octubre de 1496, en la ciudad belga de Lierre. Apenas fueron presentados, pues no se conocían, se encendió en ambos jóvenes la pasión sexual. Sin esperar al matrimonio canónico, que se había fijado para dos días después, e impacientes por consumar el matrimonio, hicieron venir deprisa y corriendo, al sacerdote más cercano, Diego Villaescusa, deán de Jaén, para que les diera allí mismo, la bendición nupcial. Aquella misma noche quedó consumada la unión. Para Juana el encuentro con Felipe sería decisivo, desarrollándose en ella una desacerbada pasión que habría de dudarle, no ya hasta la muerte de su esposo, sino hasta la de ella misma. Felipe, una vez pasada la novedad, se cansó de tanto requerimiento amoroso, pues ella veía en Felipe más al macho que al esposo. Esta pasión, que no atendía a cálculos ni a reflexiones, se convertiría en una enfermiza obsesión, que la llevaría al borde de la locura, al ver como Felipe la trataba con desdén y la vejaba con sus numerosas concubinas de turno.

Los consejeros de Felipe entendieron que los matrimonios que había convenido Maximiliano I favorecían más a la política de los Habsburgo, que a la de los borgoñones. Quizás, por esta causa pronto empezó a mostrarse el desapego de Felipe hacia Juana. Los españoles que habían venido con Juana fueron desdeñados, nombrándose flamencos de la confianza de Felipe, para los cargos domésticos de Juana.

Tampoco le fueron entregados a Juana, según el contrato matrimonial, los 20.000 escudos de renta que le correspondían, por lo que la situación económica de Juana y sus servidores era pésima. Las tentativas que hicieron los Reyes Católicos, para arreglar la situación, terminaron en un rotundo fracaso.

Debido a una serie de fallecimientos de los hijos y descendientes de los hijos de Isabel y Fernando, inesperadamente, Juana, tercera hija de los reyes españoles, se iba a convertir, de acuerdo con la ley sucesoria española, en la heredera de los tronos de Castilla y Aragón. Las relaciones entre los monarcas españoles y Felipe empezaron a deteriorarse por la decidida francofilia de éste. Se les urgió a los nuevos esposos a trasladarse a España para ser jurados ante las diferentes Cortes, pero un nuevo embarazo de Juana, futura Isabel, retrasó el viaje. Juana, a pesar de los desvíos de su esposo tendría seis hijos. Una vez repuesta del parto comentado, en el 4 de noviembre 1501, los esposos (Archiduques de Austria), abandonaron Bruselas, escoltados por un interminable cortejo. Sólo la servidumbre pasaba de 200 personas; la fila de carruajes, que transportaba un enorme ajuar, se perdía en el horizonte. La comitiva se detuvo en Blois (al sur de Paris) siendo recibidos por el rey de Francia, Luis XII, donde estuvieron varios días. El 26 de enero 1502 llegaron a la frontera española.

Fueron reconocidos como herederos de los reinos de Castilla, Aragón y del Condado Catalán. Al recaer sobre ellos la herencia de los reinos hispánicos, el panorama político europeo cambió radicalmente; Felipe ya era soberano en Flandes, heredero de la poderosa Monarquía española, heredero de Austria y del Imperio alemán. Todas las potencias europeas trataron de ganarse al borgoñón, por lo que Felipe se vio apresado en una intrincada madeja de influencias, obligaciones y presiones, para las que no estaba capacitado, teniendo que evadirse de tan tupida maraña mediante las complejas combinaciones que urdían sus consejeros.

Felipe tuvo que partir para Flandes por motivos políticos, contraviniendo las opiniones su suegro, haciendo caso omiso de las súplicas de su suegra y de su propia mujer, lo que acarreó que Juana, habiendo dado a luz otro vástago, Fernando, mostrase gran impaciencia por reunirse con esposo. La demora de su partida le llevó a mantener duros enfrentamientos verbales con su madre, causándole cierta inestabilidad mental y fuertes depresiones nerviosas. Al final, Juana embarcó en Laredo rumbo a Flandes. Las difíciles relaciones con su marido Felipe, así como el aislamiento en que éste la tuvo, contribuyeron a una progresiva degradación mental de la princesa, cuya abulia y desinterés por las cosas la llevó a no querer hablar con los embajadores que su madre había enviado para que la informaran de la enfermedad que aquejaba a su hija, fue inútil. En este estado de cosas falleció Isabel I de Castilla, en 1504.

En las Cortes de Toro, conforme al testamento de la reina Isabel ya fallecida, se juró a Juana como reina de Castilla y al rey Fernando como Gobernador, ante la ausencia o incapacidad de su hija. Estaba claro que si Juana era declarada incapaz para gobernar, tampoco podía hacerlo Felipe. Casi toda la nobleza se puso del lado del borgoñón, alegando que Fernando, el Católico no les había reconocido sus méritos, entre otras causas.

Fernando, al sentirse más aislado, mandó una embajada a Flandes para persuadir a su hija de que abdicara la Corona de Castilla en él, como único medio de que reinara la paz en el reino. Dicho embajador pudo entrevistarse con Juana y se la pudo convencer, pero el enviado, una vez de vuelta, y con la respuesta afirmativa de Juana, en vez de llevársela a Fernando, le traicionó, y se lo entregó a Felipe. Juana, pagó las consecuencias; Felipe, para evitar otra situación militar, ordenó confinar a su esposa bajo férrea vigilancia, con una guardia de 12 soldados a la puerta de su cámara y la prohibición de que español alguno tuviera acceso a su persona.

La situación se deterioró aún más; Felipe desde Bruselas – no pudo volver a España con rapidez que hubiera querido debido al nuevo estado de buena esperanza de Juana y los preparativos de la posible guerra de Francia contra Fernando – dividió Castilla en zonas de influencia suya entre los Grandes de España- . Fernando aprovechó la coyuntura para contraer matrimonio con Germana de Foix, sobrina del rey de Francia. Fue una jugada maestra. El final fue que Felipe, mediante la Concordia de Salamanca tuvo que reconocer a Fernando como rey de Castilla. El reino seria regido mancomunadamente por Juana, por Felipe y por Fernando, correspondiendo a éste la mitad de las rentas del reino.

Embarcados Felipe y Juana en una lujosa embarcación, La Julienne, escoltados por una flota de 50 barcos que llevaban 2.000 lansquenetes, con los que pensaba enfrentarse a su suegro, si fuese necesario, salieron del puerto de Middelburg, el 8 de enero de 1506. Una fuerte tormenta dispersó la flota, pasada la costa inglesa. A Felipe le entró el pánico, prometiendo su peso en oro a las Vírgenes de Guadalupe y Montserrat si conservaba la vida, mientras Juana fue la única que conservó la calma; en medio de la tempestad ordenó que se le sirviera la comida, diciendo: “No sé de ningún rey que haya muerto ahogado, por eso no siento ningún temor”.

Una vez en desembarcados en La Coruña, y visto el tropel de nobles que habían venido a recibir a su marido desde Laredo, que era el lugar de destino de la pareja real, Juana dejó muy claro que ella había venido a entrevistarse con su padre y no para desposeerle del gobierno de los reinos castellanos, en consecuencia, Juana se negó a confirmar los privilegios de la villa, en tanto no viera a su padre. Felipe, hizo lo mismo que había hecho en Flandes con ella; aisló a su esposa rodeándola de guardias e impidiendo que tuviera trato con ninguna persona que no gozara de su confianza. El borgoñón, reunió a sus nobles y les comunicó que no iba a reconocer la Concordia de Salamanca y que se opondría a cualquier pacto que menoscabara su derecho a ejercer el exclusivo gobierno de Castilla.

Fernando mando emisarios a Felipe, en cuanto se enteró de su llegada a España, para conseguir una entrevista.

Inicialmente la situación se fue decantando a favor de Felipe, pero poco a poco los nobles se dieron cuenta que sus reclamaciones no iban a tener éxito, pues Juan Manuel, una especie de valido de Felipe, dilataba la consecución de sus ambiciones. Finalmente la nobleza española solo consiguió migajas de cuanto pedía. Los flamencos estaban consiguiendo los mejores cargos políticos y poco era lo que quedaba para los españoles. Este hecho creo mucho malestar, hasta tal punto que cuando Felipe se reunía con sus consejeros, encabezados por el tal Juan Manuel, tenía que hacerlo en secreto y si salía de caza, lo hacía a escondidas. Estos hechos empezaron a influir en el ánimo de la nobleza española, manifestándose las primeras disensiones y un incipiente sentimiento de odio hacia los flamencos, que iría creciendo con el paso de los días, aunque de momento estas manifestaciones quedaron circunscritas al ámbito de la Corte.

Mientras la popularidad de Felipe se acrecentaba, la de Fernando de Aragón iba decreciendo aceleradamente. No sólo era abandonado por los nobles, sino también por los prelados, lo que hacía su situación más difícil. Finalmente cuando Fernando, que veía acercarse su derrota, se plegó a todas las exigencias de sus enemigos. Entonces fue cuando Felipe se avino a entrevistarse con su suegro; el 20 de junio de 1506 se reunieron en El Remesal, pequeña alquería cercana a Puebla de Sanabria, en Zamora. Felipe se presentó con todas sus tropas, lansquenetes suizos, por el contrario Fernando desarmado, sólo lo hizo con el fiel duque de Alba y algunos fieles caballeros de su casa, montados en mulas. La entrevista entre suegro y yerno, fue breve y no se llegó a acuerdo alguno. Felipe se mantenía en sus trece, y se negó que el padre se entrevistara con su hija Juana.

Hubo, a través del cardenal Cisneros, otro acuerdo La Concordia de Villafáfila, mediante el cual, Fernando se retiraba a sus reinos de Aragón y se reconocía que Felipe podía gobernar en solitario, independientemente que Juana estuviera o no capacitada para hacerlo. Fernando perdió totalmente.

Felipe, dueño ya del poder, empezó a gobernar. Las ciudades no secundaron los deseos de Felipe de apartar a la reina Juana del gobierno, entonces Felipe recurrió a los nobles. Pero el Almirante de Castilla, Pedro López de Padilla, se negó a dar su consentimiento mientras no comprobara el estado mental de la reina Juana, que estaba recluida en el castillo de Mucientes (Valladolid). Felipe se vio obligado a permitir la entrevista. El Almirante concluyó tras la visita, que no había razones suficientes para que estuviera encerrada y aconsejó llevarla a Valladolid para que presidiera las Cortes que allí se iban a celebrar.
Mientras Felipe, sin contar para nada con su esposa, propietaria de los reinos castellanos, dilapidaba el patrimonio concediendo privilegios, fortalezas, villas, ciudades y rentas a los flamencos y a los españoles más adictos a su causa, – entre ellos el Alcázar de Segovia, fortalezas como Atienza, Jaén, Burgos y Plasencia – al tiempo que despojaba de sus cargos a los antiguos servidores de Isabel y Fernando.

Las presiones de Felipe para declarar a su esposa incapaz para gobernar, llevó a los procuradores a solicitar una audiencia con la reina. Juana, con mucha tranquilidad y en presencia de su esposo declaró: “No me parece conveniente que mi reino sea regido por flamencos, y que mi deseo era que su padre siguiera en el reino hasta la mayoría de edad de mi hijo Carlos”. Hablaba de Carlos V.

Felipe, muy a su pesar, se vio obligado a recomponer las complejas relaciones que mantenía con su esposa, consiguiéndolo con muchas atenciones, pues el ascendiente afectivo que mantenía sobre Juana era muy fuerte, especialmente en el plano sexual.

El 12 de julio de 1506, Felipe condujo a su esposa ante los procuradores, en Valladolid, quienes juraron a Juana como reina, a Felipe como rey consorte y al primogénito de ambos, Carlos, como heredero. Si bien Felipe no había conseguido que se declarase a Juana incapaz para gobernar, obtenía un gobierno personal, que era lo que siempre había deseado.

Las arcas castellanas quedaron prácticamente vacías, a causa de la infinidad de mercedes y prebendas que Felipe tuvo que repartir entre los que le habían ayudado a conseguir el reino, pero sus tropas suizas, no cobraron nada. Tuvo que subir los impuestos, pero los campesinos se negaron a pagar, y ante la penuria económica, tuvo que recurrir a la venta de cargos. Esta forma de conseguir numerario se practicó oficialmente con mucha frecuencia hasta bien entrado el siglo XIX.

Los nobles y grandes españoles protestaron de nuevo; a ellos no se les había dado prácticamente nada. La situación iba camino de convertirse en explosiva y el odio hacia los flamencos no dejaba de aumentar.

La Concordia de Villafáfila se convirtió en papel mojado ante el incumplimiento sistemático de todos sus términos. En 1506, la pobreza y mendicidad en Castilla aumentaron, ayudadas por una epidemia de peste, de una manera alarmante. Ese año, los reyes, en septiembre se alojaron en la Casa del Cordón, en Burgos, ciudad que se convirtió en una fiesta, con corridas de toros, bailes, fiestas y cacerías. Felipe llevaba una vida licenciosa, entregado a los placeres, rodeado de jóvenes que le proporcionaban aventuras, frecuentando a menudo lugares disolutos. Su favorito, Juan Manuel, el 16 de septiembre organizó un gran banquete en la fortaleza, y después, una cabalgada por los campos. Al regreso, Felipe se sintió con fuerzas para retar a un partido de pelota a un fornido vizcaíno, capitán de su guardia.

FRANCISCO PRADILLA: Doña Juana la Loca (1877), Museo del Prado (Madrid)

FRANCISCO PRADILLA: Doña Juana la Loca (1877), Museo del Prado (Madrid)

Terminado el partido, Felipe se sintió muy cansado y con una sed abrasadora, bebiendo copiosamente de un jarro de agua fría que le sirvieron. En los días siguientes, a pesar de la fiebre que tenía, siguió haciendo su vida normal. Pero el día 19, acometido de escalofríos, fue necesario llamar al médico. El día 20, además de la alta fiebre y dolores en el costado, empezó a tener vómitos de sangre. El médico comprobó que el cuerpo del enfermo estaba salpicado de erupciones, como si fuera viruela, y una fuerte hinchazón en la garganta, en el paladar y en la lengua. El día 23 estuvo continuamente atormentado por diarreas y consumiéndose lentamente. Se le administró la extremaunción, muriendo el día 25, hacía las dos de la tarde. Tenía 28 años.

Aunque se habló de envenenamiento, la opinión más generalizada de médicos y cronistas fue que la peste la causa más probable, ya que la epidemia venía extendiéndose en España desde 1502.

Juana, desde que Felipe cayó enfermo, no consintió en separarse de su esposo. Día y noche permaneció a la cabecera del lecho del enfermo, al que cuidó con gran cariño, a pesar de su avanzado estado de gestación. Ante el temor de que quisieran envenenarlo, ella misma probaba las medicinas, comidas y bebidas antes de dárselas al enfermo.

La muerte de su esposo asumió a Juana en un gran dolor y desesperación. Arrodillada al lado de su lecho, acariciaba el cadáver como si aún estuviera vivo. A las cinco de la tarde se la pudo separar del difunto. El cadáver de Felipe, el Hermoso fue embalsamado, siendo su corazón colocado en una caja de oro para enviarlo a Flandes. Luego, vestido con magníficos ropajes, se le introdujo en un ataúd de plomo y madera, y fue llevado a la catedral de Burgos, donde se ofició un réquiem de difuntos. Terminados los actos religiosos, el féretro fue llevado a la Cartuja de Miraflores (Burgos), donde una sepultura provisional acogió el cadáver, junto a los restos de Juan II de Castilla, ya que Felipe había dejado testado que su cuerpo reposara en Granada, junto a su suegra, Isabel I de Castilla.

Al declararse la epidemia de peste, comentada, Juana tuvo que refugiarse en Torquemada (Palencia) y con ella fue su difunto marido del que no quería separarse. Embarazada de Catalina, Juana I de Castilla inició una larga y estrambótica procesión por todo el reino con el ataúd del rey a la cabeza. Durante ocho meses, Juana caminó pegada al catafalco de su esposo en un cortejo fúnebre que despertó asombro e incluso miedo entre la población. Tras un largo peregrinar – es popularmente conocido el cuadro de este peregrinar, vestida de negro con el féretro de Felipe, por la geografía castellana – su padre la recluiría en Tordesillas, junto al cadáver de Felipe. Años más tarde, cuando Juana murió, sus restos y los de su esposo reposaron en la Capilla Real de la catedral de Granada.

El reinado de Felipe I fue efímero, apenas un par de meses desde que fue jurado en Valladolid. Su temprana muerte le ahorró tener que enfrentarse a varios conflictos que ya se estaban gestando: acechanzas que le preparaba su maquiavélico suegro, gobernar un pueblo totalmente desconocido, cuya nobleza, ya estaba descontenta de verse privada de las numerosas mercedes que esperaban recibir, y la amenaza de Francia, siempre dispuesta a saltar sobre España, Flandes e Italia.

Felipe, el Hermoso, que también pudo pasar a la historia como “el Mujeriego”, “el Cojo”, o “el Desdentado”, educado en la exuberante sociedad flamenca, donde las libres relaciones entre los dos sexos se contemplaban con normalidad, fue un infatigable amante, siendo ésta la causa de los disgustos y desdichas de Juana. El embajador Gómez de Fuensalida dijo de él: “Era un buen hombre, pero abúlico; totalmente entregado a sus favoritos, que lo arrastran por el torbellino de la vida, de un banquete a otro y de una mujer a otra”. Por lo demás, la muerte de Felipe I no despertó un sentimiento de aflicción entre los españoles, que jamás fueron sus amigos.

Bibliografía

MANUEL RÍOS MAZCARELLE. Diccionario de los Reyes de España.

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Entradas anteriores de la serie:

[1] Isabel y Fernando