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14 abril 2016 • Un siglo de liberalismo desembocó en una revolución marxista

Angel David Martín Rubio

Aniversario de la II República: nada que celebrar

11-marzo-1936: incendio de la Iglesia de San Luis (Madrid) por los frentepopulistas

11-marzo-1936: incendio de la Iglesia de San Luis (Madrid) por los frentepopulistas

Como consecuencia de su turbulenta historia durante el siglo XIX, España entra en el siglo XX en una situación muy deficiente. Su estructura económica no está a la altura de las necesidades. Su estructura social es particularmente propicia al choque revolucionario: grupos proletarios grandes y con pocas posibilidades de mejora, campesinos sin tierra, clase dirigente egoísta e ineficiente, intelectuales resentidos… todo ello es en buena medida consecuencia de las deficiencias políticas.

En poco más de un siglo hubo muchas situaciones políticas, cada una con su Constitución que era un programa; pero ninguno de estos regímenes se consolidó ni puso en marcha instituciones aceptadas, respetadas y cumplidas. Ríos Rosas, Presidente de la Cámara del Congreso de los Diputados durante varias Legislaturas durante el siglo XIX, lo confesó en el Parlamento: “Es preciso decir la verdad al país; es preciso decirle que todos, vosotros y nosotros, hemos sido dictadores; que todo ha sido mentira y farsa”.

Fracasado el intento del general Primo de Rivera de poner orden administrativo y económico sin nuevas ideas políticas, la oligarquía desplazada se pone de acuerdo para deshacer lo existente sin mucho que ofrecer a cambio. En medio de la crisis económica de los años 1930 y 1931, no se puede ni volver al turno pacífico de los partidos, ni encontrar figuras para un Gobierno Nacional, ni volver a ensayar un Dictador. La Monarquía, casi sin defensores, fue desechada primero y eliminada después por una coalición de viejos políticos, intelectuales, masas socializantes, separatistas y sectarios.

Caída de la Monarquia e implantación de la República

La República se estableció como resultado de la actuación de una minoría audaz que se adueñó del Estado con el pretexto de unas elecciones municipales que no ganó y que, por sí mismas, no permitían ese fin.

Decisiva resultó la presión del Comité revolucionario que venía actuando desde meses atrás y que el 13 de abril dirigía un manifiesto al país acompañado de manifestaciones y alborotos en la calle.

En la entrevista del Conde de Romanones con el presidente de dicho Comité, Alcalá Zamora, éste se negó a aceptar ningún acuerdo y solo se avino a conceder un plazo para que el rey saliera de Madrid, transcurrido el cual no respondía de lo que ocurriera. Alfonso XIII se dio por enterado de la amenaza, renunció a defender el Estado de que era cabeza y abandonó España. La monarquía liberal implantada en España por la fuerzas de las armas un siglo atrás caía ahora víctima de sus propias contradicciones.

Más tarde, José Antonio Primo de Rivera describe, en sus discursos y escritos, que muchos creyeron ver en la fecha inaugural de la República una ocasión jubilosa para la devolución de un espíritu nacional colectivo y la implantación de una base material humana de convivencia entre los españoles. A mi juicio, José Antonio sobrevaloró las posibilidades teóricas del régimen y estuvo más avisado Ramiro Ledesma al detectar que toda la propaganda del movimiento antimonárquico se hizo sobre la oferta de un sistema burgués-parlamentario, sin apelación ninguna a un sentido nacional ambicioso y patriótico, y sin perspectiva alguna tampoco de trasmutación económica, de modificaciones esenciales que respondieran al deseo de una economía española más eficaz y más justa.

En realidad, la parte mayoritaria y más sana del pueblo español se alejó paulatinamente de la República o nunca llegó a identificarse con ella al comprobar cómo la Constitución y la práctica gubernamental de los años siguientes daban paso a una política sectaria, arbitraria y ajena a sus más profundas convicciones.

La Constitución de 1931

Decir que la Segunda República fue un fracaso es casi una tautología pero, desde luego, dicho fracaso no se debió a ninguna negra conspiración de presuntas fuerzas reaccionarias opuestas al progreso que el nuevo régimen habría propiciado sino al planteamiento que éste siguió desde el principio.

En efecto, la República de 1931 no se concibió simplemente como una forma de Gobierno en la que el Presidente era designado por sufragio universal porque quienes la implantaron la dotaron de un contenido político que nació lastrado por la hipoteca que suponía el pacto previo con el Partido Socialista y los separatistas.

Como eran conocedores del verdadero estado de la opinión pública, sorprendida por el audaz éxito de los golpistas, ninguno de los que trajeron la República estaba dispuesto a admitir unas elecciones democráticas. Desde luego, no se puede dar la consideración de democrático al plebiscito que sirvió para formar las Cortes Constituyentes pues el proceso estuvo controlado en todos sus pasos por el auto-proclamado Gobierno Provisional. No existía oposición porque la coalición republicano-socialista era la única de las fuerzas en presencia que tenía una organización interna ya previamente establecida mientras que las derechas venían siendo aterrorizadas con episodios como los incendios y saqueos de conventos, iglesias, bibliotecas… llevados a cabo en numerosos lugares de España poco antes de las elecciones y carecieron de tiempo y de unas circunstancias que permitieran articular los nuevos partidos. Además, las izquierdas —según el más viejo estilo caciquil— contaron con todo el apoyo del Ministerio de la Gobernación.

Años más tarde el propio el propio Alcalá Zamora reconocerá que aquellas Cortes “adolecían de un grave defecto, el mayor sin duda para una Asamblea representativa: que no lo eran, como cabal ni aproximada coincidencia de la estable, verdadera y permanente opinión española”. En consecuencia: “La Constitución se dictó, efectivamente, o se planeó, sin mirar a esa realidad nacional […] Se procuró legislar obedeciendo a teorías, sentimientos e intereses de partido, sin pensar en esa realidad de convivencia patria, sin cuidarse apenas de que se legislaba para España”. Y con toda la trascendencia que da a su juicio su condición de Presidente del Gobierno Provisional formula esta acusación sobre el nuevo estatuto jurídico: “se hizo una Constitución que invitaba a la guerra civil”.

El balance del primer bienio, llamado republicano-socialista por el color político del Gobierno presidido por Azaña no puede ser más deplorable: numerosos incendios de iglesias además de los ya citados; la permanente situación de anormalidad constitucional por el mantenimiento en vigor de leyes como la citada o la llamada de Vagos y Maleantes que preveía la creación de campos de trabajo; eliminación de la educación de iniciativa religiosa con grave perjuicio directo para cientos de miles de estudiantes; concesión del derecho de autonomía a Cataluña que empezó a ser utilizado inmediatamente para socavar la legalidad y, más tarde, sublevarse contra ella; frustración de las expectativas de una reforma agraria, deterioro de las condiciones de vida reflejada en el aumento de las muertes por hambre, que volvieron a cifras de principios de siglo; brutalidad policial de la que los sucesos de Casas Viejas son únicamente un ejemplo; aumento espectacular de la delincuencia y deterioro del orden público con huelgas, incendios, saqueos, atentados, explosiones, intentonas revolucionarias… en dos años la República provocó un número mucho mayor de muertes de obreros que las que habían tenido lugar durante todo el período histórico anterior.

El Gobierno de la Generalidad (Companys en el centro) después de su rebelión del 6 de octubre de 1934

El Gobierno de la Generalidad (Companys en el centro) después de su rebelión del 6 de octubre de 1934

La sublevación de 1934

Pero fue el Partido Socialista quien finalmente destruyó aquella República de la que estaba llamado a gestionar su agonía sometido a los dictados de Moscú.

El predominio del Partido fundado por Pablo Iglesias se debió a la falta de una base social en la que sustentar el régimen naciente. A la vista del resultado electoral, Azaña descartó a los republicanos radicales de Lerroux y dio entrada en su Gobierno a un partido marxista cada vez mas escorado hacia la ruptura revolucionaria con las instituciones democráticas. Ya en 1931, el socialista Largo Caballero, Ministro de Trabajo, advirtió con toda claridad del papel que aguardaba a los republicanos al amenazar con la guerra civil si las Cortes Constituyentes eran disueltas cuando terminaron de cumplir su misión:

Ese intento sólo sería la señal para que el Partido Socialista y la Unión General de Trabajadores lo considerase como una nueva provocación y se lanzasen incluso a un nuevo movimiento revolucionario. No puedo aceptar tal posibilidad que sería un reto al partido y nos obligaría a ir a una guerra civil (Informaciones, Madrid, 23-noviembre-1931).

Y en 1933 se decía:

Vamos legalmente hacia la evolución de la sociedad. Pero si no queréis, haremos la revolución violentamente. Esto, dirán los enemigos, es excitar a la guerra civil. Pongámonos en la realidad. Hay una guerra civil. ¿Qué es si no la lucha que se desarrolla todos los días entre patronos y obreros? Estamos en plena guerra civil. No nos ceguemos, camaradas. Lo que pasa es que esta guerra no ha tomado aún los caracteres cruentos que, por fortuna o desgracia, tendrá inexorablemente que tomar (El Socialista, Madrid, 9-noviembre-1933).

Las amenazas se convirtieron en realidad en Octubre de 1934 y a partir de la ocupación del poder por el Frente Popular en febrero de 1936.

La reacción del país determinó el acceso al Parlamento, en noviembre de 1933, de una mayoría de derechas y centro. Pero la respuesta a esta decisión democrática la dio el Partido Socialista, de definido carácter marxista y subversivo, preparando y llevando a cabo una sublevación armada.

La revolución se desencadena en octubre del mismo año 1934 con el pretexto de que un partido político la CEDA, triunfante en las recientes elecciones, obtuviera en el Gobierno una parti­cipación no desproporcionada ni abusiva, sino modesta e incluso inferior a su importancia numérica en el Parlamento.

La llamada Revolución de Octubre fue, en realidad, un fracasado golpe de estado protagonizado por una amplia coalición de izquierdas y separatistas. Sólo en Asturias, las bajas causadas por la revolución fueron 4.336, de las cuales 1.375 muertos y 2.945 heridos; fueron incendia­dos o deteriorados 63 edificios particulares, 58 Iglesias, 26 fá­bricas, 58 puentes y 730 edificios públicos.

Salvador de Mada­riaga ha reconocido que “con la revolución de 1934, la izquierda española perdió hasta la sombra de autoridad moral para condenar la rebelión de 1936”. Y es que estos sucesos son la prueba de que, para Azaña y los socialistas, no se admitía que la República fuese una forma de Estado en la que cupiesen tendencias políticas diferentes sino que en la práctica se la consideraba un régimen que negaba el derecho a la existencia a quienes no comulgasen con sus postulados.

Sofocada la revuelta con las armas quedó de manifiesto la incapacidad de los más altos poderes para responder al atentado sufrido y, mientras la propaganda izquierdista convertía a los delincuentes en mártires y al Gobierno en verdugo, los mismos organizadores de la Revolución se preparaban para un segundo y definitivo asalto al poder que tendría lugar después de las elecciones del 16 de febrero de 1936.

En un artículo vetado por la censura, José Antonio habló de “victoria sin alas” para referirse a la del 19 de noviembre de 1933, cuando las elecciones dieron paso a una sucesión de gobiernos en los que la CEDA apoyaría en el parlamento al Partido Radical. Más tarde, con una timorata presencia en el banco azul, Gil Robles eligió un camino que significaba el suicidio y la definitiva bancarrota de su partido: estrechar vínculos con los desprestigiados radicales de Lerroux arrastrando en su fracaso las banderas que no había sabido defender. El “bienio estúpido” —como lo calificó el propio José Antonio en varias ocasiones— se liquidaba como fruto de una maniobra calculada por Alcalá Zamora sin que la CEDA hubiera cumplido su programa electoral y sin haber aprovechado la ocasión que se abría después de haber neutralizado la ofensiva socialista y separatista de Octubre de 1934:

Ni reforma agraria, ni transformación económica, ni remedio al paro obrero, ni aliento nacional en la política. Chapuzas para remediar algún estrago del bienio anterior y pereza. Pereza mortal para dejar que los problemas se corrompan a fuerza de días, hasta que llegue otro problema y los quite de delante (“España estancada”, Arriba, 21-marzo-1935).

Entierro de Calvo Sotelo

Entierro de Calvo Sotelo en vísperas de la Guerra Civil: el terror rojo actuaba con impunidad desde las elecciones de febrero de 1936

De las elecciones de 1936 al Frente Popular

La inmensa mayoría de políticos izquierdistas que integraron el Frente Popular con vistas a dichas elecciones preconizaba la acción directa y enarbolaban la misma bandera de la revolución de Asturias; por ello, nada tiene de extraño el hecho de que, con ocasión de la convocatoria, se concertaran para utilizar los cauces democrá­ticos del sufragio universal y al propio tiempo actuar con métodos radicales que habían de provocar un ambiente de violencia que retrajera de las urnas a numerosas personas.

En definitiva, lo que se trataba era de asaltar el Poder utilizando todos los medios para lograr con el fraude, la violencia y el amaño, la mayoría que, como era previsible, el cuerpo electoral había de negarles.

El proceso que llevó al Frente Popular desde un ajustado resultado electoral a redondear una mayoría en las Cámaras tuvo su culminación con la ilegal destitución del Presidente de la República y su sustitución por Manuel Azaña. Durante los meses que transcurren entre febrero y julio de 1936 se asiste al desmantelamiento del Estado de Derecho con manifestaciones como la amnistía otorgada por decreto-ley, la obligación de readmitir a los despedidos por su participación en actos de violencia político-social, el restablecimiento al frente de la Generalidad de Cataluña de los que habían protagonizado el golpe de 1934, las expropiaciones anticonstitucionales, el retorno a las arbitrariedades de los jurados mixtos, las coacciones al poder judicial…

Ángel Ossorio y Gallardo, un colaborador destacado del Frente Popular definía en el estado de cosas vigente en los siguientes términos:

A estas horas ―hablemos claro, aunque nos duela―, ni el Gobierno, ni el Parlamento, ni el Frente Popular significan en España nada. No mandan ellos. Mandan los inspiradores de las huelgas inconcebibles; los asesinos a sueldo y los que pagan el sueldo a los asesinos; los mozallones que saquean los automóviles en las carreteras; los que tienen la pistola como razonamiento… ¿hay alguien contento, o siquiera conforme, con tal estado de cosas? Nadie. Ninguno sabe lo que va a pasar aquí, ni presume quién sacará el fruto de la anárquica siembra (La Vanguardia, Barcelona, 19-junio-1936).

Y los socialistas pedían desde Claridad:

Si el estado de alarma no puede someter a las derechas, venga, cuanto antes, la dictadura del Frente Popular. Es la consecuencia lógica e histórica del discurso de Gil Robles. Dictadura por dictadura, la de las izquierdas ¿No quiere el Gobierno? Pues sustitúyale un Gobierno dictatorial de izquierdas […] ¿No quiere la paz civil? Pues sea la guerra civil a fondo […] Todo menos el retorno de las derechas. Octubre fue su última carta y no la volveremos a jugar más.

Faltaba muy poco para que los españoles pudieran comprobar que las amenazas del Partido Socialista Obrero Español no eran en vano y que sus invocaciones al enfrentamiento armado no eran simple retórica.

La dictadura del Frente Popular y la Guerra Civil

Al tiempo, actuaban con toda impunidad los activistas del Frente Popular protagonizando hechos que, una y otra vez, fueron denunciados en el Parlamento sin recibir otra respuesta que amenazas como las proferidas contra Calvo Sotelo, sacado de su domicilio asesinado poco después por un piquete compuesto por miembros de las fuerzas de orden público y elementos civiles vinculados al Partido Socialista.

Al cerrarse el 15 de julio la última sesión de la Diputación Permanente de las Cortes podía hacerse el siguiente balance:

“Desacreditado el sufragio, invalidado el Parlamento, asesinado por fuerzas servidoras del Estado el Jefe más representativo de la oposición, aceptada la violencia y la beligerancia como norma gubernamental, desatada la pasión sanguinaria, parecen cerrados todos los caminos a las soluciones políticas y a la esperanza. Estas son las conclusiones que se deducen del acta de la dramática sesión, que es como un responso a las instituciones democráticas muertas a mano airada por quiénes se habían erigido en sus definidores y guardianes» (Joaquín Arrarás).

Como a otros muchos españoles, el asesinato de Calvo Sotelo conmovió profundamente a Francisco Franco. Él estaba convencido que al Ejército no le es lícito sublevarse contra un Partido ni contra una Constitución porque no le guste; pero tiene el deber de levantarse en armas para defender a la Patria cuando está en peligro de muerte. Estaba decidido a sumarse al Alzamiento pero ahora se vio impelido con toda urgencia a una sublevación en la que era necesario adelantarse al enemigo si se esperaba tener alguna posibilidad de éxito:

“Al mediodía del 13 de julio con gran indignación mi primo afirmó que ya no se podía esperar más y que perdía por completo la esperanza de que el gobierno cambiase de conducta al realizar este crimen de Estado, asesinando alevosamente a un diputado de la nación valiéndose de la fuerza de orden público a su servicio. La decisión de Franco era definitiva e irrenunciable. Yo no lo dudé un momento y puedo afirmar que sentí deseos de que cuanto antes se alzase contra el gobierno del Frente Popular mucho mejor, pues nos estábamos exponiendo a que los comunistas nos ganaran la mano y, con ello, se llevasen la ventaja de la iniciativa. Este horrendo crimen había de unir a todos los elementos de orden y justificaba por completo la iniciación del movimiento militar” (Franco Salgado-Araujo, Francisco, Mi vida junto a Franco, Planeta, Barcelona, 1977, 150).

En conclusión, lejos de hablar a partir del 16 de febrero de 1936 de las consecuencias de una victoria electoral de las izquierdas, hay que referirse a un proceso de ocupación del poder por parte del Frente Popular. A partir del Alzamiento Nacional de julio de 1936, la “completa implosión política de un sistema” significó la liquidación de los restos de legalidad que sobrevivían a la ofensiva revolucionaria iniciada en febrero.

En realidad, lo ocurrido en la retaguardia frentepopulista a partir del comienzo de la guerra se había incoado en los meses anteriores, la diferencia radica en que, desde el 18 de julio, se entra en un momento distinto del proceso al sacudirse las organizaciones revolucionarias la relativa tutela que el Gobierno republicano venía ejerciendo.

La táctica utilizada hasta entonces pretendía desembocar en la nueva situación a partir de un deterioro progresivo de las condiciones socio-políticas que se estaba logrando mediante la actividad violenta; ahora los revolucionarios pueden actuar sin traba alguna, es decir sin las escasas limitaciones que les imponía su colaboración con un Gobierno que dependía de ellos para sostenerse en el poder.

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