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16 febrero 2016 • No nos podemos conformar con la imagen de la España tosca y burda

Manuel Parra Celaya

De ética y de estética: aforismos sobre la elegancia

Hoy me he propuesto no escribir de política. Está tan confuso el panorama que, al no ser augur profesional, cualquier disquisición caería inevitablemente en el tópico, en la indignación o en la estéril verborrea. Acudo, pues, a mi vena orsiana, mediante sencillos aforismos sobre la elegancia, en los que el lector avezado reconocerá gran parte de mis inquietudes en esta hora de España.

La elegancia no consiste esencialmente en un corte de traje impecable o en llevar una corbata a juego; tampoco, en un conjuntado atuendo deportivo como simulación de le edad juvenil; ni en un seguir la moda, en la opción de lo cuidadosamente descuidado, o en el corte de pelo, más o menos acertado. Es una actitud permanente, que tiene mucho de innato y bastante de educación, eso sí, asimilada a fondo.

La elegancia equivale a señorío, eso que se puede mostrar tanto en las manos callosas de un campesino, en el mono de trabajo del taller mecánico o en el traje de fiesta; a condición de que ninguno de los tres sea un disfraz, falso o artificioso por naturaleza. Jamás estará reñida la elegancia con lo popular, pero sí con su fingimiento; rechina con el barniz de casticismo y choca frontalmente con lo populachero y lo adocenado.

La elegancia implica un saber estar, ya sea subiendo por una escalera de mármol, ya bajando por una de servicio; en ambos casos le caracteriza la humildad. Se demuestra ascendiendo a un palacio y descendiendo de él, que ambas cosas son importantes.

La elegancia no es contraria al rigor y a la firmeza y sí a la altanería y a la vacuidad; al afán de humillar al otro, al rencor y al odio.

La elegancia brota de lo íntimo a lo exterior; de lo privado a lo público; de lo personal a lo social; de lo humano a lo político: Se muestra en la palabra, en el gesto y en el discurso. En el pensamiento y en la obra. En la intención. En el alma que aflora a los ojos, aunque, como dice el Maestro, el alma es espejo de los ojos, y no al revés.

Es antagonista decidida de la ordinariez, del imperio de lo cutre; asimismo, está en las antípodas de la mentira y de la manipulación, del embeleco y de la demagogia. No casa con la violencia verbal o moral, a veces, mucho más dañinas ambas que la física, porque encierran en su fondo una tremenda cobardía espiritual.

La elegancia se advierte, a primera vista, en el trato; en el respeto a la dignidad y a la libertad profunda del prójimo; por ello, admite la complicación o la dificultad en ese trato, pero impugna rotundamente el chalaneo.

La simulación de la elegancia se denomina afectación, pecado porque se sustenta en la hipocresía. La afectación deviene, en la mayoría de los casos, en la chabacanería o, lo que es peor, en la cursilería redomada.

La elegancia no se suele perder; pero, cuando esto ocurre accidentalmente, no queda más remedio que pedir humildemente perdón y cumplir la penitencia.

Estos ocho aforismos encierran, claro está, designio de cosa pública. No nos podemos conformar con la imagen de la España tosca y burda con que nos están cortejeando nuestros bajos instintos a diario, con la excusa y el chantaje de remediar nuestros males. Precisamos de una alta temperatura espiritual que nos devuelva a la virtud de la elegancia y arrumbe con la zafiedad que nos invade, tenga esta sus raíces y sus efectos en lo económico, en lo sociológico, en lo político, en lo educativo. En el ademán o en el atuendo.

Será entonces como despertar de un mal sueño, iluminados por un rayo de sol primaveral. Pero, para salir a la calle con el rostro lavado tenemos que tocar a rebato en nuestro interior, previamente, para esta cruzada a favor de la elegancia.

(¡Ya sabía yo que, a pesar de mis buenas intenciones, terminaría, escribiendo de política!)