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16 enero 2016 • "Haced lo que Él os diga"

Marcial Flavius - presbyter

2 Domingo después de Epifanía: 17-enero-2016

Rito Romano Tradicional

Evangelio

Jn 2, 1-11: En aquel tiempo, había una boda en Caná de Galilea y la madre de Jesús estaba allí; Jesús y sus discípulos estaban también invitados a la boda. Faltó el vino y la madre de Jesús le dice: −No les queda vino. Jesús le contesta: −Mujer, déjame: todavía no ha llegado mi hora.

Su madre dice a los sirvientes: −Haced lo que Él os diga.

Había allí colocadas seis tinajas de piedra, para las purificaciones de los judíos, de unos cien litros cada una. Jesús les dice: −Llenad las tinajas de agua. Y las llenaron hasta arriba. Entonces les manda: −Sacad ahora y llevádselo al mayordomo.

Ellos se lo llevaron. El mayordomo probó el agua convertida en vino, sin saber de dónde venía (los sirvientes sí lo sabían, pues habían sacado el agua), y entonces llama al novio y le dice: −Todo el mundo pone primero el vino bueno, y cuando ya están bebidos el malo; tú, en cambio, has guardado el vivo bueno hasta ahora.

Así, en Caná de Galilea, Jesús comenzó sus signos, manifestó su gloria y creció la fe de sus discípulos en Él.

Bodas de Caná

Reflexión

Cerrado el ciclo de la infancia de Jesús en el Tiempo de Navidad, la sagrada liturgia comienza a hablar de su vida pública evocando su primer milagro que tenía por finalidad, al igual que la Epifanía y el Bautismo, manifestar al mundo su gloria de Hijo de Dios: «este fue el primer milagro que hizo Jesús, en Caná de Galilea, y manifestó su gloria y creyeron en Él sus discípulos» (Jn 2, 11).

En el bautismo de Cristo, «se abrieron los cielos» (Mt 3, 16) que el pecado de Adán había cerrado; y las aguas fueron santificadas por el descenso de Jesús y del Espíritu como preludio de la nueva creación del orden sobrenatural y de la gracia. En Caná, el agua se transformó en vino. Podemos pensar en otra maravillosa transformación que realiza Jesús en nuestras almas por medio de la gracia: el agua de nuestra pobre naturaleza humana es hecha partícipe de la naturaleza divina y, por así decirlo, cambiada en el vino nobilísimo de la vida del mismo Cristo. El hombre se convierte así, por la gracia, en miembro de Cristo, hijo adoptivo de Dios, templo del Espíritu Santo.

La oración del Ofertorio que acompaña a la mezcla del agua con el vino en el cáliz hace referencia a esta admirable transformación:

Deus, + qui humanae substantiae Dignitatem mirabiliter condidisti, et mirabilius reformasti: da nobis per hujus aquae et vini mysterium, ejus divinitatis ese consortes, qui humanitatis nostrae fieri dignatus est particeps, Jesus Christus, Filius tuus, Dominus noster: […]
O Dios + que maravillosamente formaste la dignidad de la naturaleza humana, y más maravillosamente la restauraste, danos, por el misterio que representa la mezcla de esta agua y vino, participar de la Divinidad de Jesucristo, Hijo tuyo, y Señor nuestro, pues El se dignó participar de nuestra humanidad […]

Al presentar a Jesús como el «Cordero de Dios que quita los pecados del mundo» (Jn 1, 29; cf. Jn 1, 36), ya San Juan Bautista había manifestado que Jesús es a la vez el Siervo doliente, anunciado por los profetas, que habría de cargar con el pecado de los hombres y el cordero pascual símbolo de la liberación de Israel cuando celebró la primera Pascua (cf. Jn 19, 36).

La muerte de Cristo es a la vez el sacrificio pascual que lleva a cabo la redención definitiva de los hombres por medio del «Cordero que quita el pecado del mundo» y el sacrificio de la Nueva Alianza que devuelve al hombre a la comunión con Dios reconciliándole con Él. Así, Jesús repara por nuestras faltas y satisface al Padre por nuestros pecados. Como enseña el Concilio de Trento, la causa meritoria de nuestra justificación es:

Su Unigénito muy amado, nuestro Señor Jesucristo, el cual, cuando éramos enemigos [cf. Rom. 5, 10], por la excesiva caridad con que nos amó [Eph. 2, 4], nos mereció la justificación por su pasión santísima en el leño de la cruz [Can. 10] y satisfizo por nosotros a Dios Padre [Decreto sobre la justificación, 13-enero-1547; Dz 799]

La justificación que nos devuelve a la gracia de Dios consiste en la victoria sobre la muerte y el pecado y en la nueva participación en la gracia. Realiza la adopción filial que confiere una participación real en la vida del Hijo único. Los bautizados se convierten en hijos de Dios y hermanos de Cristo, como Jesús mismo llama a sus discípulos después de su Resurrección: «Id, avisad a mis hermanos» (Mt 28, 10; Jn 20, 17). Hijos y hermanos no por naturaleza, sino por don de la gracia que, en el Bautismo nos asimila sacramentalmente a Jesús.

Desde el Bautismo, el cristiano debe «vivir una vida nueva» (Rm 6, 4) porque Cristo «sufrió por nosotros dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas» (1 P 2, 21) y llama a sus discípulos a «tomar su cruz y a seguirle» (Mt 16, 24). Él quiere, en efecto, asociar a su sacrificio redentor a aquellos mismos que son sus primeros beneficiarios

* * *

La Virgen María nos enseña: “Haced todo lo que Él os diga”; nos repite también a nosotros lo mismo que a los servidores del banquete de Caná. Santa María nos invita a seguir y a poner en práctica todas las enseñanzas y los preceptos de Jesús que nos muestran el camino para llegar a una total transformación en Él.

Demos muchas gracias a nuestro Padre Dios que ha querido dar este don de la filiación divina. Consideremos frecuentemente la realidad de que somos hijos de Dios. Y pongamos cuanto esté de nuestra parte para vivir de acuerdo a la altísima dignidad que se nos ha otorgado el día de nuestro Bautismo.