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4 enero 2016 • Nos volveremos a encontrar con una sociedad desnortada y, a la vez, esperanzada

Manuel Parra Celaya

Al filo del nuevo año

calendarioMe adhiero temporalmente a la costumbre de enviar frases inspiradas por WhatsApp como método de felicitación navideña, en lugar de las tradicionales postales, a raíz de la que recibí de un amigo: Los años se inventaron para medir el tiempo astrológico, no para alterare nuestras vidas.

En efecto, poca alteración vital nos puede sobrevenir cuando la bola de la Puerta del Sol –o sus sucedáneos autonómicos- marca la diferencia entre el 2015 y el 2016, a excepción, claro, de un efusivo subidón, producto de un obligado rito folclórico. Porque la vida del hombre es un continuum en el que este se ve obligado, de forma constante, a hacer frente a decisivos retos: en primer lugar, el reto de ser fiel a sí mismo, a sus creencias y a sus ideas en lo religioso, en lo ético, en lo político; en segundo lugar, el reto de estar siempre ajustado a la circunstancia, sin permitir que los espejismos de la nostalgia o de la soberbia lo condicionen, y, en tercer lugar, el reto del sic vos non vobis virgiliano, el del servicio a los demás y la superación del individualismo egoísta, con la aceptación entusiasta de la alegre y civil compañía desde los vínculos de la familia, del trabajo, de la amistad, del compañerismo y de la camaradería, de la ciudadanía y del patriotismo.

Se me ocurre que idénticos retos tienen las colectividades históricas, tales como nuestra España, y que las respuestas a los mismos dan fe de su vitalidad o de su decrepitud: el reto de ser fieles a su propia esencia fundacional, esa que ha configurado su destino en la historia; el reto de acertar, en cada momento y circunstancia, con una conjunción sugestiva entre la fidelidad a esa esencia y el progreso que amplíe caminos de justicia y libertad, sin ceder ante las tentaciones de la utopía o el desgarro, y el reto de permanecer unidos y proyectados a la necesaria comunidad de los pueblos, ya que todos los hombres, sin distinción de razas o de lugares de nacimiento, adolecen en nuestro mundo del mismo mal: la falta de armonía entre ellos y las referencias de su entorno, comenzando por la imprescindible referencia de su trascendencia en un único Dios.

Poca diferencia habrá entre el 2015 y el 2016 en cuanto a los problemas que se le presentan a España y que se enmarcan en la niebla de la incertidumbre; sus consecuencias pueden detectarse en la aparente ingobernabilidad o en el continuado esperpento de esas votaciones y milagrosos empates de una formación antisistema en Cataluña para respaldar o no (que va a ser que sí, qué se apuestan) un proceso secesionista, por ejemplo. Las causas son más profundas y estriban –en mi humilde opinión- en la falta de respuesta a los tres retos mencionados, como asignatura pendiente, casi ancestral, de este borrador inseguro en el que vivimos.

Estas han sido mis reflexiones al filo del año nuevo. Verán, yo no tengo WhatsApp y la frase de este amigo –casi una consigna- la recibí a través del móvil de mi hijo, con el que acababa de llegar a una cumbre, en cumplimiento de un ritual montañero de cada 31 de diciembre; ante nosotros, un bello paisaje catalán, sin esteladas a la vista ni otros motivos esperpénticos; son las once de la mañana y aquí arriba parece que ambos estamos en comunicación más directa con lo importante, con nuestros pensamientos. Y con Dios, por supuesto. Ese Dios, no silencioso sino silenciado, que, como dijo don Miguel de Unamuno nunca puede desamparar a España.

Dentro de un momento, iniciaremos el camino de descenso, y, una vez en el llano, nos volveremos a encontrar con nuestros retos vitales y con una sociedad desnortada y, a la vez, esperanzada por si el 2016 nos proporciona las alegrías de la concordia, de la paz social y de la unidad.