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25 diciembre 2015 • La Encarnación del Verbo se ordenó a la Redención del género humano

Angel David Martín Rubio

“Y el Verbo se hizo carne” (Jn 1, 14)

Luis de Morales: Anunciación (Catedral de Badajoz)

Luis de Morales: Anunciación (Catedral de Badajoz)

Dom Gueranguer OSB, sugiere contemplar el misterio de la Encarnación a la luz del Calvario: «dentro de nueve meses el Emmanuel concebido en este día, nacerá en Belén y los conciertos de los ángeles nos convidarán a celebrar este nacimiento»[1].

Ahora bien, la proximidad de la memoria de los más grandes misterios que Jesucristo obró por nuestra Redención, nos invita a .

  1. Por lo cual dice al entrar en el mundo: “Sacrificio y oblación no los quisiste, pero un cuerpo me has preparado. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: He aquí que vengo –así está escrito de Mí en el rollo del Libro– para hacer, oh Dios, tu voluntad” (Hb 10, 5-7).

San Pablo ve en la cita del Salmo (cfr. Sal 39, 7s) la oración de Cristo que motiva su presencia en la tierra por el deseo de cumplir la voluntad de su Padre. Para ello se ofreció Él como víctima y sufrió todo lo que de Él estaba anunciado en la Escritura. En estas palabras ha de admirarse, pues, la primera oración del Verbo de Dios en el momento en que, en palabras de San Juan, se hizo carne; es decir, en la Encarnación[2].

En el salmo 39 se contiene un pensamiento reiterado con frecuencia tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento: el sacrificio que Dios desea es el de la voluntad, con la perfecta obediencia a su Ley. Esto se realizó plenísimamente en Cristo y en este aspecto el Salmo es mesiánico, siendo estos versículos especialmente apropiados para referirse a Jesucristo, venido a la tierra para hacer la voluntad de su Padre.

«Pero es para que el mundo conozca que Yo amo al Padre, y que obro según el mandato que me dio el Padre. Levantaos, vamos de aquí» (Jn 14, 31), dirá Jesús al salir del Cenáculo la noche del Jueves Santo. Así manifestaba que se entregó libremente, dando cuanto tenía, hasta la última gota de su Sangre, para realizar la voluntad salvadora del Padre.

Los Santos Padres dan todos por supuesto que el motivo de la Encarnación fue la Redención del género humano. Pero en el siglo XII el abad Ruperto planteó por primera vez «si el Verbo se hubiera encarnado aunque Adán no hubiera pecado». A partir de entonces se incorporó esta cuestión a la teología y fue resuelta con dos respuestas principales[3]:

  • Algunos afirman que, aunque el hombre no hubiera pecado, el Verbo se hubiera encarnado por la excelencia misma de la Encarnación, que vendría a coronar todas las obras exteriores de Dios. Así piensan —con algunos matices distintos— el abad Ruperto, San Alberto Magno, Escoto, San Francisco de Sales.
  • Otros muchos sostienen que, en virtud del presente orden de cosas, la Encarnación del Verbo se ordena de tal modo a la Redención del hombre, que, si Adán no hubiera pecado, el Verbo no se hubiera encarnado. Así piensan Santo Tomás, San Buenaventura, Capreolo, el Ferrariense (Francisco Silvestre), Cayetano, Lesio, Vázquez, Valencia, Lugo, Salmanticenses, Billot y la mayor parte de los teólogos de todas las escuelas.

Esta opinión es mucho más probable que la anterior. Es decir, que en virtud del decreto de Dios, la Encarnación del Verbo se ordenó de tal modo a la Redención del género humano que, si el hombre no hubiera pecado, el Verbo no se hubiera encarnado.

El Magisterio de la Iglesia no ha definido expresamente esta cuestión. Pero, de hecho, en los Símbolos de la fe se nos dice que el Hijo de Dios descendió del cielo por nosotros y por nuestra salvación. Esto no excluye la posibilidad de que el Verbo se hubiera podido encarnar aunque el hombre no hubiera pecado; pero se nos dice que, de hecho, en la presente economía de la gracia, se encarnó para redimirnos del pecado.

Los documentos legítimos de la fe católica, totalmente de acuerdo con las Sagradas Escrituras, nos aseguran que el Hijo de Dios tomó una naturaleza humana pasible y mortal principalísimamente porque anhelaba ofrecer, pendiente de la cruz, un sacrificio cruento para consumar la obra de la salvación de los hombres[4].

Aunque la Encarnación del Verbo se ordenó de hecho a la Redención del hombre, sin embargo, todas las cosas han sido ordenadas por Dios para gloria de Cristo como fin; principalmente el mismo hombre, mediante su Redención del pecado.

II «Entonces María dijo al ángel: “¿Cómo será eso, pues no conozco varón?”» (Lc 1, 34)

En el recogimiento de la oración, María ve aparecer delante de ella al Arcángel bajado del cielo, que viene a recibir su consentimiento, en nombre de la Santísima Trinidad.

Antes de responder, la Virgen interroga a San Gabriel. A diferencia de lo que había manifestado Zacarías (Lc 1, 18), no hay atisbo de falta de fe o de desconfianza en ella. No pregunta “cómo podrá ser esto”, sino: “cómo será”, es decir que desde el primer momento está bien segura de que el anuncio del Mensajero se cumplirá, por asombroso que sea, y de que Ella lo aceptará íntegramente, cualesquiera fuesen las condiciones.

Estas palabras, como dice San Agustín y toda la tradición cristiana, no tendrían sentido si la Virgen no hubiera tomado la determinación de mantenerse siempre virgen, sobre todo teniendo en cuenta que ya estaba desposada con San José. Precisamente por su propósito de perpetua virginidad pregunta al Ángel de qué manera se verificará el designio que acaba de anunciarle. Como expone Santo Tomás: «Las obras de perfección son más laudables si se hacen en virtud de un voto. Pero como en la madre de Dios debió resplandecer la virginidad en su forma más perfecta, fue muy conveniente que su virginidad estuviera consagrada a Dios con voto»[5].

María se someterá con obediencia perfecta diciendo al enviado celestial: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra» (v. 38). Pero no quiere quedarse con una duda de conciencia, por lo cual no vacila en preguntar si su voto de virginidad será o no un obstáculo al plan de Dios, y no tarda en recibir la respuesta sobre el prodigio portentoso de su Maternidad. La pregunta de María, sin disminuir en nada su docilidad, la perfecciona, mostrándonos que nuestra obediencia no ha de ser la de un autómata, sino dada con plena conciencia, es decir, de modo que la voluntad pueda ser movida por el Espíritu[6].

Aquí encuentra fundamento la comparación de la Virgen María con Eva, así como al primer Adán corresponde el segundo que es Cristo.

Porque si Eva ocasionó la maldición y muerte al linaje humano por haber creído a la serpiente; creyendo María al Ángel, hizo la bondad de Dios, que descendiera a los hombres la bendición y la vida; y si por Eva nacemos hijos de ira, de María hemos recibido a Jesucristo, por quien renacemos hijos de la gracia; y si a Eva se dijo: “Con dolor darás a luz a tus hijos”; María estuvo libre de esta pena, pues dio a luz a Jesús, Hijo de Dios, quedando salva e incólume su virginal pureza, y sin dolor alguno[7].

III «Y el Verbo se hizo carne, y puso su morada entre nosotros –y nosotros vimos su gloria, gloria como del Unigénito del Padre– lleno de gracia y de verdad» (Jn 1, 14)

Al parecer, el primero en emplear la palabra Encarnación para referirse al gran misterio de la aparición del Verbo de Dios en el mundo fue San Ireneo a partir de la expresión joánica: “Y el Verbo se hizo carne”. En virtud de una metonimia muy frecuente en el lenguaje bíblico, la palabra carne designa la naturaleza humana completa, es decir, que la frase de San Juan equivale a: «El Verbo se hizo hombre».

La Encarnación puede considerarse desde dos puntos de vista:

  • Es la acción por la cual Dios formó una naturaleza humana, determinada y concreta, en el seno de la Santísima Virgen María y la elevó y la hizo subsistir, al mismo tiempo, en la persona divina del Verbo.
  • Es aquella admirable unión de la persona divina del Verbo con la naturaleza humana, por la cual el mismo Cristo, que es verdaderamente Dios, es también verdadero hombre[8].

Si el motivo de la Encarnación fue la Redención del género humano, se entiende que era necesario que Jesucristo fuese hombre para que pudiese padecer y morir, y que fuese Dios para que sus padecimientos fuesen de valor infinito. Y al considerar el modo y la forma como quiso Dios hacernos este beneficio de la Redención, tendremos que reconocer que nada hay más sublime y admirable como la generosidad y bondad de Dios para con nosotros.

Para que los fieles puedan sacar provecho de este misterio de la Encarnación deben «meditarlo con frecuencia, considerando muchas veces, principalmente: que es Dios el que se encarnó; que el modo con que se hizo hombre, no podemos nosotros no sólo explicarlo con palabras ni aun comprenderlo con el entendimiento, y finalmente que quiso hacerse hombre, a fin de que los hombres renaciésemos hijos de Dios. Consideren, pues, atentamente estas cosas, y crean y adoren con corazón fiel y humilde todos los misterios que contiene este artículo. No quieran investigarlos ni escudriñarlos curiosamente, porque esto casi nunca se puede hacer sin peligro»[9].

*

Hija de los hombres, oh hermana nuestra amada, por el saludo de Gabriel, por tu turbación virginal, por tu fidelidad al Señor, por tu prudente humildad, por tu consentimiento salvador te suplicamos que conviertas nuestros corazones, vuélvenos penitentes sinceros, y prepáranos a los grandes misterios que vamos a celebrar.

¡Qué dolorosos serán para ti! ¡Oh María! ¡Qué rápido va a ser el tránsito entre las alegrías de la Anunciación y las tristezas de la Pasión! Mas tú quieres que nuestra alma se regocije pensando en la dicha que embargó tu corazón en el momento en que el Espíritu divino te cubrió con su sombra y el Hijo de Dios llegó a ser el tuyo; nosotros permanecemos pues todo este día cerca de ti en tu humilde morada de Nazaret. Nueve meses más tarde Belén nos verá postrados con los pastores y los Magos delante del Niño Dios que nacerá para tu alegría y nuestra salud y entonces diremos con los ángeles: «Gloria a Dios en las alturas del cielo y sobre la tierra paz a los hombres de buena voluntad[10].

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[1] Prospero GUERANGUER OSB, El Año Litúrgico, I, Burgos: Aldecoa, 1954, pág. 901. Se refiere a la fiesta de la Anunciación que se celebra el 25 de marzo, nueve meses justos antes de Navidad

[2] Cfr. Mons. STRAUBINGER, La Santa Biblia, in Heb 10, 5ss.

[3] Antonio ROYO MARÍN, Jesucristo y la vida cristiana, Madrid: BAC, 1961, págs. 32-39. S Th III, 1, 3.

[4] Pío XII, Encíclica Haurietis aquas

[5] S Th III, 28, 4

[6] Cfr. Mons. STRAUBINGER, La Santa Biblia, in Lc 1, 34.

[7] Catecismo Romano I, 4, 9.

[8] Antonio ROYO MARÍN, Jesucristo y la vida cristiana, Madrid: BAC, 1961, págs. 22-23.

[9] Catecismo Romano I, 4, 6.

[10] Prospero GUERANGUER OSB, El Año Litúrgico, I, Burgos: Aldecoa, 1954, págs. 922-923.