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10 agosto 2015 • No sólo nosotros hemos cambiado, también ha cambiado nuestro entorno

Jesús Flores Thies

Madrid

Hoy le toca a Madrid, que conocimos cuando ya no era el “castillo famoso” del romancero, pero todavía conservaba en parte aquello de “poblachón manchego”, dicho así, sin abusar.

Habíamos leído crónicas sobre el Madrid de los años 40, y hace poco hemos echado un vistazo a un par de escribidores a la violeta, quizá de los peores, cuyos nombres omitimos porque la publicidad la dejamos a cargo de sus editores. Un par de malas sombras que, al igual que otros, para escribir sobre el pasado reciente se han sentado sobre un saco de tópicos y estupideces. Esta es la razón que nos ha decidido a contar lo que hemos conocido tal como fue, no “como me lo han contado”

Cuando mi familia se plantó en Madrid en mayo de 1941, lo hicimos llegando desde Málaga por la estación de las Delicias. Nos alojamos en la “Pensión Vaquero”, en la plaza de Benavente, muy cerca de la plaza Mayor, donde íbamos a jugar mi hermano y yo, agradable plaza porque estaba arbolada, es decir, había sombras, tan caras en una ciudad en la que a veces arrasaba la solana.

Todavía estudiábamos que Madrid era, en número de habitantes, la segunda ciudad después de Barcelona y delante de Valencia. Después todo cambió, sin que aquí hagamos consideraciones de la forma de adquirir el primer puesto por las políticas de asimilar barrios que en otras ciudades seguían siendo pueblos. Era un Madrid sin coches “de gasolina”, ya que el simpático cerco económico, apoyado por nuestros amables exiliados de oro, impedía la importación de gasolina. Era el Madrid de los coches con gasógenos, aquellos vehículos con espectaculares “cafeteras” que incluso funcionaban. Pasaría bastante tiempo para que por fin aparecieran los autobuses urbanos de dos pisos, similares a los londinenses, y creo  recordar que también eran rojos. Luego desaparecieron para dejar paso a los trolebuses.

tranvia-abarrotadoFuncionaban los tranvías, con conductor y cobrador, que en los “Fiat”, con puertas que funcionaban con aire comprimido (¡desde antes de la guerra! en su único ejemplar), de la serie 1.001. Este cobrador iba sentado, y era frecuente que cuando se llenaba el pasillo y la gente no avanzaba, el cobrador gritaba al conductor: “¡Colócalos!” El conductor daba un frenazo que hacía avanzar la cola en un santiamén. En ciertos lugares de Madrid había un tenderete en el que se situaba a la sombra un eficaz funcionario encargado de cambiar el trole de cable, para que el tranvía cogiera la ruta debida.

El cobrador de los tranvías más viejos era un atleta, un héroe y un implacable individuo que restregándose con el personal que atiborraba pasillos y plataformas, exigía el billete, y hasta al más remiso se rascaba el bolsillo. Sólo había un lugar inaccesible para el cobrador: los topes, pero aquí intervenían los “guardias” que despojaban de “toperos” en las paradas, y encima les castigaban con una multa que, creo recordar, era de un valioso duro (5 pesetas…).

También funcionaba el “metro”, con la diferencia con respecto al actual, de que se pagaba según el recorrido. Si se cogía el “Metro”, por ejemplo en San Bernardo, se pagaba más o menos si ibas a Colón que si ibas a Goya. Lo que obligaba a que un funcionario de mente viva recogiera los billetes a la salida, y de un simple y fugaz vistazo, se daba cuenta de si el viajero había hecho trampas o había sido honrado. El “Metro” era nuestra hucha, porque de los cuatro viajes que deberíamos hacer al día para ir desde casa (Vallehermoso esquina Cea Bermúdez) a la Academia Arana (Goya esquina Claudio Coello), tres lo hacíamos andando y sólo uno en el “Metro”. Con lo ahorrado nos comprábamos novelas de la “Biblioteca Oro” o de la “Editorial Juventud”. Y de paso, nos convertíamos, por el mismo precio, en atletas caminantes.

Siguiendo el recorrido por Madrid de manera desordenada (lo que ya es habitual en nuestros trabajos) diremos que existía entonces las llamadas, sin suavizar términos, “casas de putas”, lo que permitía que estuvieran vigiladas y protegidas por Sanidad que controlaba periódicamente su estado físico. Solían estar las casas de estas valiosas damas en determinados barrios y determinadas calles. Una zona de la calle Pardiñas o de la calle Alcántara, calles inmediatas a la calle Montera, las inmediatas a Barquillo…. Y en la calle Carretas estaba el “Cine Carretas”, donde había programa “triple”: dos películas y la que te ofrecía las peripatéticas que abundaban en aquel oscuro lugar a la espera de clientes. Por cierto, en una de estas calles de “mala fama” próximas a la calle Montera, estaban las oficinas de la ONC, después ONCE, donde se podían cambiar cupones de “Ciegos” no premiados por entradas de cine. Era conveniente no equivocarse de portal…

En Madrid empezó entonces el baile de las estatuas, porque sus personajes estaban en lugar diferente de la calle o plaza con su nombre. Por fin Goya pudo ocupar su sitio en la calle Goya, cosa que no debió agradar a un trole de tranvía que se salió de madre y golpeó la escultura mandando al buen Goya al suelo. En la plaza de Quevedo había un monumento a los héroes del 2 de Mayo, hoy vemos a Quevedo en “Quevedo”, y los “Héroes” se fueron a su lugar conveniente.

Tardarían bastantes años en solucionarse un problema urbano: la unión de la Gran Vía con la calle Princesa, a la que se accedía por una zona que más parecía un solar. Ya era la Gran Vía un muestrario de carteles de cine excepcionales en los cines de estreno. Nos maravillaba que aquellos trabajos casi perfectos desaparecían cuando se cambiaba la película. Una pena.

En un nuevo edificio, no recuerdo si reconstruido o modificado de la Gran Vía, acera de la Telefónica, se instaló una gran puerta de acero pulido y brillante. No recordamos si pertenecía a Hacienda, a Sindicatos o a otro organismo oficial. Esa puerta ostentaba un extraordinario relieve, lógicamente de acero, con el escudo de España, el del águila de San Juan, que hoy los mamercios llaman “imperial” o simplemente el “pajarraco”. Cuando llegó la traidora y “modélica Transición”, desapareció el escudo para ser sustituido por un pastiche que mejor es no comentar.

En los años 40, gracias a la ausencia de los depredadores partidos políticos que saquean todos los presupuestos, y sin la menor ayuda exterior, se reconstruyó España gracias al sacrificio, esfuerzo y entusiasmo de una generación, al parecer irrepetible, de españoles. Y lógicamente se reconstruyó Madrid, tanto en la parte destruida por los combates y bombardeos, como aquello otro destruido por el odio de una izquierda marxista que hoy vuelve por sus fueros disfrazada de cordero. Cuando llegamos en aquel mayo de 1941, ya la Gran Vía había dejado de ser la “Avenida de los Obuses” y se habían curado todas sus cicatrices.

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Uno de los barrios más afectados eran los inmediatos a la Ciudad Universitaria. Ésta había sido arrasada en parte. Conocimos el esqueleto del “Clínico”, donde había combatido mi padre. Otros edificios se habían conservado más o menos destruidos, como la Facultad de Arquitectura, que había sido Cuartel General del mando rojo. Ya se reconstruía todo y se construía de nuevo, como las viviendas para profesores al principio de la calle Isaac Peral, junto a la Moncloa. En una de esas casas vivía don Luis de Sosa, un intelectual excepcional al que tuvimos el gusto de conocer. Luis de Sosa era Catedrático de Teoría Política de la Universidad Complutense de Madrid, que dirigió “Tengo un libro en las manos”, un programa emitido por Televisión Española entre 1959 y 1966, considerado el primer espacio de carácter cultural en la historia de la televisión en España. Luis de Sosa tuvo el detalle de darnos una conferencia en el Colegio de Huérfanos de Carabanchel Bajo en la fiesta de la Inmaculada, nuestra Patrona.

Se reconstruyó la Ciudad Universitaria, pero quedó durante varios años, como muñón-recuerdo de la guerra el edificio de la “Casa de Velázquez”, que era de propiedad del Gobierno francés, poco proclive entonces a reconstruir nada en España. En la explana anterior de este edificio ganaría el comandante Ayerra la “Medalla Militar Individual” el que, con los años, sería nuestro profesor de Armamento en la Academia de Artillería de Segovia, y jefe de la “Ligera”, Batería a Caballo de largo y divertido anecdotario en sus cabalgadas por la zona de “Baterías” en Segovia.

Uno de los edificios históricos que conocimos en ruinas fue la Cárcel Modelo, que estaba en la Moncloa. Nosotros trepábamos por sus escombros que recuerdo como enormes bloques de hormigón, hasta que alguien dio la orden y desaparecieron, iniciándose la construcción del “herreriano” nuevo (sería el primero) Ministerio del Aire, hoy “Cuartel General del Ejército del Aire”. Para conmemorar el evento de su inauguración, se instaló una placa que fue, con los años, convenientemente quitada, como si al quitar la placa en la que se mencionaba a Franco, los ya citados mamercios de la “modélica Transición” pudieran cambiar la Historia. Las obras se iniciaron en septiembre de 1943 y se acabaron definitivamente en 1958. Ya se sabe, entonces lo que se programaba se hacía.

Aquella desolada Plaza de la Moncloa, donde estaba nuestro admirado “Cine de la Flor” al aire libre, perdió pronto su desolación y cuando marché de Madrid a Zaragoza para incorporarme de cadete a la Academia General, todo estaba reconstruido y construido. Y en parte creo que algo salió mal porque la plaza dejó de ser plaza para convertirse en otra cosa de difícil definición debido a las construcciones, con y sin soportales. Y el Parque del Oeste había dejado de ser un escenario arrasado, desolado, surcado por trincheras y sin una brizna de hierba, para convertirse en el hermoso parque que hoy conocemos.

En aquellos primerísimos años 40 abundaban los cines al aire libre porque había muchos solares. En aquella zona había varios, pero lo que hoy sorprendería era un cine de verano en el barrio de Argüelles que por la noche descorría el techo para refrescar la sala que agradecida podía ver la película, y si le apetecía, el cielo estrellado.

Esto de los solares favorecía otra cosa que Madrid prácticamente ha perdido, al menos en parte: las Verbenas. Cada barrio tenía espacio para su verbena a las que solíamos acudir, y hasta montábamos en algunas de sus atracciones porque tenían, no como ahora, precios asequibles.

Siguiendo con el desorden informativo, hablaremos de los Desfiles de la Victoria.

Personalmente participé en dos, desfilando con la Academia General. En la primera ocasión fue en parte del recorrido un pequeño desastre, porque cada unidad marchaba con su propia banda de música, lo que hacía que se superpusieran los ritmos, las músicas y llevar el paso era a veces todo un problema. Después se solucionó de la forma más lógica, y en el siguiente desfile, la única música de marcha era la de los altavoces, porque las Bandas desfilaban en discreto silencio.

En uno de los desfiles, el invitado de honor era Leónidas Trujillo, dictador en la República Dominicana, llamado “El Benefactor”, que posiblemente provocaría un conflicto de protocolo, porque su compañera de cama, dicho así en plan bestia para entendernos, era su querida (quizás la última, porque hubo varias) y no su mujer. Hablamos de memoria sin confirmar esta circunstancia.

Esto nos da pie para hablar de las manifestaciones patrióticas en las que participé, y soy testigo de ellas sin que nadie me cuente “lo que pasó”. La principal fue para rechazar la condena de la ONU, que según los de la “modélica Transición” se hizo poco menos que empujando a funcionarios y trabajadores a acudir al plaza de Oriente, al decretar día libre. Los del Colegio de Huérfanos acudimos entusiasmados porque eso de no tener clase y poder ver a Franco, nos gustaba. Hubo otras manifestaciones a las que acudimos, como la de la visita de Eva Perón, que aumentaba su estatura junto a Franco debido al espectacular sombrero de plumas. Y como aquello de las manifestaciones continuaba, decidimos ocupar el tiempo de otra forma, y en vez de concentrarnos con entusiastas patriotas, ir al cine. Por eso, el clamor de una de las manifestaciones lo oímos de lejos mientras en el cine “Doré” veíamos “Por el valle de las Sombras“, con otra película, un dramón argentino interpretado por Hugo del Carril. Considerábamos que ya habíamos cumplido y que nos merecíamos un premio.

En aquel Madrid todavía había cuarteles en el casco urbano, como el “Cuartel del Conde Duque”, hoy Centro Cultural del Ayuntamiento, en el que don Julián Marías daba sus multitudinarias conferencias. Lo conocimos (al cuartel…) cuando todavía lo era de un Regimiento de Caballería (a caballo), que de vez en cuando salía de sus muros para hacer instrucción en la Ciudad Universitaria. Uno de sus capitanes era profesor de gimnasia en el muy próximo Colegio de Areneros. Otros cuarteles estaban en la zona de Campamentos, donde también estaba (y creemos que todavía está) la Escuela de Aplicación de Caballería. En esta zona estaba el Regimiento de Artillería del “19 a Caballo”, sublevado el 18 de julio de 1936. Sofocado el alzamiento por las fuerzas del Frente Popular, de él puso escapar un teniente apellidado Gutiérrez Mellado, de larga biografía posterior. Casi todos sus compañeros fueron fusilados.

A la vuelta de la esquina de mi casa, Vallehermoso esquina Cea Bermúdez, se acababa Madrid. Algo más allá, un cementerio conocido de forma dramática como “Cementerio de las Calaveras”, fue sustituido por una zona deportiva: el Estadio Vallehermoso. Y a lo lejos, después de echar una mirada por encima de una amplia zona despejada y desurbanizada, se divisaba el estadio del entonces ”Atlético Aviación”, el estadio “Metropolitano”.

También Madrid se acaba por la zona de los Nuevos Ministerios y Museo de Historia Natural. Para ir a ver a unos amigos de la Colonia del Viso, construida por un arquitectos asesinado en Paracuellos, cogíamos un tranvía, llamado “la maquinilla”, y después de pasar por los solares (en uno de ellos se empezó a construir el estadio Bernabeu, (hoy Bernabéu) se pasaba por la zona donde estaban instalados los Estudios de cine “Sevilla Film”; y más allá se llegaba a la zona “jesuita” de su Colegio de Chamartín, donde en 1945 hicimos los únicos Ejercicios Espirituales internos, coincidiendo, casualmente, con el proceso de Nuremberg, indudable ejercicio espiritual de otras características de los jerarcas alemanes. Todo este recorrido es hoy zona urbana madrileña muy edificada.

Para acaba con este rollo diremos que aquel Madrid era el de los veranos calurosos y los inviernos muy fríos, incluso con nieve. En el blando asfalto recalentado, quizá de mala calidad, se nos ha quedado más de una vez un zapato, que hemos tenido que recuperar a la pata coja; y en invierno, convertíamos ciertas cuestas heladas en formidables pistas de patinaje.

En aquel Madrid había unos espectáculos a los que nosotros no asistíamos por obvias y monetarias razones.

Uno era el Hipódromo, donde entre carrera y carrera, a veces hacía sus demostraciones de habilidad acrobática el príncipe Cantacuceno, un rumano exiliado que vivía en un ático del rascacielos de Diego de León. Un Día de Inocentes apareció en la portada de ABC este edificio torcido porque “le habían fallado los cimientos”. Otro espectáculo que no era nuestro eran las carreras de motos “Dirt Trak”, sobre ceniza. Y finalmente, hay que mencionar las carreras de galgos cuyo interés estaba en las apuestas.

Madrid tiene un escudo que habría que conocer antes de tragarse el bodrio que se inventó Leguina (cada día que pasa con más mofletes y cara de comedor de langostinos), de la bandera roja (el escudo de Madrid el color es azul) con siete estrellas de cinco puntas (en el escudo de Madrid las estrellas son de seis puntas). Parece una mezcla de bandera comunista y de marca de cervezas. Pues ahí están, la de Madrid y la de la Comunidad de Madrid, sin que nadie, salvo nosotros, haya dicho algo.

Aquel Madrid era mejor en el aspecto humano y de dimensiones soportables; el de hoy ha mejorado porque tenemos más escaleras mecánicas y más prohibidos para que las cosas funcionen. Cada cual que opine…

En definitiva, no sólo nosotros hemos cambiado, también ha cambiado nuestro entorno, quizá por aquello de que si no evolucionam os nos pudrimos.