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19 julio 2015 • "Jesús vio una multitud y le dió lástima de ellos"

Angel David Martín Rubio

«Como ovejas sin pastor»

Vicente López: "El Buen Pastor"

Vicente López: «El Buen Pastor»

El Evangelio de la Misa de este Domingo (XVI del Tiempo Ordinario, ciclo B: Mc 6, 30-34) muestra el cuidado de Jesús con sus discípulos, cansados después de una misión apostólica por las ciudades y aldeas vecinas. «Venid vosotros solos a un sitio tranquilo a descansar un poco», les dice.

Y explica el Evangelista que eran tantos los que iban y venían que no encontraban tiempo ni para comer. Se marcharon, pues, en la barca a un lugar apartado ellos solos. Al desembarcar, vio Jesús una gran multitud, y se llenó de compasión, «porque estaban como ovejas sin pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas».

«Los fariseos no alimentaban al pueblo, sino que le devoraban como lobos rapaces; por esto se reúnen en torno a Cristo, verdadero Pastor que les da el alimento espiritual, esto es, la palabra de Dios. “Y así se puso a instruirlos en muchas cosas”. Viendo quebrantados por lo largo del camino a los que le seguían con motivo de sus milagros, compadecido de ellos quiso satisfacer su deseo enseñándoles»[1].

A lo largo de los siglos, Dios todopoderoso, Pastor eterno no abandona nunca a su rebaño, sino que por medio de los santos Apóstoles lo protege y conserva, y quiere que tenga siempre por guía la palabra de aquellos mismos pastores a quienes Jesucristo dio la misión de anunciar el Evangelio[2]. Al mismo tiempo, nosotros «estamos ciertos que la doctrina cristiana que recibimos de la Iglesia Católica es realmente verdadera porque Jesucristo, divino Autor de esta doctrina, la confió por medio de sus Apóstoles a la Iglesia fundada por El, a la cual constituyó Maestra infalible de todos los hombres y prometió su divina asistencia hasta el fin del mundo»[3].

Por eso, una de las notas que distinguen a la Iglesia Católica es la apostolicidad; «La Iglesia verdadera es, además, APOSTÓLICA porque se remonta sin interrupción hasta los Apóstoles; porque cree y enseña todo lo que ellos creyeron y enseñaron y porque es guiada y gobernada por los Pastores que legítimamente les suceden»[4].

Pertenece a la esencia misma de la Iglesia el que los fieles reciban de sus Pastores la doctrina revelada, la vida divina y la dirección sobrenatural hacia el cielo. La única manera de ayudar eficazmente a la Iglesia y a las almas es mantener y transmitir el sacerdocio auténtico, a fin de que los sacerdotes, formados según la mente de la Iglesia, sigan transmitiendo a las almas la luz de la fe, la gracia de los sacramentos y las orientaciones que las encaminen hacia su salvación.

Ahora bien, podemos preguntarnos: ¿estamos verdaderamente convencidos de la importancia de las vocaciones sacerdotales? ¿Nos sacrificamos debidamente por ellas? ¿Las apreciamos como se merecen en nuestras familias, en nuestros círculos, en nuestras parroquias? Para afianzar esta convicción y aprecio, pensemos en la grandeza de la vocación sacerdotal para el candidato que la recibe[5].

1º Ante todo, la vocación es grande por ser una gracia selecta del Corazón de Jesús. El candidato al sacerdocio ha sido objeto de una elección por parte de Dios; y esta elección implica una preferencia; y esta preferencia implica un amor mucho mayor.

2º En segundo lugar, la vocación es grande por lo que produce en el llamado, a saber, una identificación total con Nuestro Señor Jesucristo. Jesús, al llamar a alguien al sacerdocio, lo llama nada menos que a compartir su vida, sus misterios, sus intereses, sus gracias, sus sufrimientos.

3º Finalmente, la vocación es grande por sus efectos, esto es, por su fecundidad apostólica. A veces tenemos demasiado la tendencia a pensar que podemos disponer de nuestra vida como mejor queramos, siempre que no ofendamos a Dios, claro está. Y no hay nada más falso. Todos nosotros entramos en un plan divino, en un designio de Dios, que está totalmente centrado en la salvación de las almas mediante la Iglesia. Pero en esa Iglesia, Dios nos tiene asignado a cada uno de nosotros un lugar, una misión, un papel que cumplir: y ese lugar, esa misión, ese papel, no lo elegimos nosotros, sino Dios. Y Dios nos lo indica por el estado de vida, que para muchos es lo mismo que su vocación.

Pidámosle, pues, al Señor, y contribuyamos a ganar nuevas vocaciones:

  • Los, sacerdotes, santificándonos cada día más.
  • Las familias católicas, cultivando la santidad que les permita crear en sus hogares la atmósfera propicia para el desarrollo de las vocaciones entre sus hijos.
  • Y los jóvenes, pensando detenidamente si el Señor los llama a su santo servicio.

Que Santa María la Virgen nos enseñe a comprender las llamadas continuas que el Señor nos dirige; nos ayude a reconocer la voluntad de Dios, en medio de los afanes de cada día, y nos haga ser dóciles al impulso de la gracia en cada momento de nuestra vida.

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[1] Teofilacto, cit.p. Catena Aurea.

[2] Cfr. Misal Romano, Prefacio de Apóstoles.

[3] Catecismo Mayor, Preliminar.

[4] Ibid., I, 10.

[5] Cfr. Hojitas de Fe, nº 36, Seminario Internacional Nuestra Señora Corredentora (Buenos Aires)