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24 junio 2015 • Esclarecer las coincidencias y las divergencias entre el pensamiento ramiriano y el joseantoniano • Fuente: "Hispaniainfo". Visto en: "El municipio"

Juan Fco Arroquia (Deolavide)

Ramiro Ledesma y Jose Antonio Primo de Rivera. Convergencias y divergencias

José Antonio y Ramiro Ledesma

José Antonio y Ramiro Ledesma

Podemos mantenernos en la ficción de la identidad fundamental entre los pensamientos de Ramiro y José Antonio. Podemos seguir fingiendo como hasta ahora, con raras excepciones, que el pensamiento de ambos es homónimo, que sus diferencias fueron de simple liderazgo o que respondieron a un simple “malentendido”.

O podemos enfrentar la verdad y esclarecer las coincidencias y las divergencias entre el pensamiento ramiriano y el pensamiento joseantoniano.

Coincidencias que informaron y permitieron la asociación de las organizaciones lideradas por ambos.

Divergencias que provocaron su final y definitivo enfrentamiento y separación.

Sin duda encontramos en ambos importantes convergencias en cuanto al diagnóstico de la crisis española de su tiempo, así como en el enunciado (enunciado tan sólo) de la solución a tal crisis.

Identificamos también coincidencias en la admiración de ambos por el fascismo italiano triunfante en aquel momento.

Admiración que en Ramiro, como incondicional devoto de toda eficacia revolucionaria, se extiende a toda ideología totalitarista. “Viva la Italia de Mussolini. Viva la Rusia de Stalin. Viva la Alemania de Hitler”, llegó a afirmar, sin que estos vítores puedan significar otra cosa para ser coherentes que una admiración por lo que los tres tenían en común; un concepto totalitarista del Estado emanado de un nacionalismo mitológico y/o revolucionario; sin que por ello aceptara para sí el “apellido” de fascista para su partido (menos aún de marxista). Así, en el nº 1 de la revista JONS, en mayo de 1933, el propio Ramiro escribe: “Todos nosotros creemos que el “hecho fascista” de Italia y la victoria del nacional-socialismo hitleriano son fenómenos geniales de esta época. Pero nosotros, “jonsistas”, españoles, jamás nos apellidaremos a nosotros mismos “fascistas”, como algunos compatriotas, afines a nuestro Partido, al parecer, hacen o pretenden”.

En José Antonio no encontramos admiración alguna ni por el nacional-socialismo hitleriano ni por el estalinismo; y no lo encontramos porque en José Antonio, tan refractario a las meras eficacias revolucionarias, está ausente cualquier empatía al concepto panteísta del Estado en cualquiera de sus formas. Su relación ideológica con el fascismo se limita a una inicial admiración por Mussolini y su Fascio, que se diluye rápidamente hasta “marcar distancias” entre su movimiento y el del Duce. Ya el 19 de diciembre de 1934 se publicaba en prensa una nota del propio José Antonio que afirmaba literalmente: “la Falange Española de las J.0.N.S. no es un movimiento fascista”, y esto en un momento en que “todo el mundo” (desde Calvo Sotelo a Gil Robles, pasando por Churchill) se adhería abiertamente o no disimulaba su admiración por el fascismo italiano. Luego, en abril de 1935, refiriéndose al Estado corporativo fascista diría aquello de: “Esto del Estado corporativo es otro buñuelo de viento”.

Por lo que respecta al diagnóstico, ambos líderes coinciden en apreciar un abierto proceso de encharcamiento y esterilidad en la vida política y en la misma sociedad española del momento que amenaza seriamente la pervivencia misma de España, acosada tanto por la amenaza bolchevique como por los separatismos locales que encuentran el camino expedito en el agotado y decadente régimen burgués (demo-liberal) que encarna la II República española y en un justificado descontento de las masas trabajadoras que sufren unas condiciones de vida inadmisibles.
Convergen igualmente ambos líderes en el enunciado (sólo enunciado) de las soluciones. Soluciones que, más allá del repudio de la democracia burguesa y del marxismo bolchevique, descansan fundamentalmente en dos columnas: la Nación y la justicia social.

Es en el desarrollo de estos enunciados donde se manifiestan las divergencias, de donde parten no menos importantes derivadas de desacuerdo.

En Ramiro, la Nación es la expresión del súper-ego colectivo. “Nación es un manojo de coincidencias superiores, trascendentes al individuo y a su destino, que representan un espíritu histórico. Es una Patria”. La Nación ha de afirmarse en categorías indiscutibles, innegables. “No se trata, pues, de crear y dar nacimiento a nacionalidades de artificio, falsas,..”, dice Ramiro.

Pero, a pesar de esta afirmación, es en esta tarea de identificar las categorías indiscutibles de la Nación española donde encuentra Ramiro serias dificultades.

Ramiro, fervoroso creyente del mito nacionalista como motor revolucionario, constatando la ausencia de un nacionalismo español, busca desesperadamente el mito que le haga emerger.

Carece de los resortes utilizados por los nacionalismos “románticos” (lengua, territorio, costumbre o empresa unificadora…), y de los mitos de los nuevos nacionalismos totalitaristas.

No debe entender eficaz al caso español el resorte imperialista, como le pertenece al fascismo italiano.

Lo busca en la raza con “pinceladas” antisemitas, mito nacional de la Alemania nazi, pero tímidamente y sin convicción por cuanto debe ser consciente que es el mestizaje lo característico del devenir histórico de España.

Repudia el mito del internacionalismo proletario propio del Estalinismo.

Podría haberlo encontrado, y así lo apunta, en el catolicismo (del que, por cierto, no abdica: “¿Cómo no vamos a ser católicos? Pues ¿no nos decimos titulares del alma nacional española, que ha dado precisamente al catolicismo lo más entrañable de ella: su salvación histórica y su imperio?”; pero lo rechaza alegando que la religión es un factor estimulante de lo nacional cuando lo es de todo el pueblo, lo que no corresponde al momento de la España del primer tercio del siglo XX. El catolicismo no es eficaz a lo nacional, dice Ramiro, “si la dirección de las masas católicas no está en manos de patriotas firmísimos”. Es decir, si no se verifica una sumisión de la religión al Estado nacional. Lo cual es lógico si consideramos que el mito nacionalista es un modo de religión que no puede compartir fe con otra que no se someta a ella.

En definitiva, Ramiro encuentra el fundamento al mito nacionalista español en la afirmación misma de la Nación frente a la amenaza antinacional marxista, elevando la acción directa y la violencia a categoría moral, que se complementa con “el mito optimista de la revolución” social.

Si Ramiro manifiesta abiertamente la necesidad del nacionalismo, José Antonio comienza por repudiarlo. “Y no somos nacionalistas, porque ser nacionalista es una pura sandez; es implantar los resortes espirituales más hondos sobre un motivo físico, sobre una mera circunstancia física; nosotros no somos nacionalistas porque el nacionalismo es el individualismo de los pueblos”. Lo que constituye toda una sanción moral definitiva.

Además de esta sanción moral, José Antonio comprendió con claridad (léase su artículo “La gaita y la lira”, publicado en el nº 2 de FE de 11 de enero de 1934) la imposibilidad de un “mito nacional” español. Comprendió que toda referencia a lo telúrico, a lo inmediato, a lo costumbrista, era entregar armas a la disgregación, al secesionismo local.

Como debió comprender que sería perfectamente estéril toda construcción mítica de una conciencia nacional, siempre artificiosa, simple expresión de voluntarismo por muy ardiente y directo que fuera. La conciencia nacional habría de enraizar, por el contrario, en la realidad histórica de España.

Se afirma así el concepto misional de España como razón histórica que la justifica, que hace necesaria la existencia misma de España en la historia. Una España misional que incorpora en su construcción los valores propios del catolicismo por ser, en primer lugar los verdaderos y, además, históricamente los españoles.

No importa a José Antonio, al contrario que a Ramiro, si tales convicciones religiosas son hoy (en el hoy de José Antonio y en el hoy nuestro) mayoritarias o no entre los españoles. Ni reclama ni le preocupa, al contrario que a Ramiro, la sumisión de la jerarquía de la Iglesia católica al Estado. Simplemente, incorpora a la construcción nacional los valores propios del catolicismo por considerarlos (por este orden) verdaderos y españoles, dejando a la Iglesia el gobierno de su tarea espiritual sin reconocerle derecho de intromisión en la tarea nacional.

Este concepto misional de Nación, que es la Patria, no es un concepto reaccionario, que se define por oposición a un contrario; sino un concepto abierto y proyectivo que se define por su propio destino, por su propio quehacer en la historia.

Y no se limita José Antonio a señalar la naturaleza misional como sustantiva de la Nación, sino que delimita claramente cual ha de ser esa misión: recuperar la armonía del hombre con su contorno, recuperar la armonía de los destinos individuales con el destino colectivo en que la Patria se sustancia.

Ocurre así que mientras Ramiro, aún siendo consciente de que “España es uno de los pueblos que más necesitan poner sus destinos en manos que interpreten con el máximo rigor y fidelidad su propia esencia”, construye el nacionalismo español sobre un mito vacío y reaccionario que se agota en sí mismo, circunstancial y profundamente ajeno a la realidad histórica de España; José Antonio, por el contrario, construye su proyecto nacional hundiendo sus cimientos en las entrañas mismas de su devenir histórico.

Una de las derivadas del concepto de Nación es la que corresponde al concepto de Estado.

Para Ramiro el Estado es “la suprema categoría”. Tal afirmación se concreta en una de sus más conocidas sentencias; “¡¡Nada, pues, sobre el Estado!!”.

Este “nada sobre el Estado” en Ramiro significa exactamente esto. Todo ha de someterse al Estado, en este todo queda inmerso el individuo.

Se trata, cabalmente, de un panteísmo estatal. Un “panestatismo”, en palabras de Ramiro.

El Estado es para Ramiro, “la suprema categoría” en que se confunden el Estado con la Patria por que el Estado: “o es la esencia misma de la Patria, el granito mismo de las supremas coincidencias que garantizan el rodar nacional en la Historia, o es la pura nada”.

Ramiro pide y quiere “una dictadura de Estado”, quiere y pide Ramiro “que el Estado asuma el control de todos los derechos”.

Si Ramiro afirma que “todo el poder corresponde al Estado”, José Antonio comienza por afirmar: “Nosotros consideramos que el Estado no justifica en cada momento su conducta, como no la justifica un individuo, ni la justifica una clase, sino en tanto se amolda en cada instante a una norma permanente”.

Para José Antonio, al contrario que para Ramiro, el Estado no es omnipotente sino que ha de someterse a una norma superior a él. Ha de someterse a una norma ajena a la voluntad, cualquiera que sea el origen de esa voluntad, ya sea del príncipe o del tirano o la de los más sobre la de los menos; una norma que responde a una aspiración permanente.

El Estado joseantoniano es un “instrumento al servicio de un destino histórico, al servicio de una misión histórica de unidad”, en la que el pueblo se considera como una integridad de aspiraciones. Es un “Estado de todos”, en este sentido “totalitario”. Un instrumento al servicio de la Patria, no la Patria misma y, en tanto tal instrumento, desprendido de todo carácter totalitarista.

Si Ramiro se afirma en un “panestatismo” que “suplantará a los individuos y a los grupos”; José Antonio lo repudia: “Cuando el mundo se desquicia no se puede remediar con parches técnicos; necesita todo un nuevo orden. Y este orden ha de arrancar otra vez del individuo. Óiganlo los que nos acusan de profesar el panteísmo estatal: nosotros consideramos al individuo como unidad fundamental, porque éste es el sentido de España, que siempre ha considerado al hombre como portador de valores eternos”.

La consideración del individuo y su libertad, como derivadas del concepto de Estado, son conceptos en las que Ramiro y José Antonio, manteniendo un punto de coincidencia, divergen en lo fundamental.

Observamos una coincidencia (por otra parte inevitable por categórica) en el concepto del individuo en cuanto a sujeto político. Cualidad condicionada a su capacidad de convivencia civil, de participación en la cosa pública, en el cumplimiento de una función dentro de la vida nacional en la que se justifica la condición política del individuo.
En esto terminan las coincidencias.

En José Antonio, no en Ramiro, encontramos la afirmación y el reconocimiento de la individualidad del ser humano, “envoltura corporal de un alma que es capaz de condenarse y de salvarse”, un individuo “portador de valores eternos” por su propia naturaleza como criatura de Dios. De aquí se deduce el reconocimiento joseantoniano a la integridad del hombre, a su dignidad y a su libertad, que se proclaman sagradas.

Frente al desdeñoso “Libertad, ¿para qué?”, de Lenin o, podría haberse dicho, frente al no menos desdeñoso “¡Qué le vamos a hacer si pasó la hora de batirse por la libertad!”, de Ramiro; José Antonio comienza por afirmar la libertad del individuo, por reconocer al individuo. “Nosotros, tachados de defender el panteísmo estatal, empezamos por aceptar la realidad del individuo libre, portador de valores eternos”. En este “nosotros”, cabalmente, no podemos considerar incluido a Ramiro.

Otra derivada del concepto de Estado en que ambos pensadores divergen hace referencia a su organización política.

Se produce aquí también una convergencia en el rechazo al sistema partidista propio de las democracias parlamentarias. Ambos, Ramiro y José Antonio repudian el sistema de partidos. Las divergencias surgen, una vez más, en la propuesta de alternativas

Ramiro opta por un régimen político de partido único. “Queremos el Partido único, …, que interprete por sí los intereses morales, históricos y económicos de nuestra Patria”. Es cierto que apunta a esta solución con carácter transitorio: “Queremos la dictadura transitoria de ese Partido nacional… Hasta conseguir las nuevas instituciones, el nuevo orden español, el nuevo Estado nacional de España”. Pero nada nos concreta de la forma política de ese “Estado nacional de España”, sólo que no será ni monárquico ni republicano. Un Régimen transitorio que por experiencia conocemos acaba perpetuándose.

En José Antonio no encontraremos referencia alguna a este Partido Único. Su rechazo al concepto mismo de partido que le lleva a definir a su movimiento como un antipartido, debió hacerlo extensivo a esta forma única de seguir siendo partidista: “Para que el Estado no pueda nunca ser de un partido hay que acabar con los partidos políticos”.
En José Antonio, no en Ramiro, encontramos la propuesta (escasamente desarrollada, ciertamente) de un régimen político verdaderamente alternativo al de representación partidista; un régimen de participación en base a las unidades naturales de convivencia: familia, municipio y sindicato:

“El partido político es una cosa artificial que nos une a gentes de otros municipios y de otros oficios con los que no tenemos nada de común, y nos separa de nuestros convecinos y de nuestros compañeros de trabajo, que es con quienes de veras convivimos.
Un Estado verdadero, como el que quiere Falange Española, no estará asentado sobre la falsedad de los partidos políticos ni sobre el Parlamento que ellos engendran.
Estará asentado sobre las auténticas realidades vitales:
La familia.
El Municipio.
El gremio o sindicato.”

Y es este planteamiento joseantoniano el que se recoge en la norma programática de FE de las JONS:

“Todos los españoles participarán en él a través de su función familiar, municipal y sindical. Nadie participará a través de los partidos políticos. Se abolirá implacablemente el sistema de los partidos políticos con todas sus consecuencias: sufragio inorgánico, representación por bandos en lucha y Parlamento del tipo conocido”

Por lo que respecta al segundo de los pilares del pensamiento de ambos líderes, la justicia social, igualmente encontramos convergencias en el diagnóstico y en el enunciado de las soluciones y divergencias en el desarrollo de estas.

Convergen ambos líderes en la condena del capitalismo, tanto como en la condena del comunismo. En ambos encontramos la misma condena al capitalismo financiero y la misma afirmación de la necesidad de acometer una radical reforma agraria. Y en ambos encontramos el mismo respeto por la propiedad privada, que no confunden con la propiedad capitalista.

En ambos encontramos, en términos enunciativos, la misma alternativa: sindicalismo.

Pero, también en esto, encontramos significativas divergencias a la hora de desarrollarlo.

En Ramiro, “El nuevo orden económico entrega al Estado inexorablemente la plena función de presidir con decisión las peripecias de la pugna”.

El nuevo régimen económico que Ramiro “quiere y pide” se basa ciertamente en “la sindicación de la riqueza industrial y de la entrega de tierra a los campesinos”. El sindicalismo ramirista se orienta a encuadrar a todas las “fuerzas económicas” que han de atenerse en todo momento “a las altas tareas del Estado”. “El Estado disciplinará y garantizará en todo momento la producción”.

Todo el escaso desarrollo que Ramiro nos deja de su sindicalismo nos ofrece una visión de sindicalismo estatalizado. De Sindicato subordinado al Estado.

Si en Ramiro podemos decir que el Sindicato se estataliza, en José Antonio podemos decir que el Estado se sindicaliza.

El desarrollo del sindicalismo joseantoniano, también limitado, nos ofrece una visión divergente del propuesto por Ramiro. Un sindicalismo que, lejos de someterse a las directrices del Estado, asume como propias las competencias de naturaleza económica que antes eran propias del Estado.

Y es en José Antonio donde encontramos el verdadero hallazgo de su propuesta sindicalista, la verdadera clave de la liquidación del orden capitalista;

La asignación a los trabajadores encuadrados en su sindicato del poder de decisión en la empresa y de la plusvalía de la producción.

Podemos mantenernos en la ficción de la identidad fundamental entre los pensamientos de Ramiro y José Antonio.

Podemos seguir fingiendo como hasta ahora, con raras excepciones, que el pensamiento de ambos es homónimo, que sus diferencias fueron de simple liderazgo o que respondieron a un simple “malentendido”.

O podemos enfrentar la verdad y esclarecer las coincidencias y las divergencias entre el pensamiento ramiriano y el pensamiento joseantoniano, “liberando” a ambos de la deformación que la interferencia del otro le causa.

Yo opto por esta segunda alternativa.

Sólo la clarificación de ambos cuerpos doctrinales aportará a cada uno de ellos sus respectivas eficacias. Sólo así podrán tener desarrollo los planteamientos respectivos, mutuamente neutralizados durante tanto tiempo por esta ceremonia de la confusión demasiado tiempo mantenida.

Una vez esto clarificado, cada cual habrá de optar por la opción que más le cuadre, por la que cada cual entienda sirve mejor a la Patria y a la justicia, a la integridad, dignidad y libertad del hombre y a la verdad.

Por mi parte, opté hace muchos años por la joseantoniana.

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