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5 junio 2015 • Prueba irrefutable de la enorme traición que cometió el régimen constitucional de 1978

Gabriel García

La desvergüenza del nacionalismo futbolero

Valverde y Aduriz en la final de la Copa del Rey

Valverde y Aduriz en la final de la Copa del Rey

No diré nada que no se sepa o que no se haya dicho sobre la pitada al himno nacional y al Jefe de Estado en la final de Copa de esta temporada. A estas alturas, algunos sabemos de sobra que esto es una prueba irrefutable de la enorme traición que el régimen constitucional de 1978 cometió cuando cedió a los separatistas la competencia en Educación, que adoctrinó a las generaciones más jóvenes en el odio a España con la complicidad de los dos partidos hasta ahora mayoritarios. Otros “patriotas”, los que apoyan la presencia militar norteamericana en nuestro territorio y el Acuerdo Transatlántico de Comercio e Inversión (TTIP), ahora se encuentran indignadísimos (reconozcámoslo: no dan para más) sin analizar por qué se ha llegado a esta situación (que no es nueva, porque ya se padeció en 2009 y en 2012) y el berrinche les durará hasta que sepamos en qué desembocan los pactos entre rojos que priven a la derecha pepera y liberal de los gobiernos autonómicos y municipales de varios sitios (pero especialmente de Madrid) y tengan otro tema con el que distraerse.

Hoy me he levantado con la noticia de que uno de los clubes que disputó la final de Copa (y cuya afición participó con entusiasmo en la pitada al himno) tiene la intención de denunciar al periodista Josele Sánchez por su artículo Aduriz: yo me cago en tu puta madre. Según parece, el Athletic Club no tiene ningún problema en permitir que en su estadio (tanto en el nuevo como en el viejo) se exhiban banderas de apoyo a los presos de la banda terrorista ETA; eso sí, un exabrupto contra uno de sus jugadores le parece algo muy serio y que debe ser llevado a juicio por la vía penal. Por si alguien no lo ha entendido, diré que desde el Athletic Club consideran que mostrar desprecio al himno nacional de todos los españoles y utilizar los partidos de fútbol para apoyar a unos asesinos no son conductas que merezcan la privación de la libertad, mientras que escribir sobre uno de sus jugadores una expresión coloquial y que estamos hartos de oír en nuestra vida cotidiana sí merece un castigo muy severo. El colmo de este asunto es que el presidente del Athletic Club, Josu Urrutia, tenga el cinismo de que se reconozca la buena actitud de su hinchada por desplazarse a Barcelona y no provocar ningún incidente… No hace falta ser un lince para saber que, de haberse producido algún acto vandálico o incluso algo peor, el club no hubiese querido saber nada y lo achacaría a cuatro descontrolados; y entonces, ni a Josu Urrutia ni a nadie de su directiva se le ocurriría vincular el comportamiento de los aficionados con el del club.

Hay una larga lista de personas que deberían ser juzgadas por haber fomentado actitudes tan lamentables como la del pasado 30 de mayo. Y no me refiero sólo al anterior Jefe de Estado y a los gobernantes políticos que han compadreado gustosos con el separatismo. Quienes han convertido al Barcelona y al Athletic Club en iconos nacionalistas también deberían asumir su responsabilidad y ser juzgados como los traidores que son. Pero, por desgracia, no vivimos en un mundo ideal donde estas conductas vayan a ser juzgadas como se merecen.

¿Cuál es entonces la solución para que no vuelva a pitarse el himno nacional en un evento deportivo? La respuesta no es tan simple como parece que sí lo es la pregunta. Revertir el proceso que ha estado (y sigue) en marcha durante las últimas décadas no va a ser tarea fácil y requiere de una voluntad que ni está ni se espera en los gobernantes de ahora. Todas las demás posibilidades (sanciones económicas y deportivas) sólo servirán durante un tiempo para contentar a los posibles votantes (y ni eso, porque los clubes implicados también cuentan con numerosos aficionados fuera de sus regiones y no considerarán justo que sus equipos se vean expulsados de la competición) y, si acaso, para ingresar en las arcas del Estado algo de dinero que luego no se sabe dónde acaba.