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11 mayo 2015 • La política debe estar supeditada a una Norma ética

Manuel Parra Celaya

Un procedimiento detestable

eleccionesHoy no voy a referirme a los políticos corruptos, pues ya anda la prensa habitual sobrada de ellos; quiero tratar de los honrados, pues supongo que también los hay, aunque el concepto de honradez –no en balde vivimos bajo la tiranía del relativismo- depende en mucho de la capacidad pseudopolicial e inquisitoria de sus rivales (de otros partidos y, a veces, del propio) y de los momentos, con especial énfasis en los períodos electores.

Porque resulta que a la pestilente y amplia epidemia de la corrupción se unen los vendavales producidos por el inmisericorde funcionamiento del ventilador de porquería, institucionalizado ya como poderosa máquina de atraerse votos o de quitarlos al competidor. Y del funcionamiento de este artilugio no se escapa candidato alguno, a diestra y a siniestra. Las instrucciones de su manejo son, más o menos, las siguientes: elección de la pieza que se ha de batir; investigación a fondo de sus cuentas y negocios, relaciones, amistades, aficiones, hábitos y un largo etcétera hasta componer un voluminoso dossier; entrega de dicho dossier a los “ingenieros sociales”, que, a su vez, y una vez elaborado concienzudamente, lo filtran a la prensa y cadenas televisivas afines; luego ya se verá si merece la pena acudir al juzgado para hacerse la foto en la puerta. El veredicto de la opinión, no pública sino publicada, no se suele demorar, porque la sombra de la duda supera con creces cualquier presunción de inocencia, que también es una manida expresión en boca de los supuestos defensores del investigado.

Este mecanismo implacable es, lamentablemente, inherente a nuestro sistema electoral y, generalizando, a la partidocracia, que constituye una de las formas de degeneración de la democracia. Por más que se anuncien medidas anticorrupción (y se llegaran a aplicar), por más que lograra imperar la transparencia en los números de las administraciones públicas y de las personas, el juego de partidos implica, per se, desacreditar al rival, calumniarlo y demonizarlo a los ojos de los electores o, por lo menos, suscitar interrogantes sobre su probidad.

Es curioso, con todo, que en ocasiones el procedimiento fracasa: especialmente, suele ocurrir cuando el elector vota por imperativos ideológicos firmes o por pulsiones nacionalistas (es difícil establecer en estos casos la frontera entre firmeza y fanatismo) o cuando espera sacar tajada de la corrupción real. Ya sustenté la tesis en un artículo anterior de que la falta de honradez de los políticos no es más que la punta del iceberg de una sociedad corrupta y encanallada… con las naturales excepciones que, en este caso, pueden extenderse a innumerables ciudadanos, muchos de los cuales –todo hay que decirlo- han optado por la abstención.

Algunos seguimos sosteniendo, contra viento y marea, que toda política debe tener otros fundamentos y otros recursos; que, por encima de toda discrepancia, opinión o idea, debe prevalecer la dignidad de la persona humana; que la principal motivación de cualquier representante público o de todo mandatario es la del servicio a la comunidad a la que se debe; que este servicio no implica sumisión a los caprichos del votante, al dictado de lo políticamente correcto o a los manejos de la ingeniería social; que el fin de toda política es, por una parte, la búsqueda de mayores cotas de justicia y de libertad y, por la otra, la concreción en el aquí y ahora de un proyecto ilusionante de convivencia y proyección que llamamos patria, y que la política debe estar supeditada a una Norma ética.

Quizás no haya más remedio que seguir manteniendo el juego de los partidos en nuestro mundo occidental, a la espera de que surjan opciones más imaginativas y eficaces que, por lo menos, lo complementen en aras a que el concepto de democracia recobre su prístino valor. Pero, en el ínterin, deseo de todo corazón que el procedimiento del sucio ventilador desaparezca de las páginas de la prensa y de los titulares de los telediarios.