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4 mayo 2015 • Cada latido de nuestro corazón, cada respiración está contado por Dios • Fuente: In novissimis diebus

Christopher Fleming

Morir mal (II)

Morir mal es morir en pecado, y sin duda muere en pecado quien rechaza la oportunidad de arrepentirse de sus ofensas a Dios. Por esta razón siempre se ha considerado una desgracia morir repentinamente. Una muerte repentina no permite recibir los sacramentos, ni reconciliarse con Dios, en el caso de que uno ha estado viviendo de forma desordenada. Un ejemplo de una mala muerte es lo que cuenta el libro Hechos de los Apóstoles, la historia de Ananías y Safira.

Un hombre llamado Ananías, junto con su mujer, Safira, vendió una propiedad, y de acuerdo con ella, se guardó parte del dinero y puso el resto a disposición de los Apóstoles. Pedro le dijo: «Ananías, ¿por qué dejaste que Satanás se apoderara de ti hasta el punto de engañar al Espíritu Santo, guardándote una parte del dinero del campo? ¿Acaso no eras dueño de quedarte con él? Y después de venderlo, ¿no podías guardarte el dinero? ¿Cómo se te ocurrió hacer esto? No mentiste a los hombres sino a Dios». Al oír estas palabras, Ananías cayó muerto. Un gran temor se apoderó de todos los que se enteraron de lo sucedido. Vinieron unos jóvenes, envolvieron su cuerpo y lo llevaron a enterrar.

Unas tres horas más tarde, llegó su mujer, completamente ajena a lo ocurrido. Pedro le preguntó: «¿Es verdad que han vendido el campo en tal suma?». Ella respondió: «Sí, en esa suma». Pedro le dijo: «¿Por qué se han puesto de acuerdo para tentar así al Espíritu del Señor? Mira junto a la puerta las pisadas de los que acaban de enterrar a tu marido; ellos también te van a llevar a ti». En ese mismo momento, ella cayó muerta a sus pies; los jóvenes, al entrar, la encontraron muerta, la llevaron y la enterraron junto a su marido. Un gran temor se apoderó entonces de toda la Iglesia y de todos los que oyeron contar estas cosas. (Hechos 5:1-11)

Masaccio: "Ananías y Safira"

Masaccio: «Ananías y Safira»

En ambas muertes el autor, San Lucas, recalca el temor que se apoderó de todos. Es el saludable temor de Dios, principio de la Sabiduría, una recomendación constante de las Escrituras. Dios quiso fulminar a estas dos personas para dar un ejemplo a los demás, para que nadie se llevara a engaño: de Dios nadie se mofa. Con un solo pecado mortal es suficiente para condenarse, y nadie le puede reprochar al Señor lo que hizo con Ananías y Safira. ¿Acaso Dios no era dueño de su vida? Esta historia nos recuerda que Dios puede poner término a nuestra vida mortal en cualquier instante, como un hombre que con un ligero soplo apaga una vela. Cada latido de nuestro corazón, cada respiración está contado por Dios.

No todas las muertes de los malvados son así de espectaculares. En el caso de Ananías y Safira, Dios intervino de manera milagrosa, pero normalmente usa causas secundarias (accidentes, enfermedades, contrariedades diversas) para llamar al arrepentimiento o para castigar al pecador impenitente en sus últimos momentos de vida terrenal. Este es el caso del peor heresiarca de los tiempos modernos, Martín Lutero. No le ocurrió nada tan extraordinario como a Arrio (ver la primera parte de esta serie), ni tampoco el Señor le fulminó como a Ananías y Safira. Simplemente se le permitió que viviera lo suficiente para ver por sí mismo los frutos amargos de su rebelión contra la Iglesia de Jesucristo.

A la vez que la salud de Lutero se debilitaba, el dolor le amargaba y se volvía extremadamente colérico. El dolor en un hombre virtuoso es como el fuego que purifica, que le sirve para alcanzar cotas altísimas de santidad. Sin embargo, en este hombre depravado le agrió totalmente el carácter. En sus últimos diez años Lutero padecía de dolores fortísimos provocados por piedras en los riñones, tinnitus (pitidos en los oídos), cataratas en un ojo, desmayos, indigestión, artritis y angina. Como digo, esto no hubiera sido obstáculo para su santificación, de haber abjurado sus herejías y vuelto a la comunión con Roma. Pero al obcecarse en su pecado y carecer de la gracia de Dios, estos dolores se le volvieron cada vez más insoportables.

Es sabido que en sus últimos años se peleó con prácticamente todos sus amigos y aliados en la causa del incipiente protestantismo. Su esposa Katherine le recriminó públicamente su mal carácter, y hasta Melanchton, su aliado incondicional en la rebelión contra Roma, reconoció con tristeza que al final de su vida Lutero no era más que un gruñón cascarrabias, que trataba con impaciencia y agresividad a todas las personas que se le acercaban.

Esta amargura pienso que tenía su raíz en el remordimiento, que debió de ser un tormento aún peor que sus dolores físicos. Esto lo explica muy bien Tomás Kempis en su Imitación de Cristo:

La gloria del hombre bueno, es el testimonio de la buena conciencia. Ten buena conciencia, y siempre tendrás alegría. La buena conciencia muchas cosas puede sufrir, y muy alegre está en las adversidades… No es dificultoso el que ama gloriarse en la tribulación; porque gloriarse de esta suerte, es gloriarse en la cruz del Señor.

La mala conciencia siempre está con inquietud y temor… Los malos nunca tienen alegría verdadera ni sienten paz interior; porque dice el Señor: No hay paz para el impío. (Libro II, capítulo VI)

¿Por qué motivos pienso que tenía remordimientos? Primero, sabía que tenía las manos manchadas de la sangre de incontables miles de campesinos alemanes que, azuzados por la retórica incendiaria del nuevo protestantismo y hartos de tanto abuso de poder, se habían rebelado contra la nobleza en todo el país. Lutero, al ver que su «reforma» corría peligro de ser aplastada como las milicias campesinas, cambió pronto de chaqueta y se alió con los nobles. En 1525, cuando la derrota de los campesinos era previsible, el «gran defensor del hombre común» escribió lo siguiente:

Contra las hordas asesinas y ladronas mojo mi pluma en sangre: sus integrantes deben ser aniquilados, estrangulados, apuñalados, en secreto o públicamente, por quien quiera que pueda hacerlo, como se matan a los perros rabiosos.

Otro motivo para sentir remordimiento fue la bigamia del landgrave Felipe de Hesse, uno de los principales valedores de la nueva religión de Lutero. Este noble, encantado con la revuelta contra Roma si servía sus intereses políticos, quería contraer matrimonio con una mujer de diecisiete años, hija de su dama de llaves, a pesar de que aún vivía su legítima esposa. Le escribió a Lutero para que encontrara la manera de bendecir esta unión adúltera, con la clara amenaza de que si no lo hacía retiraría su apoyo a su «reforma» religiosa. Lutero no solamente le dio su bendición a la bigamia del landgrave, sino que luego mintió públicamente sobre el asunto para evitar la ira de otros nobles.

Finalmente, Lutero vivió suficiente para ver en que iba a acabar su nueva religión: miles de sectas separadas entre sí, sin unión doctrinal, sacramental o disciplinar. Sus peleas con otros «reformadores», como Zwingli y Calvino, fueron un motivo de enormes disgustos, pero en el fondo fueron absolutamente inevitables. Una vez se rechaza el pilar y fundamento de la verdad, la Iglesia Católica (1 Timoteo 3:15), cualquiera es libre de inventar los dogmas que más le plazcan, y habrá tantas religiones como teólogos protestantes. Frente a sus «hermanos» protestantes Lutero profirió frases tales:

Los zwinglianos luchan en contra de Dios y los sacramentos como los más inveterados enemigos de la Palabra divina.

Esos son herejes y apóstatas, siguen sus propias ideas en lugar de la tradición de la cristiandad, por pura malicia inventan nuevas formas y métodos.

Pienso que en sus últimos años Lutero era consciente de que al abrir la caja de Pandora de la libre interpretación de las Escrituras había destruido para siempre la unidad religiosa de Europa. La antigua Cristiandad quedó herida de muerte. Tuvo que ser doloroso comprobar que la aplicación lógica de sus propias ideas llevaba a la anarquía religiosa y, en última instancia, al ateísmo.

Lo que se desprende de sus escritos es que los últimos días de Lutero fueron marcados primero por el odio hacía todos sus adversarios, y segundo por una degeneración moral cada vez más desenfrenada. Tres años antes de su muerte, en 1543, escribió Sobre los Judíos y sus Mentiras, donde expresó un odio feroz contra esta raza, y propone la siguiente línea de actuación contra ellos:

En primer lugar, debemos prender fuego sus sinagogas o escuelas y enterrar y tapar con suciedad todo lo que no prendamos fuego.

En segundo lugar, también aconsejo que sus casa sean arrasadas y destruidas. Porque en ellas persiguen los mismos fines que en sus sinagogas.
Seremos culpables de no destruirlos.

Poco antes de su muerte, en 1546, predicó cuatro sermones contra los judíos en Eisleben, que siguen en la misma tónica. Ningún buen cristiano, por deplorable que sea la incredulidad y perversidad de un pueblo, puede justificar estas barbaridades contra los judíos, como por ejemplo tacharlos de cerdos revolcados en sus propios excrementos, o de infectos gusanos. ¿De dónde viene tanto odio hacía los judíos? Resulta llamativo que veinte años atrás Lutero se había expresado de una manera muy diferente:

Teólogos absurdos defienden el odio a los judíos… ¿Cómo consentirán los judíos en unirse a nuestras filas, viendo la crueldad y la animosidad que les dirigimos, si en nuestro comportamiento hacia ellos nos parecemos a los cristianos menos que las bestias?

La respuesta es clara: en su ingenuidad Lutero albergó esperanzas de que los judíos se unieran al movimiento protestante, y al ver que no querían saber nada ni de él ni de sus herejías, su actitud tolerante y dialogante se tornó en ira furibunda. Exactamente lo mismo le ocurrió al fundador de otra falsa religión, Mahoma. Por lo visto los heresiarcas tropiezan una y otra vez con la misma piedra. Está profetizado que los judíos no se convertirán en masa hasta los últimos tiempos, poco antes de la Segunda Venida de Nuestro Señor.

Es también conocido el odio visceral de Lutero hacía la Iglesia Católica, y en particular el Papa, del cual escribió, entre otras muchas lindezas: viendo que el Papa es el Anticristo, creo que es un demonio encarnado. En sus últimos años se exacerbó, hasta el punto de despedirse de sus seguidores con la fórmula Dios os llene de odio hacía el Papa.

Al rechazar cualquier ascética tradicional y confiar en su herética doctrina de la Sola Fide, en sus años postreros se descontroló por completo la concupiscencia de Lutero, quien no dudó en seguir su propio consejo de pecar con valentía. Las frases soeces de algunos tratados de sus últimos cinco años de vida son irreproducibles en este medio, y harían sonrrojar hasta al más convencido protestante. Las nueve caricaturas que Lutero encargó en su último año de vida a Lucas Cranach contra el Papado fueron tan groseras que hasta sus amigos las retiraron de circulación. El tratado de 1545, Contra el Papado, establecido por el Demonio, nunca ha sido publicado por sus seguidores, porque su vulgaridad y vileza son un poderosísimo argumento en contra de las tesis de Lutero; cualquiera con un mínimo de decencia se da cuenta de que un hombre con una retórica tan llena de odio y suciedad no puede un elegido de Dios para reformar Su Iglesia.

Lutero, lejos de retractarse de sus herejías, se reafirmó en ellas con su última palabra. A la pregunta de sus compañeros en su lecho de muerte: Reverendo Padre, ¿estás preparado para morir confiando en Nuestro Señor Jesucristo y confesar la doctrina que en Su nombre has predicado?, respondió con un débil sí. En resumen, la muerte de Lutero seguramente fue la consecuencia lógica de su vida: la misma soberbia que le llevó a torcer la Revelación Divina para su conveniencia le impidió arrepentirse de sus pecados en el último momento.