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10 abril 2015 • El fanático es aquel que repite la misma acción, esperando cada vez un resultado diferente • Fuente: In novissimis diebus

Christopher Fleming

Fanáticos

FranciscoSeguramente mis lectores empatizarán conmigo si digo que estoy muy acostumbrado a que me llamen «fanático». Es curioso como hoy en día casi cualquier persona con convicciones profundas merece este apelativo, al margen de cuales sean dichas convicciones. El católico que cree firmemente todo lo que la Iglesia siempre ha enseñado es colocado en la misma categoría que un chalado que afirma ser la reencarnación de no sé qué dios, o que un asesino que degolla a niños en nombre de Alá. Lo sensato para el mundo moderno e ilustrado es no creer en nada, al menos no con excesiva vehemencia. Lo sensato es el agnosticismo, el «todo depende». Lo sensato es «no juzgar», porque realmente no sabemos si lo nuestro es mejor que otras opciones. Una persona que dice conocer la Verdad (con mayúscula) y, sin pedir disculpas por quien le pueda ofender, predica esa Verdad a los demás, es un intolerante, un peligro para la sociedad, un fanático.

Naturalmente, no me preocupa demasiado que me llamen fanático, porque creo que nunca me han acusado realmente de fanatismo, tal y como yo entiendo la palabra, sino más bien en el sentido que acabo de explicar. Es decir, me acusan de creer a pies juntillas todo lo que Dios ha revelado a través de Su Hijo y a través de Su Santa Iglesia Católica. Más que un insulto, para mí eso es una medalla de gloria, por lo que suelo sonreír y dar gracias al Señor.

Entonces, ¿en qué sentido entiendo yo que una persona puede ser un fanático? Una definición del fanático que siempre me ha gustado es la siguiente: el fanático es aquel que repite la misma acción, esperando cada vez un resultado diferente. Ejemplos abundan en la vida ordinaria. He visto fracasar un negocio por culpa de la ceguera voluntaria del dueño, quien se empecinaba en creer que todo cambiaría con otra campaña de marketing, con más publicidad, con ofertas diversas, etc., cuando en realidad tenía un problema de fondo: su producto no era atractivo. Antes que reconocer este hecho, el dueño se endeudaba hasta las cejas, intentando por todos los medios que el negocio inviable funcionase. Es duro reconocer que algo por lo que has trabajado muchas horas e invertido mucho dinero, no funciona. Sin embargo, es muchísimo mejor rendirse ante la evidencia y «cortar por lo sano», en vez de proseguir por el camino errado, que sólo lleva a la ruina absoluta.

En este sentido los directivos de las compañías multinacionales suelen ser más astutos que los pequeños empresarios, porque miran todo desde una perspectiva más desapasionada, sin dejar que sus emociones les confundan. Un buen ejemplo de ello es lo que ocurrió con la empresa Coca-Cola en el año 1985, cuando introdujeron New Coke. El producto fracasó estrepitosamente desde el primer día de su lanzamiento. La empresa recibió innumerables quejas de sus clientes, – una media de 4000 llamadas telefónicas diarias -, pidiendo la vuelta del producto antiguo. Llegaron a contratar a un psiquiatra para atender a los iracundos clientes. Hasta Fidel Castro utilizó el fracaso tan sonoro de New Coke como un ejemplo de la degeneración capitalista americana. Los directivos, asombrados por esta reacción negativa, incluso diría hostil, frente al nuevo producto, que era el fruto de años de cuidadosas investigaciones y degustaciones, tardaron poco en re-introducir el antiguo Coca-Cola, bajo la etiqueta de Classic Coke. Pero tras años de caídas de ventas de New Coke, objeto de cada vez mayor ridículo y escarnio, la empresa optó definitivamente por su erradicación en el año 2002.

¿Qué tiene esto que ver con la religión? Por si el lector aún no lo ha adivinado, hay un paralelismo interesante entre esta historia y la historia reciente de la Iglesia Católica. La Iglesia, otra multinacional, cuyo negocio no es otro que las almas, tras varios años de experimentación, quiso dar a sus «clientes» un producto nuevo, el Novus Ordo Missae. Al poco tiempo se vio claramente que este producto no sólo no generaba los resultados deseados, sino que causaba un gran rechazo entre los «clientes» más fieles. Sin ir más lejos, en España se formó una Hermandad con más de 5000 sacerdotes que pedían permiso para seguir diciendo la Misa Tradicional. En Inglaterra se mandó una petición similar a Roma, firmada entre otros por la conocida escritora Agatha Christie, de ahí que se conoce como el Indulto Agatha Christie. Casi de un día para otro los templos y los seminarios se vaciaron y en los siete años posteriores a la promulgación de la Nueva Misa una cuarta parte de los sacerdotes del mundo colgaron la sotana.

A diferencia del caso Coca-Cola, la Iglesia tardó muchísimo en reaccionara ante el debacle. A pesar de sufrir una deserción sin parangón en su larguísima historia, tras décadas de ver como la asistencia a la Misa caía sin cesar, los obispos del mundo seguían anunciando una nueva Primavera Eclesial. La soberbia de querer tener razón a culaquier precio les impedía reconocer que su experimento había fracasado, y más que una primavera, aquello parecía un crudo invierno. Lo que Coca-Cola hizo en menos de un año, – reintroducir su producto antiguo -, a la Iglesia le llevó 40 años, una cifra muy apropiada para esa travesía por el desierto. Finalmente en 2007, Benedicto XVI liberó la Misa Tradicional de su cautiverio. Igual que Coca-Cola, la Iglesia mantiene el desacertado producto nuevo, a pesar de sus resultados nefastos, en cuanto al negocio de las almas se refiere. Siguiendo con el paralelismo, es fácil vaticinar que en un futuro la Nueva Misa será por fin desechada, y todo volverá a donde estábamos antes del Concilio Vaticano II.

El problema es que, a diferencia con la historia de Coca-Cola, no estamos hablando de algo baladí. Estamos hablando de almas, millones de las cuales se habrán perdido para siempre a causa del Novus Ordo Missae, que a duras penas transmite la verdadera fe católica. Sinceramente, según mi definición del fanático, los que realmente son fanáticos son precisamente los pastores de la Iglesia que, a pesar de los malos frutos evidentísimos de la Nueva Misa, se empeñan en el error. Creen que con los mismos remedios que llevan 40 años aplicando, -una liturgia desacralizada, protestantizada, banalizada,- conseguirán resultados diferentes. Están convencidos, contra toda evidencia, que su producto es maravillosa, y que si hay algún problema, será culpa de sus clientes.

Si un obispo reflexiona sobre la caída espectacular en la asistencia a la Misa desde hace casi 50 años (hay pocos que se atreven a tocar ese problema embarazoso) lo achacará a cualquier factor externo: la secularización de Occidente, el debilitamiento de la familia, la pérdida de fe, etc. La causa nunca será la Misa en sí. Sin embargo, un rápido análisis de lo que ocurrió en los años posteriores a la introducción de la Nueva Misa en comunidades con otros ritos (los coptos, los orientales, los melquitas, etc), demuestra que los factores externos no tuvieron una influencia tan grande, porque en dichas comunidades la asistencia a Misa se mantuvo bastante estable durante los turbulentos años ´60 y ´70. En aquella época tampoco hubo un descenso tan brusco en la práctica religiosa entre los protestantes.

Cuando el mes pasado el Papa Francisco dijo la Misa en la iglesia de Ognissanti de Roma, donde hace 50 años su predecesor Pablo VI había dicho la primera Misa en la vernácula, dejó muy claro lo que piensa con respecto a la reforma litúrgica:

No nos podemos dar la vuelta. Tenemos que seguir, siempre hacía delante. El que se da la vuelta comete un gran error.

Mis lectores me perdonarán si digo que esto me suena a fanatismo. Es exactamente lo contrario de lo que tendría que hacer; ante un panorama tan desolador, un hombre sensato se replantearía si los medios que utilizado para llegar hasta este punto son los más idóneos. Cualquier viajero sabe que si te pierdes, en lugar de proseguir, lo lógico es retroceder hasta donde tomaste la dirección equivocada. Pero Francisco no. Nada impedirá el «progreso» eclesial que seguramente existe en su cabeza, pero que con cada día que pasa se aleja más de la realidad.