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6 abril 2015 • Los últimos momentos en zona roja

Eduardo Palomar Baró

La fase final de la Guerra Civil contada por Cipriano Mera

Libro Cipriano MeraLos siguientes fragmentos que transcribimos del libro «Guerra, exilio y cárcel de un anarcosindicalista» de Cipriano Mera Sanz (Ed. Ruedo Ibérico) son de un gran interés para conocer detalladamente el final de la Guerra Civil, ya que fueron escritos por uno de sus participantes principales.

Creación del Consejo Nacional de Defensa

«En la mañana del día 4 de marzo de 1939, nos reunimos en el domicilio particular del coronel Casado –a donde habíamos enviado previamente una compañía especial de protección– las siguientes personas: Casado, Salgado, Val, Verardini y yo. Estudiamos la situación creada a la luz de los nombramientos establecidos por el doctor Negrín, decidiendo, por no haber otra salida, responder adecuadamente. En primer lugar se proyectó la creación de un Consejo Nacional de Defensa, en el cual participarían hombres de todas las organizaciones sindicales y políticas coincidentes en el propósito de acabar con las trapisondas negrinistas y la hegemonía comunista. Al pensar en los nombres de los posibles participantes, Casado adelantó el de Julián Besteiro, ofreciéndose para hablar personalmente con él. Luego fueron retenidos los siguientes: Wenceslao Carrillo, de la UGT; Eduardo Val y González Marín, de la CNT; del Río, de Izquierda Republicana y San Andrés, de Unión Republicana. Se propuso como sin partido al coronel Casado, y para la presidencia al general Miaja. Alguien tuvo la idea de ofrecer un puesto a Jesús Hernández, ex ministro comunista, pero el desatino no prosperó.

Era cosa de obrar rápidamente, a ser posible antes de las cuarenta y ocho horas, pues se tenían noticias de que Negrín y el Partido Comunista intentarían un golpe de fuerza el día 6 o en la madrugada del 7. La situación estaba clara: en torno nuestro se encontraban la UGT y los partidos políticos, exceptuado el comunista; en frente, Negrín no representaba ya a nadie, salvo a sí mismo, contando con el solo sostén de los secuaces de Stalin, los cuales más que secundarlo lo que hacían era servirse de él para ultimar sus manejos hegemónicos. En estas condiciones, nos sentíamos realmente libres de obrar. Había que llenar, pues, el vacío creado.

El día 5, de madrugada, recibí una llamada telefónica del coronel Casado: me dijo que debía estar a las ocho, junto con Verardini, jefe de mi Estado Mayor, en su puesto de mando. Cuando nos presentamos allí, le encontramos en compañía de Eduardo Val. Tras los saludos habituales, Casado me dijo: –El motivo de haberos llamado, amigo Mera, es que hoy, a las diez de la noche, haremos pública la constitución del Consejo Nacional de Defensa. Previamente hay que ultimar varios extremos. La 70 Brigada, por ser de absoluta confianza, deberá ocupar los puntos estratégicos de la capital: Ministerio de la Guerra, Ministerio de Gobernación, Banco de España, Dirección general de Seguridad, etc. Una de las compañías de sus batallones, bien equipada en armas automáticas, se situará en el Ministerio de Hacienda, para que sirva de escolta a nuestro Consejo Nacional. El movimiento de la 70 Brigada se hará con transportes de confianza, salvando los controles de Alcalá de Henares, que es donde tiene su base la Agrupación de Guerrilleros, en manos como sabes de los comunistas. Pondrás a Bernabé López, jefe de esa brigada, a las órdenes directas del Estado Mayor del Ejército del Centro. Por último, entregarás provisionalmente el mando del IV Cuerpo de Ejército a uno de tus jefes de división de mayor confianza. Tu presencia, amigo Mera, es necesaria aquí, al lado del Consejo Nacional de Defensa, por dos motivos: el primero es que, una vez dé a conocer la creación del Consejo por Unión Radio, tú debes de hablar también; el segundo, porque considero que eres el más llamado, llegado el momento oportuno, a hacerte cargo del mando del Ejército del Centro, reemplazándome a mí, ya que he de asumir otras tareas. Es cuanto tengo que decirte y ahora Val quiere, por lo visto, decirte unas palabras.

–Perdona, Casado, con tu permiso quiero antes resolver lo más importante. Me dirigí a Verardini diciéndole que se pusiera inmediatamente de acuerdo con el Estado Mayor del Ejército del Centro para ultimar los detalles y al mismo tiempo comunicar al jefe de la 14 División y al de la 70 Brigada que se presentaran en nuestro puesto de mando de Alcohete.

Val me dijo: –Encárgate de redactar tu intervención por radio de esta noche. Es necesario que tu voz sea oída por Unión Radio, como ya te lo ha señalado Casado. Y aunque considero que no es necesario advertírtelo procura asegurar tu sector, tanto en el frente como en la retaguardia, para que no se produzca ninguna sorpresa.

–De acuerdo, Val. Estad seguros de que en el IV Cuerpo de Ejército no habrá sorpresas. Nos despedimos y antes de mediodía regresé con Verardini a Alcohete, donde nos esperaban los jefes de la 14 División y de la 70 Brigada, Rafael Gutiérrez y Bernabé López, respectivamente. Les informé de la conversación que había tenido con el coronel Casado, en presencia del compañero Val y a continuación estudiamos la manera de transportar a Madrid a la 70 Brigada y de equipar con armas automáticas a la compañía que debería montar la guardia en el Ministerio de Hacienda. La cuestión más peliaguda que se nos planteaba era salvar el control de Alcalá de Henares y no despertar la curiosidad de las fuerzas estacionadas allí, todas bajo mando comunista. Terminada ésta reunión, cada uno de nosotros se dedicó a cumplir con su correspondiente misión. A partir de las doce, me reuní por separado con los mandos de las Divisiones 12, 14 y 33, así como con los jefes de las Brigadas 65, 71 y 98, unidades pertenecientes a la 17 División mandada por el comunista Quinito Valverde. Acto seguido lo hice con todo el Estado Mayor del IV Cuerpo de Ejército, al que también comuniqué mi entrevista con el coronel Casado y las disposiciones adoptadas. Les señalé que durante mi ausencia, el Cuerpo de Ejército quedaría al mando de Liberino González, que era el jefe de la 12 División, decisión que fue acogida con agrado por todos. Igualmente designé al comandante Esteller para que reemplazara a Verardini al frente del Estado Mayor.

Mi entrevista con Liberino fue más franca. Le di cuenta de todo lo decidido con el coronel Casado, anunciándole también de que por la noche se proclamaría públicamente la constitución del Consejo Nacional de Defensa, que substituiría al llamado gobierno Negrín. Le comuniqué la composición del mismo, y por último le expliqué las razones por las cuales había decidido que fuere él mi reemplazante al mando del IV Cuerpo de Ejército. Añadí:

–Estaré aquí hasta cerca de las nueve de la noche, de manera que tengas tiempo para informar a los mandos de confianza y puedas entregar la 12 División a alguien de quien puedas responder. ¿Tienes algo que objetar, algo que manifestarme? –No, en absoluto. –Entonces, de acuerdo. ¡Ah!, otra cosa que cabe hacer: para evitar cualquier sorpresa por parte de los comunistas, hay que convocar por escrito al gobernador civil, Cazorla, y al secretario provincial del Partido Comunista, los cuales sabrán ya por sus propios conductos lo que sucede. Pero es igual; vendrán a la cita. La hora de la misma será las nueve de la noche. Como yo estaré en Madrid, tú les dirás que me aguarden. Entre tanto, oirán por la radio la creación del Consejo. Pero no los dejes partir. Procura no emplear la violencia; de esta manera no nos crearán problemas en la retaguardia. Igualmente hay que lograr que el jefe de la 17 División quede aislado en su puesto de mando. Ya me encargaré yo de informar a los jefes de sus tres brigadas, recalcándoles que solamente tendrán que obedecerte a ti. ¿De acuerdo, Liberino? ¿Qué te parece el plan? –Muy bien, Mera, muy bien.

Al jefe de la 33 División, José Luzón, que se había hecho cargo de la misma provisionalmente, le informé en líneas generales de lo que preparábamos, ya que conocía lo fundamental. Le recomendé hablara con los mandos de sus tres brigadas y demás jefes de confianza, para ponerles al corriente de lo que se avecinaba, y le comuniqué que me reemplazaría Liberino González. Asimismo estuvo de acuerdo en todo. Me entrevisté a continuación con el comandante Rubio, que mandaba la 71 Brigada. Como era socialista, le suponía enterado más o menos de lo que pasaba. De todas las maneras amplié la información. Le planteé el caso de la 17 División, de la cual él dependía. Me respondió: –A este respecto puedes ir te tranquilo, Mera. Quinito Valverde no intentará inmiscuirse en mi Brigada y si lo intenta, peor para él. Lo que hace falta es que el nuevo Consejo acierte, que es lo que más nos interesa a todos.

Me reuní luego con Rafael Gutiérrez, jefe de la 14 División, el cual me informó del movimiento hacia Madrid de la 70 Brigada. Resulta algo lento porque se ven obligados a evitar el control de Alcalá de Henares, pero creo que llegará a tiempo.

Le señalé que quedaría a las órdenes de Liberino González, mi reemplazante, con la esperanza de que le sería tan leal como lo fue siempre respecto a mí:

–Descuida, Mera; Liberino me tendrá a su entera disposición.

–Muy bien, Gutiérrez. Como ya se hace tarde, te ruego te desplaces a la 98 Brigada e informes al compañero Pedraza de lo que va a suceder esta noche y que sólo debe obedecer a Liberino. –Lo haré ahora mismo, para no perder un solo instante. Nos quedamos en mi despacho Verardini y yo, para redactar mi intervención por radio de esta noche. A las ocho, como convenido, se presentó Liberino González. Telefoneé entonces a Cazorla, citándole para las nueve en compañía del secretario provincial de su partido. Me prometió venir a verme a la hora señalada. Inmediatamente partimos Verardini y yo para Madrid. A las nueve, un poco pasadas, llegamos al Ministerio de Hacienda. Allí estaba Casado con los que habrían de componer el Consejo Nacional de Defensa. Les di cuenta de las medidas adoptadas en el IV Cuerpo de Ejército y pregunté a Casado: –¿Qué medidas has tomado con los otros tres Cuerpos? –Ninguna –me contesta–, ya que lo haré después de la declaración de la constitución del Consejo. –Me parece, amigo Casado, que tendrás sorpresas. Esas medidas hay que adoptarlas antes y no después, creo yo.

Quedó cortado por ambos el breve diálogo. Llegada ya a Madrid la tan esperada 70 Brigada, se decidió hacer pública la creación del Consejo. Nos adelantamos hacia los micrófonos de Unión Radio los designados para hablar. Besteiro, abandonó su prolongado silencio para especificar los motivos de nuestra decisión, recalcando que el grupo de Negrín no contaba con la menor base legal, denunciando sus veladuras a la verdad, sus propuestas capciosas, su fanatismo partidista y su sumisión a órdenes extrañas. El coronel Casado se dirigió, sobre todo, a los españoles de la otra zona, la dominada por el franquismo, para aclararles el verdadero sentido de nuestra guerra y pedirles su colaboración para el establecimiento de una paz sin represalias ni odios, que asegure la independencia de España. Por mi parte, manifesté que la pérdida de Cataluña me había resultado, además de dolorosa, inexplicable, hasta que tuve el convencimiento de que había sido precedida por la traición de unos hombres dispuestos a vender la sangre generosa del pueblo español. Finalmente, el republicano San Andrés leyó el manifiesto del Consejo Nacional de Defensa, en el que se puntualizaban los motivos de nuestra decisión, derivada de la necesidad de acabar con la conducta suicida de un puñado de hombres que continuaba titulándose gobierno, pero en los que nadie creía ni confiaba.

La sublevación comunista

Después de finalizadas nuestras intervenciones a través de Unión Radio el coronel Casado tanteó por teléfono a los jefes de los otros tres Cuerpos de Ejército, los coroneles Barceló, Bueno y Ortega. Asimismo conversó por teléfono con Negrín, Hidalgo de Cisneros y el coronel Camacho, que habían escuchado el manifiesto del Consejo radiado al país. El doctor Negrín proponía llegar a un arreglo; Hidalgo de Cisneros también trataba de mostrarse conciliador; solo Camacho se puso a disposición incondicional del Consejo de Defensa.

La situación no era nada favorable. Los jefes del I, II y III Cuerpos de Ejército tergiversaban, sin duda en espera de órdenes concretas del Partido Comunista. Los blindados, guardias de Asalto y Aviación estacionados en el Centro estaban en su mayor parte en manos de los comunistas. También lo estaba la Agrupación de Guerrilleros estacionada en Alcalá de Henares, es decir, a las puertas de Madrid. En realidad, únicamente contábamos con nuestro IV Cuerpo de Ejército, puesto que si bien los jefes de los Ejércitos de Levante, Extremadura y Andalucía se habían puesto del lado del Consejo, se hallaban lejos y contaban en su seno con bastantes mandos sometidos al Partido Comunista. Comenzaban, pues las sorpresas que yo le había anunciado al coronel Casado, que pecaba de un optimismo excesivo. Fue evidente error, como pudo verse en seguida, no haber tomado con tiempo las medidas necesarias. Ahora habría que apechugar con unos obstáculos en los cuales no se había pensado. El coronel Casado se equivocó al considerar que jugaría la solidaridad entre militares profesionales; no había contado con los efectos de la labor de zapa que los comunistas habían llevado pacientemente a cabo entre los jefes militares.

En la madrugada del día 6 de marzo se sublevaron contra el Consejo de Defensa como si dieran la señal, las Divisiones 7 y 8, así como la 42 Brigada mixta unidades dependientes del II Cuerpo de Ejército. Inmediatamente, el coronel Barceló, jefe del I Cuerpo estacionado en el frente de la Sierra se proclamó por sí y ante sí jefe del Ejército del Centro, al mismo tiempo que anunciaba su marcha sobre Madrid sacando fuerzas de las propias trincheras. La 42 Brigada, sin hallar el menor obstáculo, ocupó Fuencarral, Tetuán de las Victorias, Cuatro Caminos y, pasando por la calle de Ríos Rosas, los Nuevos Ministerios situados en la cabecera del Paseo de la Castellana. También se nos informó que se habían sublevado la Agrupación de Guerrilleros y la base de tanques en Alcalá de Henares.

Las fuerzas de guerrilleros, protegidas por tanques, tomaron el pueblo de Torrejón, donde se encontraba la 5 Brigada de Carabineros con tres de sus batallones, los cuales se pusieron a disposición de los sublevados. (El otro batallón de Carabineros se hallaba, junto con dos batallones más de nuestra 70 Brigada, protegiendo el Estado Mayor del Ejército del Centro.) Luego, avanzaron por la carretera general Madrid-Zaragoza, llegando hasta el puente de San Fernando, sobre el Jarama. Esta era la situación hacia las cinco de la tarde, hora a la cual el coronel Casado me pidió que fuese con Verardini al puesto de mando (Posición Jaca) del Estado Mayor, al objeto de ayudar al coronel Otero que se encontraba algo indispuesto. Serían las seis cuando nos pusimos a las órdenes de Otero, el cual nos informó que había mantenido una conversación con las fuerzas guerrilleras, las cuales le afirmaron no querer enfrentarse con las del Consejo. Nos dijo también que los guerrilleros le expusieron sus deseos de parlamentar con el coronel Casado, y como éste exigiera que primero depusieran las armas, los mandos de los guerrilleros pidieron un plazo de dos horas para dar una respuesta, plazo que les fue concedido.

Una vez informado, en presencia de todo el Estado Mayor, le dije al coronel Otero: –Mi coronel, los guerrilleros han pedido ese plazo para ganar tiempo y poder ocupar este puesto de mando. –No lo creo, Mera. –Pues yo sí, y sin perder un instante me puse en comunicación con mi IV Cuerpo: –¿Quién está al aparato? Soy Mera. –Aquí el comandante Esteller, a tus órdenes. –¿Dónde está Liberino? –Ahora llega; te lo paso.

–Soy Liberino. ¿Qué deseas? –Mira, hace media hora que estoy en la Posición Jaca, donde el coronel Otero me ha dicho que los guerrilleros pidieron y obtuvieron de Casado un plazo de dos horas, para decidir su posición. ¿Dónde se encuentra a estas horas la 14 División? –Pues en las proximidades de Alcalá de Henares, pero han hecho un alto por orden del coronel Casado. Me parece que esto es dar facilidades a los «chinos».

–De acuerdo, Liberino. Mira, cumple lo que Casado te ha ordenado; pero dedica ese tiempo a acumular todas tus reservas en las inmediaciones de Alcalá de Henares y dile a Esteller que refuerce al máximo la agrupación de Artillería para que sirva de apoyo a nuestras fuerzas. Debes actuar con rapidez, ya que la situación sin ser crítica tampoco es halagüeña. –No te preocupes, Mera, que llegado el momento daremos a los «chinos» el repaso que merecen. Pasadas las dos horas comprobamos que las comunicaciones habían sido cortadas por los guerrilleros, lo cual nos impedía la relación con el IV Cuerpo. El coronel Otero se lo notificó a Casado. En este estado un poco nervioso, por no saber lo que acontecía con nuestras fuerzas en Alcalá de Henares, entramos en el día 7 y nos dieron las cuatro de la madrugada. A esa hora, hallándonos reunidos Verardini y yo con los coroneles Otero, Pérez Gazolo y Fernández Urbano, el teniente coronel Villal, el capitán Artemio García y los tenientes Dalda y Corella, nos comunicaron que el batallón de Carabineros de la 5 Brigada, que ocupaba la parte noroeste de la Posición Jaca, donde nos encontrábamos, nos había traicionado y se había pasado a la Agrupación de Guerrilleros; los otros dos batallones de la 70 Brigada se defendían bien, pero estaban rodeados por los sublevados. La situación del Estado Mayor del Ejército del Centro se complicaba con el peligro de ser ocupado por los comunistas. El coronel Otero me pidió que comprobara esa información. Salí acompañado de Verardini, Villal, García y Corella, y, en efecto, era cierta la amenaza que corría el Estado Mayor. Encargué, pues, a Villal y a Corella que fuesen en seguida a notificar a sus compañeros la necesidad de evacuar el puesto de mando inmediatamente. Como pasaban unos minutos preciosos y no regresaban, me fui yo mismo al puesto de mando y dije a los presentes:

–Vengan conmigo. Aquí ya no hay nada que hacer y dentro de cinco minutos los comunistas se habrán apoderado de las oficinas. –Sí –me contestan– ahora vamos. Aguardamos unos instantes y el único que se nos incorporó fue el teniente Corella, el cual tuvo que abrirse camino a tiros, resultando herido en un brazo aunque de poca gravedad. El citado Corella, Verardini, Artemio García, Dalda y yo, nos fuimos a uña de caballo. Mientras los tanques y fuerzas guerrilleras avanzaban sobre Canillejas, nosotros, a campo traviesa, pudimos llegar hasta donde estaban los servicios de Transportes del Ejército del Centro, mandados por cierto por un comandante llamado Salinero, también comunista. Desde allí me puse en comunicación telefónica con Casado, al que informé de la situación, refiriéndole lo ocurrido en la Posición Jaca. Con gran asombro por mi parte, Casado me respondió: –En Jaca no ocurre nada, Mera. Debes ir allí. –Escúchame, Casado: ¿te has informado bien? –Claro que sí.

–Bien, salgo ahora para Jaca, pero has de saber que te han informado mal y que ese puesto de mando está en manos de los comunistas. Di por terminada la conversación. Ordené a Salinero pusiera a mi disposición un coche, cosa que hizo. Y sin dar la menor explicación a los que me acompañaban, salimos todos hacia la Posición Jaca. Les advertí, sin embargo, que debían estar alerta, pues íbamos a tropezar con los comunistas. Medio kilómetro más adelante nos cruzamos con dos tanques y luego a unos doscientos guerrilleros; detrás vimos un batallón de Carabineros. Avanzaban hacia a Madrid. Cuando llegamos a la altura de los carabineros ordené a nuestro chofer que diese la vuelta al coche y parara, dejando el motor en marcha. Descendimos Verardini y yo, preguntando a la tropa: –¿Sois vosotros los que habéis ocupado el puesto de mando del Estado Mayor? –Sí. –Pues adelante, muchachos; pronto llegaréis a Madrid.

Subimos nuevamente al coche mostrando la mayor tranquilidad y arrancamos hacia la capital, cruzando otra vez a los guerrilleros y a los dos tanques. Una vez en el Ministerio de Hacienda, di cuenta al coronel Casado de lo acontecido. Sólo me respondió: –Muy bien, Mera. Celebro tu llegada pues eres necesario aquí en estos momentos. Hoy es uno de los días más difíciles para nosotros. Si, como espero, los comunistas faltan de decisión, tendremos tiempo para rehacernos y preparar la contraofensiva contra ellos. En el Ministerio de Hacienda reinaba un clima bastante enrarecido, debido al error cometido por el coronel Casado al no destituir a su debido tiempo a los tres jefes de Cuerpo de Ejército sometidos a los comunistas. La creación del Consejo había resultado fácil, pero su mantenimiento ya no lo era tanto. No faltaban, pues, los carentes de ánimos para continuar la lucha.

Julián Besteiro, enfermo, se encontraba acostado en un camastro en los sótanos del Ministerio de Hacienda. Consideramos natural ofrecernos para conducirle a su domicilio, donde estaría más cómodo y mejor atendido. Pero se negó, diciéndonos: –Me he comprometido a cumplir una misión con el Consejo y la cumpliré hasta los últimos instantes.

El general Miaja, por su parte, presidente del Consejo, se disponía a visitar algunos frentes de Madrid, para estimular a nuestras tropas en favor de dicho Consejo. El general Matallana, que días antes había sido detenido en Elda (Alicante) por orden de Negrín y puesto luego en libertad merced a las amenazas del coronel Casado, quería acompañar a Miaja. Le convencimos que no lo hiciera y se quedara con nosotros. Las comunicaciones telefónicas no funcionaban con regularidad, lo cual nos producía bastantes trastornos. Consulté con Casado, proponiéndole irme al Ministerio de Marina, donde estaban las comunicaciones del SIM, y sabía que funcionaban normalmente. Se mostró de acuerdo y me dirigí al Ministerio de Marina, acompañado de Artemio García. El jefe del SIM, Ángel Pedrero, puso a mi disposición todos sus servicios de comunicaciones. Gracias a ellos logré en seguida entrar en relación con Liberino González, el cual me dio cuenta de la situación del IV Cuerpo. Yo le dije: –Escúchame, Liberino. Da las oportunas órdenes para movilizar nuestras fuerzas de reserva y hacerlas venir a Madrid sin perder un instante, salvando todos los obstáculos. Reúnelas y ponlas al mando de Gutiérrez y de Luzón para venir a ayudarnos, pero no saques un solo hombre de las primeras líneas de fuego. Dos horas después, Liberino me telefoneó para anunciarme que se habían apoderado de Alcalá de Henares y que se encontraban en el Puente de San Fernando, sobre el Tajuña, de nuevo parados por orden de Casado. Telefoneé a éste para pedirle aclaraciones y me dijo que se había hecho a petición del coronel Ortega, pero que ya había dado órdenes de continuar el avance sobre Madrid.

Esta misma noche me puse en relación con todos los Ateneos libertarios de Madrid, diseminados por las distintas barriadas, en los cuales se hallaban fuerzas de la 70 Brigada. Les recomendé mucha vigilancia. Lo mismo hice con las tropas de esa brigada que defendían el Palacio de Comunicaciones, el Banco de España y el Ministerio de la Guerra, las cuales se vieron obligadas a defenderse de cuatro o cinco ataques de los rebeldes, a los que lograron inutilizar varios tanques, teniendo los comunistas que replegarse a las construcciones de los Nuevos Ministerios. El Ministerio de Marina estaba bien defendido por la gente del SIM, al mando de Pedrero.

El día 8 comenzó en la misma situación de incertidumbre del anterior. Pero, por mi parte, tenía plena confianza en los mandos de mis unidades. Hacia las ocho de la mañana, me informó Esteller que el Puente de San Fernando estaba en nuestras manos, habiendo cogido prisioneros a unos quinientos carabineros; también me dijo que ya se encontraban a la vista de la Alameda de Osuna, que es donde estaba la llamada Posición Jaca. Les señalé que prestasen atención a su flanco derecho, por donde podían llegar los del I Cuerpo de Ejército mandados por Barceló. A las nueve y media fue Liberino González quien me anunció que la Posición Jaca había caído en nuestro poder y que pronto ocuparíamos Barajas, habiéndose rendido ya de cuatro o cinco mil hombres. Les ordené que continuaran el avance a marchas forzadas, dejando atrás Canillejas por no haber allí fuerza alguna. También les advertí que los ataques podrían ser más duros al día siguiente, pues, tropezaríamos con las mejores unidades comunistas. La situación, pues, iba mejorando lentamente en nuestro favor, y si bien la lucha debía tomar mayor violencia en Madrid en los días próximos, ya no nos encontraremos solos o casi solos, como ocurrió el primer día de la sublevación comunista. Gracias al coronel Gascón contamos con apoyo de la Aviación; también se ha formado una unidad republicana al mando del coronel Armando Álvarez, integrada por fuerzas heterogéneas, que se encargará de la lucha en las calles de la capital, y sobre todo, ya se aproximan las tropas mandadas por Liberino González, en que pongo todas mis esperanzas. Por otra parte, los sublevados habían sufrido un rudo golpe al conocer la noticia de la huida a Francia de Negrín y de los principales dirigentes comunistas, entre los cuales figuraba la Pasionaria, que tanto eco tuvo con aquello de «más vale morir de pie que vivir de rodillas», pero que a la hora de la verdad eligió tranquilamente una tercera solución: largarse en avión. Esa fuga vergonzosa fue el punto final de su cacareada resistencia.

El día 9 las fuerzas de Liberino y de Luzón ocuparon Barajas y el aeródromo. Pero se tropezó con la oposición de los sublevados en Ciudad Real. Continuó el doble juego de las discusiones y de los aplazamientos, lo cual nada informé a la columna del IV Cuerpo. Al contrario, le insté a que aceleraran aún más su avance hacia la capital, sin perder un solo instante en paros o descansos. Luego, en el Ministerio de Hacienda, cambié impresiones con el coronel Casado, comunicándole la situación de nuestra columna e insistiéndole en que no había que perder el tiempo en parlamentar. ¡O con nosotros o contra nosotros! Casado me aseguró que se había conseguido paralizar a los sublevados en el interior de Madrid.  Con esta impresión optimista regresé a mi puesto de mando, en el Ministerio de Marina. A las seis de la mañana del día 10 me comunicaron que El Cubillo y la parte norte de Guadalajara estaban totalmente asegurados, desapareciendo el temor de que los sublevados del I Cuerpo de Ejército, partiendo de su base en Torrelaguna, pudieran meternos una cuña por esa zona. Seguidamente di orden a nuestra columna de ocupar con la mayor rapidez posible Canillas, Hortaleza y Ciudad Lineal, para caer luego sobre Fuencarral. Durante las operaciones fue gravemente herido el comisario de 12 División, Asensio, de filiación socialista, uno de los mejores elementos del IV Cuerpo; murió poco después, con gran pesar de cuantos lo tratamos. A las diez de la noche todos los objetivos, salvo Fuencarral, fueron alcanzados, haciéndose unos seis mil prisioneros. Una compañía llegó incluso hasta la plaza Manuel Becerra, ocupando toda la barriada a la una de la madrugada, hora en que se detuvo el avance. La situación comenzaba a cambiar radicalmente a nuestro favor. Se rindió el cuartel general del II Cuerpo de Ejército, que mandaba el coronel Ortega. Este, una vez más, se ofreció como mediador, afirmando que el resto de las fuerzas sublevadas se rendirían igualmente en cuanto se garantizase la vida de sus jefes y se ofreciera un puesto en el Consejo Defensa al Partido Comunista. ¡Casi nada! Todo cuanto podía ofrecérseles era no llevar a cabo represalias, salvo en lo concerniente a los responsables del fusilamiento de los coroneles José Otero, Arnaldo Fernández Urbano y José Pérez Gazolo, aprehendidos por los sublevados en el puesto de mando del Estado Mayor del Ejército del Centro, que no habían evacuado no obstante mis reiteradas advertencias.

El día 11, a la una y media, recibí la comunicación de haber sido ocupado Fuencarral, que defendía una Brigada mixta comunista, la cual se retiró en dirección a El Pardo. Nuestra 83 Brigada, que se había traído precipitadamente de Levante, tenía que entrar en el centro de Madrid por El Retiro y las Ventas, pero se le dio orden de ir a la plaza Manuel Becerra, donde ya teníamos un batallón de la 35 Brigada. Ante estos refuerzos, los adversarios de aquel sector emprendieron la huida. En cambio, en Fuencarral, los comunistas que habían sacado la noche anterior del frente a la 99 Brigada lograron apoderarse nuevamente del pueblo y hacer prisionero a uno de nuestros batallones. Las fuerzas al mando de Liberino González concentraron allí sus esfuerzos, consiguiendo recuperar Fuencarral tras previa preparación artillera. Los sublevados, completamente desmoralizados, huyeron unos hacia la Sierra, volando a su paso el puente de la carretera de Burgos, y otros buscaron refugio en los Nuevos Ministerios, al final de la Castellana. Hacia ahí convergieron nuestras fuerzas. Se defendieron los sublevados con ametralladoras desde todos los huecos de los edificios, pero el tiro directo de nuestra artillería les obligó a rendirse. Al finalizar la operación, quedaron en nuestro poder cerca de veinte mil prisioneros, varios tanques, tanquetas, piezas de artillería y antitanques. El resto de la jornada se empleó en acabar los focos de resistencia.

Durante todos estos días, permanecí en el Ministerio de Marina, en compañía de Ángel Pedrero, jefe del SIM, gracias al cual pude relacionarme con el IV Cuerpo de Ejército en los momentos críticos en que nos encontramos sin medios de comunicación telefónica, y preparar así la marcha sobre Madrid de sus fuerzas. El Ministerio de Marina, atacado repetidas veces, incluso con morteros del 81, fue defendido exclusivamente por el SIM. Junto conmigo permanecieron mis dos enlaces, y los únicos miembros del IV Cuerpo que nos encontramos allí fuimos nosotros tres.

El 12 de marzo, ya totalmente vencida la sublevación, consideré que mi misión en Madrid quedaba cumplida. Pedí al coronel Casado la autorización de reintegrarme a mi puesto de mando del IV Cuerpo, en Guadalajara, cosa que hice al mediodía. Acto seguido di las oportunas órdenes para que en las próximas veinticuatro horas se reintegraran a sus bases todas las fuerzas pertenecientes a nuestro IV Cuerpo que habían sido trasladadas a Madrid. Había que actuar con rapidez, pues el frente que ocupábamos podía ser atacado de un momento a otro por las tropas franquistas. En los días anteriores, el enemigo permaneció a la expectativa, esperando que la sublevación comunista, provocando la matanza entre los propios antifascistas, les entregara Madrid en bandeja. No cabe, pues, negar que la intentona de los comunistas impidiera al Consejo Nacional de Defensa negociar con el enemigo en condiciones ventajosas o en todo caso menos precarias. En la tarde del mismo día 22 fui llamado por el coronel Casado a su puesto en el Ministerio de Hacienda. Al presentarme ante él, me manifestó que me iban a ascender a coronel. Mi sorpresa fue tan grande como mi desagrado. Así se lo dije, sin tapujo alguno: –El mayor mal que me puedes hacer es ése, por dos motivos capitales: primeramente, la de estos días no puede considerarse como una operación frente al enemigo; en segundo lugar, la guerra toca a su fin y resulta de mal gusto, a estas alturas, ascender a nadie, sobre todo a mí. Este pequeño incidente tuvo lugar en presencia de mis compañeros Eduardo Val y González Marín. Casado se apresuró a decir que, ante mi actitud, tal ascenso no tendría lugar, por lo que podía irme tranquilo.

A decir verdad no me fui nada tranquilo, sino más bien disgustado. Me pregunté una y mil veces qué mosca le había picado al coronel Casado, qué era lo que se proponía si en realidad se proponía algo, cosa que yo no atisbaba a comprender. En todo caso se me antojaba propósito de mal gusto. Llegué a preguntarme si Casado no se proponía atarme a su persona mediante el agradecimiento. Me conocía mal, me dije.

Cipriano Mera

Cipriano Mera

El 13, a las nueve de la mañana, celebré una reunión con todos los miembros del Estado Mayor del IV Cuerpo de Ejército. Quedó comprobado que ya se habían incorporado todas nuestras unidades a sus bases respectivas, salvo la 70 Brigada que permanecía a disposición del Ejército del Centro y de un batallón de la 35 Brigada que debía regresar al día siguiente. El jefe de los servicios de Información nos comunicó que el enemigo concentraba fuerzas en su retaguardia, lo cual nos imponía acrecentar nuestra vigilancia. El jefe de Intendencia nos informó a su vez que el IV Cuerpo contaba con abastecimientos para diez días, por lo que le recomendé que se hiciese cargo de todas las granjas dependientes del Cuerpo de Ejército para asegurar el suministro de las tropas. El jefe de Sanidad afirmó poder cubrir las necesidades con el material de que disponían; en fin, el de Ingenieros no suscitó problema particular alguno.

A la una se presentaban en nuestro Cuartel General el recién nombrado Jefe del Ejército del Centro, coronel de Infantería Manuel Prada, acompañado del comisario del mismo, a quienes di cuenta de la situación del IV Cuerpo. Más tarde nos encerramos en mi despacho a conversar, y el coronel Prada con aires de resignación, me dijo: –Parece que estoy condenado a hacerme cargo de puestos de responsabilidad máxima cuando todo está ya perdido. Eso me ocurrió en el Norte y es lo que me toca ahora en el Centro…

Los últimos momentos

En la mañana del 26 de marzo de 1939 conversé en mi oficina con Esteller respecto a la evacuación de Madrid de nuestras familias respectivas. Me dijo que por la noche o al día siguiente de madrugada saldrían todos para Lorca. No podíamos hacer menos por los nuestros, que habían aguantado toda la guerra en Madrid en las pésimas condiciones de la mayor parte del vecindario. Más tarde se fueron presentando separadamente los jefes de las divisiones, con los que iba cambiando impresiones sobre la situación reinante, cada vez más confusa por no recibir la menor información del Consejo. Hablé luego con el capitán de la compañía que montaba la guardia en nuestro Cuartel General, el cual me aseguró que su gente era de toda confianza. A las cinco fui llamado por el jefe del Ejército del Centro, coronel Prada, anunciándome haber convocado a todos los jefes del Cuerpo.

Me dirigí en seguida a Madrid. Una vez todos reunidos, Prada manifestó que, según sus informes las fuerzas del II Cuerpo que ocupan el sector de la Bombilla fraternizaban abiertamente con las del enemigo: fumaban juntos e intercambiaban cosas los soldados de uno y otro bando. El coronel temía que la propagación de estos hechos acarreara el derrumbamiento del frente. El jefe del II Cuerpo, teniente coronel Zulueta, trató de justificar la situación y quitarle importancia, afirmando que esas mismas fuerzas nuestras que fraternizaban con el enemigo obedecerían las órdenes que recibieran. Se estableció un diálogo entre ambos jefes, y los demás guardamos silencio. Por fin intervine yo para decir.

–Mi coronel: si esto es el principio, ¿cómo será el final? Prada no respondió a mi pregunta, pero insistió cerca del teniente coronel Zulueta para que pusiera el mejor empeño en terminar de una vez con esa fraternización. Me marché luego a la calle Serrano para entrevistarme con el Comité de Defensa de la CNT. Allí encontré a los compañeros Val, González Marín, Salgado y García Pradas. Hablamos e incluso discutimos un momento con calor respecto a la situación y el desenlace que podía tener. Les puse al corriente de la retirada que había de comenzar al día siguiente por la noche. Val me pidió que siguiera de cerca el repliegue de la 33 División y le informase una vez finalizado. Le contesté que tal era mi intención y que por eso le había ido a ver. Me despedí de todos ellos y regresé a mi Cuartel General.

Inicié la jornada capital del 27 poniéndome en comunicación telefónica con los jefes de las divisiones y algunos de las brigadas, para conocer la situación exacta en los sectores que ocupaban. A las once de la mañana, acompañado de Verardini y del jefe de la 33 División –la primera que debía evacuar– salí para Madrid. En el Ministerio de Hacienda me entrevisté con el coronel Casado, al cual hice conocer el proyecto establecido para el repliegue de las unidades de la citada división. Casado expresó su acuerdo y me dijo que lo pasara al jefe del Ejército del Centro para que lo convirtiese en orden. Así hice. El coronel Prada lo leyó, añadió algunas observaciones y dispuso que el proyecto fuera transformado por el Estado Mayor en orden de repliegue. Noté que abundaban por allí los mandos y comisarios, todos los cuales se movían de un lado para otro de manera algo autómata, como si su pensamiento estuviera en otra parte. También se veían no pocas caras pálidas, desencajadas. Daban una triste impresión de hombres derrotados.

Cuando la orden estuvo lista, tanto a Casado como a Prada, les manifesté mi propósito de permanecer en la 33 División hasta que quedase cumplida la evacuación. Casado opuso algunos reparos a que yo hiciese eso, pero al final accedió. Debo dejar constancia igualmente de una conversación sostenida, en presencia de Casado, con Besteiro, el cual nos había manifestado su decisión de permanecer en Madrid fuese lo que fuese. Le dije que debíamos seguir la misma suerte, o sea evacuar o quedarnos juntos. El veterano socialista respondió: –Nuestras responsabilidades, Mera, no son comparables. Yo no he tenido función alguna en la guerra, a no ser la de estos últimos momentos en que he tratado, junto con ustedes, de evitar a nuestro pueblo mayores sufrimientos. Pueden hacer conmigo los vencederos lo que les plazca. Me detendrán, pero quizá no se atrevan a matarme. En cambio, con usted, Mera, lo mismo que con el coronel, no titubearán. Me permití decirle que desde el 19 de julio me había estado jugando la vida y que, naturalmente, no esperaba salvarla al caer en manos de los fascistas. Al contrario, estimaba que, fracasada nuestra tentativa de obtener las mínimas garantías de salvación para los combatientes leales y los militantes más comprometidos, mi deber consistía en afrontar la derrota al lado de los compañeros. Entonces Besteiro declaró: –Le honra su actitud, Mera; pero, créame, eso no es ahora nada razonable. Yo, como sabe, soy profesor de Lógica y veo el problema de otra manera. En los momentos graves es cuando debemos mostrar mayor serenidad para no incurrir en errores que arrastren consecuencias irreparables. La causa a que hemos servido está por encima de nuestros impulsos, y así como considero que, en mi caso, lo lógico es quedarme en Madrid, en el suyo, al igual que en el del coronel, lo que tienen que hacer es marcharse. Primero porque, como he dicho antes, van a ser ustedes fusilados sin permitirles siquiera defenderse, y segundo porque en la hipótesis de que no les fusilaran, moralmente resultaría lo mismo o aun peor, ya que quienes con tanta saña nos han combatido por haber querido obtener una salida honrosa para todos, se estimarían justificados y redoblarían su denigrante campaña por el mundo acusándonos de traidores a la República. El dilema, en efecto, era claro. Había que continuar en pie para que la verdad prevaleciera frente a los enemigos tenaces de uno y otro campo. Nos despedimos deseándonos mutuamente la mejor suerte. Poco después, el jefe de la 33 División y yo nos fuimos juntos hacia el frente, pues tenía interés en presenciar la retirada de esa unidad desde su propio puesto de mando. A las ocho dio comienza, ordenadamente, el repliegue de la 138 Brigada. Las tropas fueron dejando de manera algo lenta, pero serena sus posiciones de Villarejos, Puntal del Abejal, La Mocasilla y Vértice Lastra. Igualmente abandonaron Canredondo los servicios de la 136 Brigada. A las doce de la noche estaban ya retiradas todas las unidades de la 138 Brigada. Dos batallones de la 136 se vieron obligados a recorrer con suma precaución nada menos que catorce o quince kilómetros, pues tenían que atravesar unos campos de minas situados entre la primera y la segunda líneas, y a causa de ello se prolongó su repliegue hasta las cuatro de la mañana. A esa hora comuniqué el cumplimiento de la orden, y me disponía a descansar un poco cuando Verardini me hizo saber que era necesaria mi presencia urgente en el puesto de mando del IV Cuerpo, acompañado del jefe de la 33 División y los hombres de mayor confianza. Llegué a las ocho y media y Verardini me entregó dos telegramas, uno del coronel Casado y otro del compañero Val. Ambos me instaban a que me pusiese «en franquía», camino de Valencia. Verardini me dijo asimismo que el coronel Prada había dejado aviso de que, tan pronto yo llegara, me pusiera en comunicación telefónica con él. Lo hice al instante. Pero era ya demasiado tarde: el puesto de mando del Ejército del Centro estaba ocupado por quintacolumnistas o soldados del general Franco.

 Camino de Valencia y del exilio

La hora fatídica había sonado. Pedí a Verardini que, sin perder un instante, llamara a los mandos de las divisiones y brigadas, así como a algunos hombres de confianza, dándoles la misma orden que acababa de recibir yo del general Miaja: todos hacia Valencia. Con el único que no pudo comunicar fue con Rafael Gutiérrez, jefe de la 14 División, que por lo visto se hallaba en Madrid. Poco después llegaron Liberino González y Quinito Valverde. Este me dijo: –Yo no me voy, Mera. Marcharos vosotros lo más rápidamente posible. –Pero, ¿te vas a quedar, Quinito? ¿No comprendes que te fusilarán? –No, Mera, vete tranquilo. No me fusilarán. –Bueno, tú sabrás lo que haces. Ojalá no te pase nada.

Se presentó luego el comandante Rubio, que mandaba la 71 Brigada. Me dijo también que él no se iba, y le pregunté el porqué: –Tengo un hermano –respondió– que es comandante en el ejército de Franco. –Amigo Rubio: tu hermano es tu hermano, y tú eres tú. –No me pasará nada, verás. Anda, vete tranquilo.

El jefe de Ingenieros me comunicó por teléfono que tenía la intención de quedarse y nos deseaba buena suerte. No me sorprendió mucho su decisión, pues conocía sus sentimientos monárquicos. De todos modos era excelente persona. Se formó una caravana de cuatro coches, en los que nos metimos veinte personas: Verardini, Liberino González, Luzón, Ordax, Avecilla, Esteller, Artemio García, Manuel Valle, Acracio Ruiz, Corella, etc. Me despedí de todo el personal del IV Cuerpo, al que agradecí su colaboración y comportamiento. Allí dejaba, tal vez para siempre, a mujeres y hombres leales, entre ellos Pepita, que me había cuidado como a un padre y a la que quería como a una hija. Algunos lloraban y otros sonreían amargamente. Me embargó la emoción. Serían las diez y media del 28 de marzo cuando nos fuimos. A esa hora, salvo el nuestro, todos los frentes se habían derrumbado; era un consuelo para mí y hasta un motivo de orgullo. Pasamos por Pastrana, pues quería recoger allí al jefe de Sanidad, hospitalizado. No pudo ser, pues había desaparecido. Me encontré con un coronel de la antigua Guardia civil, que había luchado a nuestro lado, e igualmente me dijo que no se iba, lo cual no me sorprendió ya gran cosa. Desde allí ordené ir a Cuenca, para tratar de ver a los jefes de la 65 Brigada de Carabineros. Pero se me contestó que era imprudente, pues sin duda no se podría pasar ya por dicha ciudad. Llevábamos con nosotros dos motoristas, que nos abrían camino; ellos nos dijeron que Tarancón estaba ya en poder de las tropas franquistas, y hubimos de volver hacia una bifurcación que habíamos dejado atrás. Cuando salimos a la carretera general vimos que por todas partes enarbolaban banderas monárquicas. De todas formas pudimos llegar al Cuartel General del Ejército de Levante sin novedad alguna. Allí nos encontramos con el general Matallana, con los coroneles Muedra y Garijo, y otros jefes más. Matallana me dijo que me esperaban en Valencia, donde estaba ya el Consejo Nacional de Defensa. Les pregunté por qué no nos acompañaban, y me contestaron que tal vez se quedarían en España. Abracé especialmente al general Matallana, uno de los militares republicanos a quienes más apreciaba. Seguimos luego hacia Valencia a donde llegamos a la caída de la tarde. Preguntamos por el edificio donde se alojaba el Consejo de Defensa y pronto dimos con él. Nos presentamos a Casado y a Val, con los que estuvimos un breve rato por hallarse ocupados. Los locales estaban repletos de gentes, preguntándose unos a otros las cosas más inmediatas: ¿A dónde vamos? ¿Dónde están los barcos? ¿Cuándo embarcamos? El ambiente era poco sereno, incluso desagradable, por lo que decidimos irnos. Fue entonces cuando abandoné el uniforme para ponerme un traje que llevaba conmigo.

Verardini, Luzón, Liberino, Artemio García y yo nos dirigimos a la sede del Comité Nacional de la CNT. No había ser viviente, presentando aquello un aspecto lamentable: el suelo estaba cubierto de papeles los cajones de las mesas abiertos… Nos fuimos a otro local cenetista, no recuerdo en qué calle, donde al fin hallamos a varios compañeros. Los saludos fueron más bien fríos, sin el calor del compañerismo. Decidí, pues, irme a dormir unas horas. Luzón me atajó: –Pero, hombre; tenemos que ir a ver a Casado para ver lo que nos dice y a dónde debemos dirigirnos.

–Mira, Luzón, con Casado es imposible hablar, pues todo el mundo se dirige a él para que le resuelva su caso personal. Espera que se despeje un poco el ambiente. Como insistieron todos, accedí a acompañarlos nuevamente a las oficinas del Consejo de Defensa. Allí encontramos a Feliciano Benito, el cual nos dijo que se iba a Alicante, antes de que se hiciera tarde. Recomendé insistentemente a mis compañeros que mostraran más serenidad; luego nos dirigimos a un teniente coronel de Aviación que nos había indicado Casado, para ver si podía facilitarnos el viaje a Orán. Nos respondió que le era absolutamente imposible, pues no tenía aviones ni aviadores. Regresamos al Consejo y yo me senté en una silla, en un rincón cualquiera, quedándome dormido como un tronco, hasta que a las siete de la mañana Liberino y Luzón me despertaron para decirme que el coronel Casado iba a facilitarnos dos aviones. Pude beber un vaso de café, que me supo a gloria y ya en buena forma física me dispuse a escuchar a los demás. El compañero Salgado y el coronel Casado me confirmaron que habían salido de Aranjuez dos aviones destinados a nosotros. No lo puse en duda. A las nueve y media salimos, pues, en dos coches, hacia al aeródromo de Chiva, Luzón, Verardini, Liberino, Acracio Ruiz, Valle, Calzada, Salgado y yo; tal vez había algún otro que no recuerdo. Al pasar por Chiva vimos de nuevo banderas monárquicas en bastantes balcones, pero nadie nos detuvo. Llegamos finalmente al aeródromo, donde no había avión alguno. Se nos hizo larga la espera, preguntándonos entonces si los dos aviones anunciados llegarían o no. Media hora después aterrizó uno, con una gran bandera blanca. El aviador que lo pilotaba, sin parar el motor, descendió y se dirigió hacia nosotros, preguntando por el teniente coronel Mera. Me presenté a él, diciéndole: –¿No son dos aviones los que tienen que venir? –Sí –contestó el piloto–, pero el otro trae unos minutos de retraso. –Pues esperemos a que llegue. –No puede ser; tenemos que irnos inmediatamente. –Bueno, de acuerdo.

–Sólo pueden subir cuatro personas, con un mínimo de equipaje. Ante esto, me dirigí a mis compañeros para rogarles designaran las cuatro personas. Salgado y los demás respondieron que era yo el que tenía que irme en primer lugar junto con los otros tres que yo mismo designara. Les propuse que me acompañaran Verardini, Luzón y Liberino, siendo aceptada mi propuesta por todos.

El compañero Salgado me dijo: –Vete tranquilo, Mera, que los que quedan saldrán conmigo. Liberino González tuvo que abandonar una maleta, dándome a mí una gabardina. Subió con Verardini y Luzón al vientre del aparato, mientras yo tomé asiento en la cabina, al lado del observador. Instantes antes nos habíamos abrazado fuertemente con los que quedaban en tierra. Aun cuando las palabras de Salgado me habían tranquilizado un poco, seguía inquieto por la suerte de aquellos compañeros. Era la primera vez que subía a un avión. Este arrancó y tomó vuelo. Pregunté, por hablar algo, hacia dónde íbamos. Me contestó el observador que a Orán. Para mi capote me dije que igual me daba ir a una parte que a otra. Mirando hacia tierra veía a ésta desfilar rápidamente; también desfilaba no menos rápidamente por mi mente toda nuestra guerra con su cortejo de tragedias. Sin darme cuenta, el avión había atravesado el Mediterráneo y veíamos a lo lejos unas montañas. –Es Orán, dijo el observador. El piloto se dirigió al observador. –Pregúntale al teniente coronel si quiere que haga una exhibición de vuelo en picado antes de aterrizar. Le contesté que podía hacer lo que le diese la gana. Se marcó su numerito y aterrizamos, viendo con asombro que se dirigía hacia nosotros un nutrido grupo de indígenas. No pude por menos que exclamar: –¡Otra vez los moros! El piloto y el observador miraron a derecha e izquierda, bastante desconcertados, y se preguntaron: –¿Dónde diablos estamos? Al fin supimos que habíamos aterrizado en Mostaganem, a unos ochenta kilómetros de Orán. Eran poco más de las dos de la tarde del 29 de marzo de 1939. Acababa un capítulo de mi vida –tal vez el más importante– y se iniciaba otro lleno de incógnitas».