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2 abril 2015 • "Como amaba a los suyos, los que estaban en el mundo, los amó hasta el fin"

Angel David Martín Rubio

La Eucaristía y el Sacerdocio

Fra Angelico: "La comunión de los Apóstoles"

Fra Angelico: «La comunión de los Apóstoles»

El Santo Evangelio que se lee en la Misa vespertina de la Cena del Señor del Jueves Santo (Jn 13, 1-15) comienza con unas palabras especialmente solemnes que pueden servir de prólogo a las celebraciones litúrgicas de estos días: «Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora para que pasase de este mundo al Padre, como amaba a los suyos, los que estaban en el mundo, los amó hasta el fin» (v. 1)

El sentido literal de esta expresión es doble: que los amó hasta el extremo (como lo veremos en el lavabo de los pies a los discípulos y en todo lo que Jesús hace a continuación, hasta entregar su vida en la cruz), y que quiso extender a todos los suyos, que vivirán hasta el fin de los tiempos, el mismo amor que tenía a aquellos que entonces estaban en el mundo.

«Los amó hasta el extremo»

Jesús lava los pies a los discípulos. Es un servicio de esclavo, que aquí es muestra de amor. San Pablo dirá que Cristo «siendo su naturaleza la de Dios, no miró como botín el ser igual a Dios, sino que se despojó a sí mismo, tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres. Y hallándose en la condición de hombre se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz» (Flp 3, 6-8) Palabras que sintetizan el misterio de la Encarnación y de la Redención.

El acto, querido por la Sabiduría divina, que ha hecho revivir espiritual y sobrenaturalmente a la humanidad es el Sacrificio del Calvario. Es la razón de ser de la Encarnación, la realización de la Redención, el sacrificio que glorifica a Dios infinitamente y vuelve a abrir las puertas del cielo a la humanidad pecadora.

El misterio de Cristo es, ante todo, el misterio de la cruz. «Me propuse no saber entre vosotros otra cosa sino a Jesucristo, y Éste crucificado» (I Cor 2, 2). Para nuestra santificación, Jesús lo dispone todo alrededor de esta fuente de vida que es su sacrificio del Calvario. Funda la Iglesia, transmite el sacerdocio, instituye los sacramentos para comunicar a las almas los méritos infinitos del Calvario. (I Cor. 2 2).

Un amor, más allá de las fronteras del tiempo y el espacio

«El sacrificio de la Cruz es el único sacrificio de la nueva ley, en cuanto por él aplacó el Señor la divina justicia, adquirió todos los merecimientos necesarios para salvarnos, y así consumó de su parte nuestra redención»[1]. Estos merecimientos nos los aplica por los medios instituidos por Él en la Iglesia, a través de los sacramentos. De todos ellos, el más grande y en cierto sentido el más importante, hacia el que todos se ordenan y en el que todos terminan es el Sacramento de la Eucaristía.

En efecto, en él se contiene sustancialmente a Jesucristo mismo, mientras que en todos los demás sólo se contiene una virtud derivada de Él. Igualmente, todos los demás parecen ordenarse, ya sea a realizar este sacramento, como el orden, ya sea a hacer capaz o digno de recibirlo, como el bautismo, la confirmación, la penitencia y la extremaunción, ya sea, por lo menos, a significarlo, como el matrimonio[2].

El Sacrificio de la Misa que se celebra en nuestros altares es sustancialmente el mismo de la Cruz, en cuanto el mismo Jesucristo que se ofreció en la Cruz es el que se ofrece por manos de los sacerdotes, sus ministros; mas, cuanto al modo con que se ofrece, el sacrificio de la Misa:

  • Difiere del sacrificio de la Cruz,
  • Guarda con éste la más íntima relación.

Entre el sacrificio de la Misa y el de la Cruz hay esta diferencia y relación: que en la Cruz, Jesucristo se ofreció derramando su sangre y mereciendo por nosotros, mientras en nuestros altares se sacrifica Él mismo sin derramamiento de sangre y nos aplica los frutos de su pasión y muerte.

La otra relación que guarda el sacrificio de la Misa con el de la Cruz es que el sacrificio de la Misa representa de un modo sensible el derramamiento de la sangre de Jesucristo en la Cruz; porque, en virtud de las palabras de la consagración, se hace presente bajo las especies del pan sólo el Cuerpo, y bajo las especies del vino sólo la Sangre de nuestro Redentor; si bien, por natural concomitancia y por la unión hipostática, está presente bajo cada una de las especies Jesucristo vivo y verdadero[3].

El corazón de la vida sacerdotal

El sacrificio de la santa Misa lo instituyó el mismo Jesucristo cuando instituyó el sacramento de la Eucaristía y dijo que se hiciese en memoria de su pasión.

«Haced esto en memoria mía» (Lc 22, 19). La noche del Jueves Santo, por estas palabras Jesús da a los apóstoles el poder de cambiar también ellos el pan en su cuerpo y el vino en su sangre; y este poder se transmitirá en la Iglesia por la ordenación sacerdotal, hasta el fin de los siglos.

San Pablo afirma «Todo Sumo Sacerdote tomado de entre los hombres es constituido en bien de los hombres, en lo concerniente a Dios, para que ofrezca dones y sacrificios por los pecados» (Hb 5, 1). El sacerdote, por tanto, está constituido a favor de los hombres para las cosas que se refieren a Dios y para conducirlos a Dios. El sacerdote está, pues, hecho para ofrecer el sacrificio y dispensar las gracias del sacrificio

¡Qué misterio el que Dios haya querido escoger a otros hombres para santificar a los demás, consagrándolos para que continúen la obra de aplicar los frutos de la Redención, confiándoles su propio sacrificio! Misterio de amor por nosotros y por todos los que recibirán las gracias de santificación a través del sacerdocio cuya institución por Cristo conmemoramos hoy

*

Meditando estas verdades, pidamos hoy para siempre la gracia de una fe eficaz en el misterio de la Santísima Eucaristía que nos lleve a reconocer a Jesucristo oculto bajo las apariencias de pan y vino, a descubrirle presente en el Santísimo Sacramento del Altar; a confesar que en la Sagrada Hostia está el mismo Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad… Y que esta fe oriente de tal manera nuestra vida que, al morir, podamos contemplarle eternamente en la gloria.

Oh Dios, de quien recibió Judas el castigo de su pecado, y el ladrón el premio de su confesión, concédenos a nosotros el efecto de tu propiciación: para que, así como Jesucristo, nuestro Señor, en su Pasión dio a los dos el diverso galardón de sus méritos, así nos dé a nosotros, destruido el error de la vejez, la gracia de su Resurrección. Él, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén.[4]

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[1] Catecismo Mayor de San Pío X, IV, cap, 5

[2] Tomás PÈGUES OP, Catecismo de la Suma Teológica, III, 24.

[3] Cfr. Catecismo Mayor de San Pío X, IV, cap, 5

[4] Misal Romano, ed. 1962, Jueves Santo, Colecta.