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30 marzo 2015 • ¿Qué pasará por las cabezas de los asistentes a los minutos de silencio oficiales?

Manuel Parra Celaya

Los angustiosos minutos de silencio

images-1 El laicismo, como religión natural que pretende ser, tiene sus oficiantes, sus palabras litúrgicas, su lenguaje de homilía y sus ritos. Entre estos últimos destaquemos hoy los minutos de silencio, esos que parecen inventados para no ofender a nadie, institucionalizados urbi et orbi tras el fallecimiento de un personaje público, ante un atentado terrorista, con ocasión de algún crimen de trascendencia televisiva o de un trágico accidente –sea por fallo técnico o, tal como el del avión de Germanwings en suelo francés.

Naturalmente, el ritual va precedido de una disimulada mirada al reloj del que preside la ceremonia; a continuación, se impone el hieratismo y la inexpresividad de los asistentes y un disimulado suspiro de alivio cuando se mueve el oficiante y se da por terminada la ceremonia. Las cámaras de televisión, entretanto, han ido haciendo un barrido de las primeras filas, con el mismo fervor conque, antaño, se filmaban los bancos de autoridades durante un Te Deum de acción de gracias o una Misa de responso.

¿Qué pasará por las cabezas de los asistentes a los minutos de silencio oficiales? Por supuesto, tristeza en quienes sienten verdaderamente la desgracia acaecida; en quienes los presiden, posiblemente indiferencia, tras el barniz de seriedad que impone el momento. Pero, en todos, un tremendo vacío, salvo que alguno –en lo más recóndito de su mente (como mandan las normas laicistas) recite una oración, que, por supuesto, no saldrá recogida en medio alguno.

Oración o vacío es la alternativa. Vacío, que equivale a un adiós sin posibilidad alguna de rencuentro; vacío por la desesperación de no tener asidero alguno de eternidad ante el golpe de un asesino, la sinrazón del terrorista, el fallo técnico o humano o la desgracia ocasionada por la naturaleza; vacío que es desaliento por la cortedad de miras de la inmanencia; vacío, que es consternación ante lo inexplicable.

Por el contrario, la oración –en voz alta, musitada o mental- es confianza, con todo el margen de duda de un creyente, en que la despedida no es para siempre; consuelo, que no evita la tristeza pero que la mitiga; ánimo para persistir en la lucha diaria; abandono en manos de un Padre que nunca ha querido el mal para sus hijos ni lo ha enviado como castigo, porque su esencia de Amor cristaliza en el perdón, y aliento, sustentado en la creencia en la trascendencia del hombre.

La segunda actitud, la de la oración, es la que siempre he adoptado cuando me he visto participante en el rito del minuto de silencio y, especialmente, cuando he asistido al más triste de los entierros habidos: el del funeral laico, en el que la figura del sacerdote o del diácono es sustituida por un oficiante de corbata que intenta, con toda su buena voluntad, suplir con una torpe o inspirada poesía a la Poesía suprema del diálogo con Dios.

He visto, ahora, los reportajes televisivos sobre el accidente del Airbus A320 con su inevitable acompañamiento de los minutos de silencio; no se movían los labios de los asistentes, pero me era imposible, claro, penetrar en sus pensamientos. Me cabe la esperanza feliz de que algunos de ellos rezaran, y lo que puedo asegurar es que yo los acompañaba desde mi posición de televidente cristiano.

Seguirán los homenajes a las víctimas; se averiguarán (o no) las verdaderas causas del accidente; en muchos lugares se depositarán flores, velas o escritos en recuerdo de todos los pasajeros del vuelo GWI9525, pero lo cierto es que ellos, niños y adultos, estarán ahora en compañía de ese Padre Bueno al que seguro que, en algún momento de su vida y a pesar de la presión atosigante y alienadora del laicismo, se dirigieron en forma de diálogo de oración.