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25 marzo 2015

José María Manrique García

La Consagración y la Cruz

Los evangelios del 4º domingo de Cuaresma y del martes de la 5ª semana, y la proximidad de la Semana Santa, me han hecho ordenar las ideas que desde hace tiempo rondaban en mi espíritu. Considero importante exponerlas, no tanto por el posible contenido “histórico” como por el espiritual, así como por el bien que pueda traer el recordar devociones e indulgencias hoy casi desaparecidas en nuestro entorno.

La forma de la Cruz

De las visiones de la beata Ana Catalina Emmerik se desprende que la cruz tenía forma de Y griega mayúscula (esta cruz la llevó Nuestro Señor Jesucristo desarmada sobre sus hombros, como representa el dibujo de La amarga Pasión de Cristo – traducción de José María Sánchez de Toca, editorial Voz de Papel)-.

Esa forma física de Y mayúscula tiene muchísimo parecido con la Tau, la última letra del alfabeto hebreo y a la decimonovena del griego, la cual tiene profundos significados cristianos.

Cruz en Y CalvarioEn este sentido, el profeta Ezequiel (9, 3-6) nos dejó que: … “Yahvé llamó entonces al hombre vestido de lino que tenía la cartera de escribano a la cintura, y le dijo: Recorre la ciudad, Jerusalén, y marca una Tau en la frente de los hombres que gimen y lloran por todas las abominaciones que se cometen en ella. Y a los otros oí que les dijo: Recorred la ciudad detrás de él y herid; no tengáis piedad, no perdonéis; matad a viejos, jóvenes, doncellas, niños y mujeres hasta que no quede uno; pero no toquéis a quien lleve la Tau en la frente; empezad por mi santuario”.

La traducción “Tau”, y no “señal”, aparece en la Vulgata (… “et signa Thau”; traducción al latín de la Biblia hebrea y griega, realizada a finales del siglo IV dC.) y en Nácar Colunga (… “pon por señal una Tau sobre las frentes…”). La Tau «T» es la última letra del alfabeto hebreo y la decimonona del alfabeto griego, y según los traductores alejandrinos se corresponde a la que en el nuestro se denomina «“t”=te». En la Septuaginta (LXX, o “De los 70”), traducción al griego del Antiguo Testamento realizada en la antigüedad (s. III aC.), el original hebreo de Ezequiel se traduce al griego por señal (תָּו=Tav); pero en algunos textos griegos cristianos esa señal se transformó en Tau, lo cual se consagró en la Vulgata.

San Francisco profesaba una profunda devoción al signo Tau. Con él firmaba cartas y marcaba paredes, y sanaba heridas y enfermedades. En el ánimo de Francisco pudieron influir el discurso con que Inocencio III abrió el Concilio IV de Letrán, la cruz en forma de tau que llevaban los monjes antonianos sobre el escapulario, la liturgia y el arte sagrado, etc. Para el Santo, la Tau, como la cruz cristiana, era signo de conversión y de penitencia, de elección y de protección por parte de Dios, de redención y de salvación en Cristo.

Quizás por eso era el símbolo con el que los israelitas marcaban los dinteles de sus puertas en la celebración de la Pascua y en memoria de la primera, cuando se libraron del yugo egipcio marcando así sus puertas para evitar la plaga del ángel exterminador.

Además de Ezequiel, a la Tau parece referirse el Apocalipsis (7, 2-4): “Luego vi a otro ángel que subía del Oriente y tenía el sello de Dios vivo; y gritó con fuerte voz a los cuatro ángeles a quienes se había encomendado causar daño a la tierra y al mar: No causéis daño ni a la tierra ni al mar ni a los árboles, hasta que marquemos con el sello la frente de los siervos de nuestro Dios. Y oí el número de los marcados con el sello: 144.000 sellados, de todas las tribus de los hijos de Israel”.

Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto …

Diversas lecturas nos ponen magníficamente “en situación” para entender el profundo significado de La Cruz como instrumento de la redención, del “hacerse pecado” Nuestro Señor para redimirnos.

Relata el evangelio de San Juan (3, 13-17): “Dijo Jesús a Nicodemo: Nadie ha subido al cielo, sino El que bajó del cielo, el Hijo del Hombre. Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre (Inb/Ben Adán), para que todo el que cree en Él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él”.

San Pablo escribió (II Corintios 5: 14 – 21): “A quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en Él”.

También dijo Jesús (Jn 12, 31-33) refiriéndose a los últimos acontecimientos de su vida aquí en la Tierra: “Ahora es el juicio de este mundo, ahora el príncipe de este mundo va a ser arrojado fuera. Y Yo, cuando sea levantado en alto, atraeré a todos a Mí”.

Y, más adelante (Juan 8, 21-30): …y entonces dijo Jesús: “Cuando levantéis al Hijo del hombre, sabréis que Yo SOY, y que no hago nada por mi cuenta, sino que hablo como el Padre me ha enseñado. El que me envió está conmigo, no me ha dejado solo; porque Yo hago siempre lo que le agrada”. Ese “Yo Soy”, requiere una pequeña explicación, si se me permite: en el libro del Éxodo 3:14, Moisés, durante el episodio de la zarza que ardía sin consumirse en el monte Horeb, cuando le preguntó a Dios por su Nombre, obtuvo como respuesta: «Dijo Yahvé/Yahveh a Moisés: “ehyeh asher ehyeh”, “YO SOY EL QUE SOY. Así responderás a los hijos de Israel: YO SOY me manda a vosotros”» (Nácar-Colunga); ó «“YO SOY EL QUE SOY”, y agregó: “así dirás a los hijos de Israel: “EL QUE ES me ha enviado a vosotros”» (Straubinger). Los judíos no se atrevían a pronunciar ese majestuoso Nombre, por lo que ponían las vocales (e, o, a) de “Edonay/Adonai” (Señor) bajo las consonantes de Yahvé (Y/J. H. V. H.), el “Tetragrámmaton”, para recordar al lector que, por respeto, debía decir Adonai en lugar de Yahvé, lo que dio lugar en el siglo XIV al nombre de Jehová.

Jesús estaba recordando el profético pasaje de la escritura que relata el castigo de las serpientes durante el Éxodo (Números 21, 4b-9): “En aquellos días, el pueblo estaba extenuado del camino, y habló contra Dios y contra Moisés: ¿Por qué nos has sacado de Egipto para morir en el desierto? No tenemos ni pan ni agua, y nos da náusea ese pan sin cuerpo. El Señor envió contra el pueblo serpientes venenosas, que los mordían, y murieron muchos israelitas. Entonces el pueblo acudió a Moisés, diciendo: Hemos pecado hablando contra el Señor y contra ti; reza al Señor para que aparte de nosotros las serpientes. Moisés rezó al Señor por el pueblo, y el Señor le respondió: Haz una serpiente venenosa y colócala en un estandarte: los mordidos de serpientes quedarán sanos al mirarla. Moisés hizo una serpiente de bronce y la colocó en un estandarte. Cuando una serpiente mordía a uno, él miraba a la serpiente de bronce y quedaba curado”.

tau

Miraban a la serpiente de bronce y quedaban curados

Miraban a la serpiente de bronce y quedaban curados

Elevación Curación

Es decir, Nuestro Señor estaba diciendo cómo había de morir y el significado de aquella muerte.
Posiblemente, la forma de aquel “estandarte” fuera muy parecido a una Tau o una Y (similar a la horca de nuestros labradores), puesto que era eso: prefiguración del “árbol de la Cruz”.

En el mismo sentido escribió San Pablo a los Gálatas 3, 7-14: “Cristo nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose por nosotros un maldito, porque dice la Escritura: Maldito todo el que cuelga de un árbol”. (Deuteronomio 21, 22/23 “ Si alguno hubiere cometido algún crimen digno de muerte, y lo hiciereis morir, y lo colgareis en un madero, no dejaréis que su cuerpo pase la noche sobre el madero; sin falta lo enterrarás el mismo día, porque maldito por Dios es el colgado”).

Miraban al estandarte y quedaban curados.

Uno de los cambios más drásticos que ha acarreado el posconcilio ha sido, en la práctica y en muchos casos, la pérdida del sentido de Sacrificio que, además del de recuerdo de la institución de la Eucaristía, conlleva la Misa. Y a ello se ha unido la postergación de muchas de las disposiciones papales anteriores y de la piedad popular. Es decir, de la tradición.

Dice el Concilio de Trento (Sesión XXIII, cap. 2): “En el divino Sacrificio que se consuma en la Misa, se contiene y sacrifica incruentamente (o sin derramamiento de sangre), aquel Sacrificio o aquel mismo Jesucristo que en el mismo Ara de la Cruz se ofreció a Sí mismo por modo cruento (o con derramamiento de sangre), una sola vez… Una sola y una misma Víctima y uno mismo es el que por medio de los sacerdotes la ofrece ahora; el mismo que se ofreció entonces a Sí mismo en la Cruz, siendo solamente diverso el modo de ofrecerla”

…… Ergo: en la elevación de la Sagrada Hostia contempla a Cristo levantado en la Cruz.

El Papa San Pío X, y la Sagrada Congregación de la Penitencia, sin duda teniendo presente todo lo anterior, concedieron una indulgencia de 7 años a los que mirando a la Hostia en la Elevación, en cualquier Misa y en todo lugar, dijeren como Santo Tomás la jaculatoria: “¡Señor mío y Dios mío!”.

El Ave verum, compuesto en el siglo XIII para acompañar la elevación de la Hostia en la Misa, y traducido y versificado por Lope de Vega, se presta para saludar la elevación de Cristo en la cruz.

Por supuesto, incluso en el actual Misal Romano dice: “…los fieles estarán de rodillas, a no ser por causa de salud, por la estrechez del lugar, por el gran número de asistentes o que otras causas razonables lo impidan, durante la consagración. Pero los que no se arrodillen para la consagración, que hagan inclinación profunda mientras el sacerdote hace la genuflexión después de la consagración” (http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/ccdds/documents/rc_con_ccdds_doc_20030317_ordinamento-messale_sp.html).

Jesucristo reveló a Santa Gertrudis cuán agradable era a Dios esta práctica y cuán útil al hombre. “Todas las veces que se dirija la vista a la Hostia consagrada, se aumenta en méritos para el Cielo, y el goce de la vida eterna, dependerá del amor con que se haya contemplado en esta tierra el precioso Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo” (tomado de la vida de la santa).

Recuperemos la tradición de honrar el momento culmen de la Misa, lucrándonos de las correspondientes indulgencias, momento que representa el centro de la Historia: el de nuestra redención.