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7 marzo 2015 • Los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad

Angel David Martín Rubio

Los mandamientos y el amor de Dios

Tiépolo: "La expulsión de los mercaderes del templo" (1750-1753)

Tiépolo: «La expulsión de los mercaderes del templo» (1750-1753)

I. Cuando estaba cerca la fiesta de Pascua -como nos precisa el evangelista San Juan- Jesús subió a Jerusalén desde Galilea, donde había comenzado su ministerio público [1].

El Templo de Jerusalén tenía tres atrios o patios que rodeaban al lugar más sagrado. En el situado al exterior (el “atrio de los gentiles”) se había establecido una especie de mercado en el que se vendían los animales que se habían de sacrificar: bueyes, ovejas y palomas. Ponían además en él los cambistas sus mesas para proporcionar las monedas para la ofrenda en el Templo a los que las necesitaran, ya que llegaban peregrinos procedentes de todo el Imperio romano y no se aceptaban monedas extranjeras que llevaran la imagen del emperador o de animales.

Jesús va al Templo y allí, el mismo que proclamará la mansedumbre y humildad de su corazón, movido por el celo de la casa de Dios y del culto que allí le era debido, viendo a los vendedores y cambistas «haciendo de cuerdas un azote, los arrojó a todos del templo» (Jn 2, 13).

A los ojos de los sacerdotes y jefes del Templo, Jesús carecía de autoridad para obrar como lo hizo, por eso le piden explicaciones («Entonces los judíos le dijeron: “¿Qué señal nos muestras, ya que haces estas cosas?”Jesús les respondió: “Destruid este Templo, y en tres días Yo lo volveré a levantar”», vv. 18-20). Poco antes de su Pasión, Jesús anunciará la ruina de ese espléndido edificio del cual no quedará piedra sobre piedra (Cfr. Mt 24, 1-2). A la samaritana, que le pregunta sobre el lugar de culto agradable a Dios, dirá: «Pero la hora viene, y ya ha llegado, en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre desea que los que adoran sean tales. Dios es espíritu, y los que lo adoran, deben adorarlo en espíritu y en verdad”» (Jn 4, 24-25).

En espíritu: es decir, «en lo más noble y lo más interior del hombre» (Pirot) En verdad, y no con la apariencia, no como aquel pueblo que lo alababa con los labios mientras su corazón estaba lejos de Él (Mt 15, 8), o como los que oraban para ser vistos en las sinagogas (Mt 6, 5) o proclamaban sus buenas obras (Mt 6, 2). Desde esta revelación de Jesucristo aprendemos a no anteponer lo que se ve a lo que no se ve (2 Co 4, 18); a preferir lo interior a lo exterior, lo espiritual a lo material [2].

El cristianismo exige el cumplimiento de la voluntad divina, manifestada en el Decálogo, que nos presenta la primera lectura de la Misa de este Domingo (Ex 20, 1-17). Es preciso aceptar la generosa oferta divina, comprometiéndose a cumplir las condiciones puestas por Dios: «No todo el que me dice ¡Señor, Señor! entrará en el reino de los cielos, sino el que cumpla la voluntad de mi Padre que está en el cielo» (Mt 7, 21).

II. «Los mandamientos de la Ley de Dios tienen este nombre porque el mismo Dios los ha impreso en el alma de todo hombre, los promulgó en la antigua Ley sobre el monte Sinaí, grabados en dos tablas de piedra, y Jesucristo los ha confirmado en la Ley nueva» [3].

  • A todos nos consta por experiencia que tenemos impresa por Dios en nuestra alma una ley, por la cual podemos distinguir lo bueno de lo malo, lo honesto de lo inhonesto, y lo justo de lo injusto.
  • Esta divina luz, casi obscurecida por las malas costumbres y la perversidad de los hombres, fue iluminada con nuevo resplandor al dar el Señor la ley a Moisés.
  • Finalmente, no afectó a estos mandamientos la abrogación del resto de la ley de Moisés sino que fueron explicados y confirmados por Cristo.

Será ciertamente de gran eficacia y valor para persuadir la observancia de la ley, esa condición de ser el que la impuso el mismo Dios, de cuya sabiduría y equidad no podemos dudar. Por eso cuando mandaba por los Profetas que se guardase la ley, decía que Él era el Señor Dios. En el principio mismo del Decálogo dice: «Yo soy tu, Dios y Señor» (Ex 20, 2). La consideración de que Dios haya manifestado su voluntad, en la cual está contenida nuestra salvación, no sólo moverá las almas de los fieles al cumplimiento de los preceptos del Señor, sino también a serle agradecidos [4].

«Mirad: os enseño leyes y decretos, como Yahvé, mi Dios, me ha mandado, para que los practiquéis en el país que vais a poseer. Observadlos y ponedlos en práctica; porque en esto consistirá vuestra sabiduría y vuestra inteligencia a los ojos de las naciones, que al conocer todas estas leyes dirán: En verdad, un pueblo sabio y entendido es esta gran nación» (Dt 4, 5-6). La verdadera sabiduría consiste en cumplir los eternos mandamientos de Dios. Es lo que en otros pasajes se llama el “temor del Señor” (Job 28, 28; Salmo 110, 10; Proverbios 1, 7; 9, 10; 15, 33; Eclesiástico 1, 16; 1, 34; 19, 18) [5].

III. «Estamos obligados a guardar los mandamientos, porque todos hemos de vivir según la voluntad de Dios, que nos ha creado, y basta quebrantar gravemente uno solo para merecer el infierno Está en nuestro poder guardar estos mandamientos con la gracia de Dios, quien siempre está pronto a darla a quien debidamente se la pide» [6].

«Tomad sobre vosotros el yugo mío, y dejaos instruir por Mí, porque manso soy y humilde en el corazón; y encontrareis reposo para vuestras vidas. Porque mi yugo es excelente; y mi carga es liviana» (Mt 11, 29-30). El yugo que nos ofrece Jesús es llevadero, excelente, el bien más grande para nuestra felicidad. El Evangelio es un mensaje de amor y el que lo conozca no lo mirará ya como una obligación sino como un tesoro, y entonces sí que le será suave el yugo de Cristo. Tal es el sentido espiritual de las parábolas del tesoro escondido y de la perla preciosa (Mt 13, 44ss).

Y si alguno piensa que la corrupción de la naturaleza le impide amar a Dios, se ha de enseñar que Dios que ordena el amor, le infunde en nuestros corazones por su divino Espíritu (Rm 5, 5), y que el Padre celestial da este su Espíritu bueno a los que se lo piden, de manera que con razón oraba así San Agustín: «Da, Señor, lo que mandas, y manda lo que quieras». Jesús dirá que quien le ama observará su doctrina: «Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y en él haremos morada. El que, no me ama no guardará mis palabras» (Jn 14, 23-24). Todo precepto es ligero para el que ama, amando, nada cuesta el trabajo: «Ubi amatur, non laboratur» (San Agustín) [7].

*

Jesucristo, al mantener la antigua Ley en todo su vigor, pone en la caridad la motivación principal para su cumplimiento. Por tanto, hemos de guardar los mandamientos por amor de Dios, quien se dignó manifestar por ellos su voluntad a los hombres. En esto mostró Dios su clemencia hacia nosotros y las riquezas de su suma bondad, «pues al que cumple su ley le está prometida aquella recompensa copiosa, y aquella medida buena, henchida, atestada, colmada y rebosando por todas partes, que está propuesta en los cielos, y que la merecemos con obras virtuosas y justas, confortados con el auxilio de la divina misericordia» [8].
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[1] El Lunes Santo, «Jesús efectuó un acto condenatorio de enorme sensación, muy semejante al otro con que inauguró su vida pública. Le vimos entonces provisto de un látigo vengador, echar de los atrios del templo a los que negociaban con aves y ganado, y a los cambistas allí instalados como en un lugar profano. Pero como el abuso había echado hondas raíces y aun lo fomentaban los sacerdotes por los pingües emolumentos que percibían, tardó poco en reaparecer» (Louis Claude FILLION, Nuestro Señor Jesucristo según los Evangelios, Madrid: EDIBESA, 2002, pág. 331).
[2] Cfr. Mons STRAUBINGER, La Santa Biblia, in, Jn 4. 23.
[3] Catecismo Mayor de San Pío X
[4] Cfr. Catecismo Romano III, 1, 4-5.
[5] Cfr. Mons STRAUBINGER, La Santa Biblia, in, Dt 4, 6. 8.
[6] Catecismo Mayor de San Pío X
[7] Cfr. Mons STRAUBINGER, La Santa Biblia, in, Mt 11, 30.
[8] Cfr. Catecismo Romano III, 1, 10.

Publicado en Adelante la Fe