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1 enero 2015

Angel David Martín Rubio

Al octavo día… (Lc 2, 21)

El 1 de enero, octavo día desde la fiesta del Nacimiento de nuestro Redentor, recordamos que también en el octavo día de su vida el Verbo Encarnado fue sometido a la ceremonia religiosa de la circuncisión y se le impuso el nombre de Jesús, que quiere decir Salvador, como ya el Ángel lo había ordenado de parte de Dios a la Santísima Virgen y a San José.

Además, la Iglesia celebra hoy de un modo especial el misterio de la Maternidad divina de la siempre Virgen María, cooperadora en la gran obra de la salvación de los hombres.

I. La circuncisión era un rito instituido por el Señor (Gen 17, 10-14) que lo impuso a Abrahán para señalar como con una marca y contraseña a los que pertenecían al pueblo de Dios y distinguirlos de los infieles. La circuncisión del Antiguo Testamento se diferenciaba de otras prácticas semejantes llevadas a cabo por pueblos del entorno de Israel por su significado esencial y exclusivamente religioso: su carácter de sello de la alianza con Dios.

«Jesucristo de ninguna manera estaba sujeto a la ley de la circuncisión, porque ésta era para los siervos y pecadores, y Jesucristo era verdadero Hijo de Dios, autor de la ley y la misma santidad […] Jesucristo quiso ser circuncidado sin obligarle la ley porque, habiendo por amor nuestro tomado sobre sí nuestros pecados, quiso llevar la pena de ellos y comenzar desde los primeros días de su vida a lavarlos con su sangre» [1].

Aunque no llegaba a justificar a nadie por sí sola (como expone magistral y sucintamente San Pablo: Rm 4, 11), para los judíos antes de Cristo la circuncisión constituía una especie de Bautismo, era el primer e imprescindible sacramento de la Antigua Alianza [2]. Pero estaba prescrita sólo para Abrahán y sus descendencia hasta los tiempos del Redentor.

El Bautismo, en cambio, es ley para todos los pueblos, hasta el fin del mundo. La circuncisión era una señal corporal, el Bautismo no consiste sólo en un signo externo sino que encierra en sí la gracia y comunica bienes muchos más elevados, espirituales y celestiales [3]. «El Sacramento del Bautismo confiere la primera gracia santificante, por la que se perdona el pecado original, y también los actuales, si los hay; remite toda la pena por ellos debida; imprime el carácter de cristianos; nos hace hijos de Dios, miembros de la Iglesia y herederos de la gloria y nos habilita para recibir los demás sacramentos» [4].

II. Cristo estableció que todo hombre, sin distinción de sexo, de edad o de condición puede y debe recibir el Bautismo.

De ahí que no haya que retrasar innecesariamente ni diferir hasta que sean mayores el bautismo de los niños. En primer lugar por el peligro de muerte, aunque esta circunstancia sea mucho menos relevante en nuestra sociedad que en otros lugares o épocas históricas pero, sobre todo, porque los niños nacen manchados con el pecado original y no tienen otro medio para recibir la gracia santificante que el bautismo. Por eso conviene bautizar a los pequeños para que, formados desde la infancia en la vida cristiana, perseveren con mayor firmeza en la fe recibida [5].

Al igual que ocurría con la circuncisión del Antiguo Testamento, al que es bautizado se le impone también el nombre, que debe ser el de un santo para colocarlo bajo la protección de un celestial patrono y para que se aliente a la imitación de sus ejemplos [5].

III. «En este día en que ponemos el principio de nuestro año civil, vienen a propósito los consejos del gran Apóstol, advirtiendo a los fieles la obligación que tienen de santificar el tiempo que se les concede. Renunciemos, pues, a los deseos mundanos; vivamos con sobriedad, justicia y piedad; nada debe distraernos del ansia de esa bienaventuranza que esperamos. El gran Dios y Salvador Jesucristo, que se nos revela estos días en su misericordia para adoctrinarnos, volverá un día en su gloria para recompensarnos. El correr del tiempo nos advierte que se acerca ese día; purifiquémonos y hagámonos un pueblo agradable a los ojos del Redentor, un pueblo dado a las buenas obras» [7].

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[1] Catecismo Mayor de San Pío X.

[2] En el período de la ley natural –o sea, antes de la ley mosaica- hubo, de hecho, algunos sacramentos (Sentencia más probable). En el período de la ley escrita –o sea, desde Moisés hasta Cristo- hubo verdaderos sacramentos (cierta en teología). En la ley evangélica existen siete verdaderos sacramentos instituidos por Cristo (De fe, expresamente definida). «Can. 1. Si alguno dijere que los sacramentos de la Nueva Ley no fueron instituidos todos por Jesucristo Nuestro Señor, o que son más o menos de siete, a saber, bautismo, confirmación, Eucaristía, penitencia, extremaunción, orden y matrimonio, o también que alguno de éstos no es verdadera y propiamente sacramento, sea anatema. Can. 2. Si alguno dijere que estos mismos sacramentos de la Nueva Ley no se distinguen de los sacramentos de la Ley Antigua, sino en que las ceremonias son otras y otros los ritos externos, sea anatema» (Concilio de Trento, in Enrique DENZINGER, Magisterio de la Iglesia, Barcelona: Herder, 1963, nº 844-845).

[3] Cfr. Mons. STRAUBINGER, Santa Biblia¸ in Gen 17, 10ss

[4] Catecismo Mayor de San Pío X.

[5] CIC, canon 867, § 1 «Los padres tienen obligación de hacer que los hijos sean bautizados en las primeras semanas; cuanto antes después del nacimiento, e incluso antes de él, acudan al párroco para pedir el sacramento para su hijo y prepararse debidamente. § 2 Si el niño se encuentra en peligro de muerte, debe ser bautizado sin demora».

[6] CIC, canon 855 «Procuren los padres, los padrinos y el párroco que no se imponga un nombre ajeno al sentir cristiano».

[7] Tit 2, 11-15. Prospero GUERANGUER OSB, El Año Litúrgico, I, Burgos: Aldecoa, 1954, págs. 356-357.